
La invitación de Dios en la Eucaristía es
una invitación a hacernos hijos en el Hijo, no sólo compartimos la copa, sino
que nos hacemos parte de ella, el sacrificio y el triunfo de Cristo son también
nuestro sacrificio y nuestro triunfo.
Además, si trazamos la línea horizontal que
une los dos extremos superiores de “la copa grande”, vemos que esa línea
horizontal pasa justo por encima del corazón del Hijo. Y, si –a esa línea
horizontal– la cruzamos en el medio con una línea vertical, que vaya de la
cabeza del Hijo a “la copa pequeña” que está sobre la mesa, nos queda el dibujo
de... ¡la Cruz!
18. Las manos de las Tres Personas
convergen en el signo de la eucaristía: ésta es el punto de aplicación del amor
divino: las Tres Personas Divinas realizan conjuntamente la salvación del
hombre, y este es el tema de su diálogo, evocado en la centralidad de la copa.
Incluso puede verse un movimiento en las
manos que –en sentido inverso al de las cabezas– parte del Padre, pasa por el
Hijo derramándose en el cáliz, y llega al mundo de la mano del Espíritu Santo,
que apunta hacia abajo.
Y en ambos casos –cabezas y manos– todo
indica al Padre como Origen: Origen del cual proceden las otras Personas en la
eternidad (por eso el Hijo tiene su cabeza levemente inclinada hacia el Padre,
y el Espíritu Santo, hacia el Padre y el Hijo) y Origen de la bendición y de la
gracia en el tiempo (ver Catecismo
de la Iglesia Católica 239, 244–245, 248, 254 para el primer aspecto, y 759
y 1077 a 1083).

20. Además, si imaginamos una cuarta
persona, parada sobre la parcela de suelo que está frente a la mesa –persona
que nos representaría a nosotros, que estamos invitados a entrar en la imagen–,
veremos que entre las cuatro cabezas se dibujaría, entonces, un rombo regular.
21. Situados en el interior de esta mesa
eucarística podemos asistir a la relación entre las Tres Personas Divinas, es
una relación doble que se establece a través de las miradas y de las manos. Las
miradas representan la relación interna de las Tres Divinas Personas, las manos
su participación en la historia de la salvación. Hay un cruce de miradas entre
el Padre y el Hijo, y en el centro de este cruce se introduce la mirada del
Espíritu Santo, es la vida interna de la Trinidad de Dios, continua generación
de amor entre el Padre y el Hijo y continua presencia de amor recogido en el
Espíritu.

23. Y aquí nos quedamos, hemos entrado en la
vida misma de Dios, la hemos contemplado y la hemos gozado, ahora esa vida se
dirige a nosotros, a nuestra vida creada para llenarla con la gracia divina.
24. Este es el momento final, porque no se
trata de un icono para ver como espectador, sino para contemplar y vivir como
cristiano, si hemos reposado en la vida trinitaria de Dios ahora él quiere
reposarse también en nuestra propia vida. Por eso podemos invocar a la Trinidad
divina diciendo:
“Dios mío, Trinidad que adoro,
ayúdame a olvidarme
enteramente de mí mismo
para establecerme en
ti, inmóvil y apacible
como si mi alma
estuviera ya en la eternidad;
que nada pueda
turbar mi paz, ni hacerme salir de ti, mi inmutable,
sino que cada minuto
me lleve más lejos en la profundidad de tu Misterio.
Pacifica mi alma.
Haz de ella tu
cielo, tu morada amada y el lugar de tu reposo.
Que yo no te deje
jamás solo en ella,
sino que yo esté
totalmente allí,
totalmente despierto
en mi fe,
totalmente en
adoración,
totalmente entregado
a tu acción creadora”.
[Oración de la Beata Isabel de la Trinidad,
citada en el Catecismo de la Iglesia Católíca 260].