jueves, 4 de febrero de 2021

10 artículos sobre la Sinodalidad publicados en Eclesia en 2019

 

1. Francisco y la sinodalidad: un punto de inflexión en la historia de la Iglesia

   En marzo del año pasado la Comisión Teológica Internacional (CTI) presentó su documento sobre “La sinodalidad en la vida y en la misión de la Iglesia”, aprobado por Francisco. Y, de hecho, el documento comienza citando al propio Francisco, pues su primer párrafo dice así:

   «El camino de la sinodalidad es el camino que Dios espera de la Iglesia del tercer milenio»: este es el compromiso programático propuesto por el Papa Francisco en la conmemoración del quincuagésimo aniversario de la institución del Sínodo de los Obispos por parte del Beato Pablo VI. En efecto, la sinodalidad – ha subrayado – «es dimensión constitutiva de la Iglesia», de modo que «lo que el Señor nos pide, en cierto sentido, ya está todo contenido en la palabra “Sínodo”»”.

   Esta propuesta de Francisco, fundamentada teológica y pastoralmente por la CTI es un punto de inflexión en la historia de la Iglesia. Y por eso quiero poner el contexto del documento en el amplio marco de la historia de la Iglesia. Para eso me serviré de algunas reflexiones del teólogo y monje benedictino Ghislain Lafont en su libro sobre la historia de la teología.[1] Veamos…

   En los dos primeros siglos del cristianismo ‒primer período que tiene un valor modélico‒ vemos una Iglesia en expectativa escatológica: se espera un inminente retorno de Jesús y el  cristianismo se define por esta dimensión escatológica, que se concreta en la narración de la historia salvífica y su interpretación; en la liturgia y su celebración; y en la ética y su fidelidad.

   Pero en el siguiente período se produce un enriquecimiento que también se vuelve un peligro: el encuentro con el neoplatonismo que aparece en Clemente y Orígenes ‒los grandes intelectuales prenicenos‒ produce una inclinación en la reflexión por los acentos de esa filosofía neoplatónica: lo Uno como lo perfecto, la inteligencia como lo más importante en el hombre, y un dualismo que aprecia lo espiritual y lo trascendente pero desprecia lo material y lo histórico. Y así nacen una serie de problemas:

   1. La simbólica de lo Uno dificultará integrar tanto el misterio de la Trinidad (con sus Tres Personas Divinas) como el misterio de la Encarnación (con sus dos naturalezas unidas “sin confusión y sin división” o sea, en comunión) y todo esto dificultará mucho la comprensión y la vivencia de la Iglesia como comunión (unidad en la diversidad).

   2. El acento intelectualista (gnosticismo) dificultará dar la primacía a la caridad, como hace Jesús con su doble mandamiento del amor a Dios y al prójimo (Mt 22.37ss) y como expone Pablo en 1 Cor 13.

   3. Los dos elementos anteriores harán que se tienda a plantear la vida cristiana de modo individualista (el creyente individual con su intelecto iluminado) y con un acento elitista.

   4. Esto se refuerza con el modo de entender el progreso espiritual en el neoplatonismo: la tensión hacia el “más allá” (espiritual y trascendente) por medio de un ascenso espiritual y su simbólica del espacio vertical tiende a sustituir la peregrinación histórica hacia la escatología y su simbólica del tiempo salvífico con su componente comunitaria: el Pueblo peregrino de Dios.

   5. Y el dualismo de estas filosofías reforzará aún más el individualismo, espiritualismo, elitismo y ausencia de compromiso profético con la historia, planteando como buena una “fuga del mundo” (“salva tu alma”).

   6. Finalmente, la simbólica del espacio vertical del neoplatonismo (y su dualismo) establecen una serie de mediaciones jerárquicas tanto para posibilitar el ascenso espiritual “hacia arriba” como para separar a la divinidad de la materia (que es mala y debe quedar alejada de Dios).[2]

   7. La combinación de jerarquía, mediación y elitismo será un ámbito propicio para una creciente “sacerdotalización” de la Iglesia (recordemos que hasta el Vaticano II había siete órdenes sagrados). Nada de esto se percibe en el Nuevo Testamento en el cual ‒como dice Raymond Brown‒ los ministros de la iglesia nunca son llamados “sacerdotes”; y en el cual tampoco existe la palabra “jerarquía”.[3]

   Para ser breves, digamos que mucho de esto recrudecerá en el segundo milenio de la Iglesia, en el cual la tendencia gregoriana tenderá a una centralización y verticalismos crecientes en la Iglesia.

