Probablemente, uno de los elementos más sorprendentes de La Cabaña es representar a Dios Padre
como una mujer afroamericana. Esta representación ha recibido críticas muy
duras por parte de algunos teólogos evangélicos, no por la representación
concreta (mujer afroamericana) sino por la representación antropomórfica en sí
misma.
No obstante, se
pueden decir varias cosas al respecto. En primer lugar, dada la postura general
que tiene el protestantismo en relación con las imágenes sagradas se entiende
mejor la resistencia frente a una imagen de Dios Padre, que –no obstante‒ no es
rara en el mundo cristiano: baste mencionar el
famoso ícono de Rublev que preside este blog (y cuyo análisis está aquí mismo, en el ítem "El ícono"). También en el cristianismo occidental encontramos pinturas de la Trinidad en que el Padre es representado como un hombre más anciano que Jesús.
famoso ícono de Rublev que preside este blog (y cuyo análisis está aquí mismo, en el ítem "El ícono"). También en el cristianismo occidental encontramos pinturas de la Trinidad en que el Padre es representado como un hombre más anciano que Jesús.
Además, el género
literario del libro impide un dictamen rígido respecto de su contenido: se
podría decir que se trata del relato de una manifestación mística que sucede
dentro de un sueño en una novela… o sea: no es un manual de teología que
pretende asentar unos conceptos “claros y distintos”, sino un mundo simbólico
que intenta insinuar y conmover.
Y dentro de ese
mundo simbólico específico la aparición de Dios Padre como una mujer tiene otro
sentido: la tremenda historia de Mack con su padre necesita ser redimida, y la
“idea de padre” que tiene Mack necesita ser rectificada y enriquecida. Por eso,
cuando Mack logra reconciliarse con su padre humano (p. 230), Dios Padre cambia
su forma de manifestación: un “hombre digno, de edad mayor, delgado y más alto
que Mack con una cabellera plateada, bigote y barba” (p. 233); y –a diferencia
de la imagen de la mujer afroamericana que era una cocinera‒ ahora ni siquiera
come (p. 235). Yo creo que el autor de libro nunca ha leído a Ghislain Lafont,
pero con esta doble imagen complementaria logra una cierta “reduplicación del
lenguaje”,[1]
relativizando ambas imágenes que no son otra cosa que modos de insinuarnos
distintos aspectos de un Dios que trasciende toda imagen y todo concepto. De
hecho, esto se dice explícitamente en el libro: “se trata de combinar metáforas
para ayudarte a no recaer fácilmente en tu condicionamiento religioso” (p.
101).
Además, que la
mujer sea afroamericana tiene otro efecto en relación a la “purificación de las
imágenes” que nos hacemos de Dios; pues si bien Mack sabía que Dios no tenía
sexo, “le avergonzó admitir para sí que todas sus visualizaciones de Dios eran
muy blancas y muy masculinas” (p. 102).
Por otra parte, si
se profundiza un poco en el tema del antropomorfismo podemos seguir exorcizando
temores al respecto: la Biblia nos muestra que el hombre es teomorfo, pues ha
sido creado a imagen y semejanza de Dios (Gn 1, 26s). Profundizando en esto
Karl Rahner y H. U. Von Balthasar en sus respectivas antropologías teológicas
nos han mostrado que la creación entera ‒y muy particularmente el hombre‒ ya
están pensados en relación a Cristo “desde antes de la creación del mundo”,
como dice el himno que inicia la Carta a
los Efesios. Y por eso se puede decir que la creación se diseña como la
“gramática de la encarnación” en la cual el Lógos
podrá expresarse cuando se haga hombre: “la naturaleza humana... es desde el origen, el símbolo
real constitutivo del Logos mismo... De tal modo que se puede y hay que decir
en una originalidad ontológica última: el hombre es posible porque es posible
la alienación ontológica del Logos”.[2]
Además: ¿se salvaría
de una semejante crítica de antropomorfismo la “parábola del padre
misericordioso”? Allí se representa a Dios Padre como un padre de familia que –al
ver desde lejos a su hijo menor que vuelve‒ se le conmueven las entrañas, corre, se echa sobre el cuello de su hijo y lo llena de besos.[3]
También la palabra aramea Abbá (=Papá) pertenece profundamente al mundo de lo humano: surge
de los primeros balbuceos de los niños más pequeños cuando comienzan a hablar;
y “es en la vida familiar de cada día
donde se le llama abbá al padre”.[4]
Y establecer esta palabra para hablar con Dios y de Dios es una originalidad de
Jesús, pues “para la sensibilidad judía habría sido una falta de respeto, por
tanto algo inconcebible, dirigirse a Dios con un término tan familiar. El que
Jesús se atreviera a dar ese paso significa algo nuevo e inaudito. El habló con
Dios como un hijo con su padre, con la misma sencillez, el mismo cariño, la
misma seguridad. Cuando Jesús llama a Dios Abbá
nos revela cuál es el corazón de su relación con él”.[5] Jesús nos propone una comunidad en que la fraternidad es el elemento esencial: "Todos ustedes son hermanos" (Mt 23,8), y en la cual el don de sí mismo a los demás es la clave de la comunión (Mt 20, 25-28; 23, 11; Jn 13, 1-17).
