Estamos celebrando la Resurrección de Jesús:
la liturgia conecta místicamente nuestro presente con los sucesos pascuales
vividos por los primeros discípulos y, de este modo, también nosotros
participamos hoy de la Vida, Luz y Amor que irradian de Jesús Resucitado.
Pero también es verdad que Jesús resucitó hace
casi 2000 años: los mejores cálculos ubican el domingo 9 de abril del año 30 el
momento en que las mujeres descubren el sepulcro vacío y comienzan las
apariciones de Jesús Resucitado. Así que –a pesar de que cada año recordamos también
la Pasión– en realidad, desde el 9 de
abril del año 30 no existe otro Jesús, que Jesús Resucitado.
Por otra parte, sabemos que cuando fuimos
bautizados fuimos incorporados a Cristo como miembros suyos… y (recordando lo
que destacamos recién): entonces, en
nuestro bautismo, fuimos incorporados a Jesús Resucitado.
Y, si la
Resurrección es realmente esa fuerza de Vida, Luz y Amor que decimos, ese
día algo tiene que haber sucedido en nosotros: ¿qué sucedió? Pues mucho: se limpió todo pecado, pena y culpa que
hubiera en nuestra alma; se nos infundió
la condición de hijos de Dios, con la gracia divina, el carácter sacramental y
las virtudes teologales… y la Trinidad entera vino a habitar en nuestro
corazón.
Dicho de
otro modo: el día de nuestro bautismo la
Resurrección de Jesús desembarcó realmente en nuestro corazón… y comenzó a
resucitarnos “de adentro para afuera”: primero el núcleo de nuestro corazón
(como dijimos recién). Y luego, sobre todo si no ponemos demasiados obstáculos
al trabajo de Dios que quiere salvarnos, la Resurrección va tomando otras áreas
de nuestra personalidad: con la fe creciente transforma nuestra mente para que
entendamos las cosas como las entiende Dios; con la esperanza transforma
nuestra afectividad para que deseemos y sintamos según Dios; con la caridad
transforma nuestro ser entero para que nuestros pensamientos, palabras y obras
sean los de hijos de Dios.
Finalmente, será resucitado nuestro pobre
cuerpo mortal, como último paso de salvación de ese proceso que ya está en marcha en nosotros desde el día de nuestro
bautismo…
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