   En este contexto, la propuesta de una Iglesia sinodal que nos hace Francisco supone un hecho histórico de máxima importancia: se nos propone volver al estilo que vemos en la historia salvífica: el Pueblo peregrino de Dios en la historia, que integra en su seno a hermanos con distintos carismas y en distintas etapas de su madurez cristiana que se ayudan a caminar juntos, mientras incorporan con su caminar misionero a los que todavía no son creyentes…

   Seguiremos profundizando sobre esto en las notas siguientes, si la Trinidad sigue queriendo…


2. Sinodalidad es “comunión y misión” a imagen de la Trinidad

   Seguimos comentando el documento que en marzo del año pasado presentó la Comisión Teológica Internacional (CTI) sobre “La sinodalidad en la vida y en la misión de la Iglesia”, documento aprobado por Francisco.

   Comenzando a desarrollar el tema, el documento sobre la sinodalidad de la Comisión Teológica Internacional nos dice: “«Sínodo» es una palabra antigua muy venerada por la Tradición de la Iglesia, cuyo significado se asocia con los contenidos más profundos de la Revelación. Compuesta por la preposición syn, y el sustantivo odós, indica el camino que recorren juntos los miembros del Pueblo de Dios” (CTI, Sinodalidad, n° 3).

   La preposición syn la conocemos pues está en muchas palabras de nuestro idioma: síntesis, símbolo, sinfonía, sintonía, simetría, simpatía… y siempre implica unión. El sustantivo odós es menos común en palabras castellanas, y significa “camino”. Con lo cual vemos que la palabra “sínodo” tiene la capacidad de integrar en un solo vocablo los dos aspectos fundamentales de la Iglesia: comunión y misión. Implica unión hacia adentro de la comunidad, y “una Iglesia en salida” hacia los caminos del  mundo.

   Y recordemos que comunión y misión también son dinamismos que nos ayudan a acercarnos al misterio de la misma Trinidad divina: la Trinidad que es Comunión Eterna en sí misma, se vuelve misionera con el envío del Hijo primero, y del Espíritu Paráclito después. Y por eso siempre tenemos que recordar que la realidad de la misión es ‒en primer lugar‒ una gracia y una acción de origen divino, en la cual modestamente nos integramos aquellos que somos llamados, para colaborar en la incorporación a esta comunión de aquellos que son llamados después de nosotros.

   Incluso, más concretamente aún, “sínodo” indica que somos Pueblo peregrino que mientras camina se mantiene unido, y va invitando a integrarse en su comunión a aquellos con quienes se encuentra en su caminar hacia la Casa del Padre. De hecho, como también recuerda el documento que estamos comentando, antes de llamarse “cristianismo” a nuestra fe y religión se la conoció como “el Camino” y sus seguidores como “«los discípulos del camino» (cfr. Hch 9,2; 19,9.23; 22,4; 24,14.22)” (CTI, Sinodalidad, n° 3b).

   Y el camino y la peregrinación implican también un doble aspecto interesante: la situación de peregrinación, de estar en camino, implica precariedad, vulnerabilidad, y un estado incompleto… que se completará con la llegada a la meta. Pero –complementariamente‒ implica compromiso con el camino, fidelidad a una orientación, esfuerzo sostenido por llegar a la meta. Dicho de otro modo: entre el extremo de una moral rigorista que exige una perfección actual a todos y el extremo opuesto de una moral laxa en la que “todo da lo mismo”, el peregrino se reconoce incompleto y frágil pero aun así –confiado en la gracia de Dios‒ se compromete en seguir fielmente a Jesús.

   Siguiendo con el análisis y la historia de la palabra, el documento nos sigue diciendo en su número 4: “La palabra griega sýnodos se traduce en latín como synodus o concilium… «concilio» enriquece el contenido semántico de «sínodo» porque se relaciona con el hebreo qahal – la asamblea convocada por el Señor – y con su traducción en griego ekklesía, que en el Nuevo Testamento designa la convocación escatológica del Pueblo de Dios en Cristo Jesús.”

   Con lo cual vemos que sínodo ‒y sobre todo una vivencia sinodal de la vida cristiana‒ nos introduce de lleno en el misterio de la Iglesia: convocación realizada por el Señor que llama (ekklesía) que constituye a “los que no eran pueblo” en Pueblo peregrino y celebrante de Dios (qahal), en el que se convive como asamblea organizada (concilium) caminando en comunión y misión (sýnodos).