Se puede decir que
ese clima familiar, cálido, confiado, distendido se logra en la novela,
presentando una tranquila cabaña cuya chimenea deja escapar suavemente el humo,
y de la cual surgen ricos aromas de pasteles horneados por una amorosa y
compasiva mujer, que tiene fuertes rasgos maternales.[6]
Para el tema
particular de las “llagas del Padre” (pp. 104 y 177) que representan la
com-pasión de Dios en la pasión de su Hijo, baste recordar que ya hace más de
treinta años que San Juan Pablo II nos mostró “en Dominum et vivificantem, la más
trinitaria de sus encíclicas” unas “avanzadas especulaciones que
presentan al Espíritu «introduciendo el sacrificio del Hijo en la divina
realidad de la comunión trinitaria (DVi 41a)»“.[7]
Y con esto volvemos al tema de la paradoja,
que es esencial al equilibrio del pensamiento teológico cristiano. La paradoja no es una contradicción
(círculo cuadrado) sino la contemplación
de dos verdades sobre Dios que –vista cada una en sí misma‒ vemos que
corresponden a Dios pero que –cuando queremos sintetizarlas en una
contemplación única‒ nuestro pobre espíritu limitado se ve desbordado por la infinitud
de Dios. O, dicho de otro modo: la paradoja nace de la convicción de que todas las perfecciones deben existir en Dios, aunque nuestra pobre mente no pueda compatibilizar su coexistencia. Que Dios sea, al mismo tiempo, infinitamente perfecto (lo cual
incluye el atributo clásicamente denominado “inmutabilidad divina”) e
infinitamente amoroso y compasivo nos parece correcto; pero poder conciliar “inmutabilidad
y compasión” queda más allá de nuestra contemplación terrena.
[2]
A. Cordovilla, Grámatica de la Encarnación: La creación en
Cristo en la teología de K. Rahner y Hans Urs von Balthasar, Madrid, 2004,
125. Todo el texto de Cordovilla ronda estas ideas. Puede verse al respecto el
resumen que hago de este libro en el Tomo II de mi tesis de doctorado (pp.
123-128).
[3]
La conmoción de las entrañas se expresa en el texto griego con el significativo
verbo splagjnidzomai. El mismo verbo también se aplica al rey -que representa al Padre- en la parábola de Mt 18, 23ss: véanse los vv. 27 y 35.
[4]
J. Jeremías, Abbá. El mensaje central del Nuevo Testamento, Salamanca, Sígueme,
2005, pp. 66ss. La cita es de la p. 68. Esto se corresponde con lo que Mack
experimenta en la cabaña: “algo simple, cálido, íntimo, genuino; algo sagrado”
(p.117).
[6]
Para el amor de Dios en clave maternal (y más que maternal) véase: Isaías 49,
14-15.
Estimado Jorge:
ResponderBorrarGracias por invitarme a leer "La Cabaña", creo que es una excelente novela para repensar nuestras representaciones de Dios y de la Fe Católica en general. Provoca, ilumina y nos hace pensar. Trataremos de seguir pensando otros elementos a partir de las pistas que nos has señalado en esta nota que ya tiene muchas líneas para ir reflexionando.