   Y por eso ‒alcanzando la cumbre de su Introducción‒ el documento dice en su número 6:

“En efecto, la eclesiología del Pueblo de Dios destaca la común dignidad y misión de todos los bautizados en el ejercicio de la multiforme y ordenada riqueza de sus carismas, de su vocación, de sus ministerios. El concepto de comunión expresa en este contexto la sustancia profunda del misterio y de la misión de la Iglesia, que tiene su fuente y su cumbre en el banquete eucarístico. Este concepto designa la realidad profunda (res) del signo que es la Iglesia (Sacramentum Ecclesiae): la unión con Dios Trinidad y la unidad entre las personas humanas que se realiza mediante el Espíritu Santo en Cristo Jesús. La sinodalidad, en este contexto eclesiológico, indica la específica forma de vivir y obrar (modus vivendi et operandi) de la Iglesia Pueblo de Dios que manifiesta y realiza en concreto su ser comunión en el caminar juntos, en el reunirse en asamblea y en el participar activamente de todos sus miembros en su misión evangelizadora”.

   Que el Espíritu Paráclito ‒que es el Don por excelencia y la Comunión en Persona‒ nos conceda ser fieles a este llamado, en esta hora de la historia y de la Iglesia…

 

3. “Sinodalidad” expresa y realiza la comunión en sus distintas formas

   Continuamos comentando el documento de la Comisión Teológica Internacional (CTI) “La sinodalidad en la vida y en la misión de la Iglesia”, aprobado por Francisco y que expresa la orientación teológica y pastoral que él quiere dar a la Iglesia, en continuidad con el Vaticano II:

    “Este es el umbral de novedad que el Papa Francisco invita a atravesar. En la línea trazada por el Vaticano II y recorrida por sus predecesores, él señala que la sinodalidad expresa la figura de Iglesia que brota del Evangelio de Jesús y que hoy está llamada a encarnarse en la historia, en creativa fidelidad a la Tradición” (n° 9a).

   Y “los frutos de la renovación propiciados por el Vaticano II en la promoción de la comunión eclesial, de la colegialidad episcopal… para llevar a cabo una pertinente figura sinodal de Iglesia… requiere principios teológicos claros y orientaciones pastorales incisivas” (n° 8).

   En este sentido y “en conformidad con la enseñanza de la Lumen gentium, el Papa Francisco destaca en particular que la sinodalidad «nos ofrece el marco interpretativo más adecuado para comprender el mismo ministerio jerárquico»” y que “todos los miembros de la Iglesia son sujetos activos de la evangelización. Se sigue de esto que la puesta en acción de una Iglesia sinodal es el presupuesto indispensable para un nuevo impulso misionero que involucre a todo el Pueblo de Dios” (n° 9b).

  Finalmente se indica que la figura sinodal de la Iglesia que nos abre a una comprensión y una “promoción de la comunión eclesial, de la colegialidad episcopal” (n° 8) también “está en el corazón del compromiso ecuménico de los cristianos… porque ofrece –correctamente entendida– una comprensión y una experiencia de la Iglesia en la que pueden encontrar lugar las legítimas diversidades en la lógica de un recíproco intercambio de dones a la luz de la verdad” (n° 9c).

   En el conjunto de estos textos podemos ver que la sinodalidad recoge las distintas formas de comunión que articulan la riqueza de la experiencia eclesial, tal como ya nos había mostrado el Concilio Vaticano II, sobre todo (pero no sólo) en Lumen Gentium: comunión eclesial, colegialidad episcopal, compromiso ecuménico. Junto con esto, se precisa que en esta Iglesia sinodal, el ministerio jerárquico se comprende como un servicio al Pueblo de Dios, y que todos en él estamos llamados a ser sujetos activos, también de un nuevo impulso misionero que involucre a todos.

   Y recordemos que “comunión” es “unidad en la diversidad” tal como se presupone en todos estos textos y se explicita al final del número 9 cuando se habla de “legítimas diversidades” en una “lógica del intercambio recíproco”.

   Con esto, vuelve a vislumbrarse el modelo supremo que es la Trinidad, en la cual la diversidad de las personas divinas que “son realmente distintas entre sí” (CCE 254) se basa en su “comunión consustancial” (CCE 248) y se consuma en su comunión de amor, porque “"Dios es Amor" (1 Jn 4,8.16); el ser mismo de Dios es Amor. Al enviar en la plenitud de los tiempos a su Hijo único y al Espíritu de Amor, Dios revela su secreto más íntimo (Cf. 1 Cor 2,7-16; Ef 3,9-12); él mismo es una eterna comunicación de amor: Padre, Hijo y Espíritu Santo, y nos ha destinado a participar en Él” (CCE 221).

   Por eso, el aspecto más profundo del misterio de la Iglesia es ser signo e instrumento de comunión, como decía Lumen Gentium en su mismísimo número 1 es: “La Iglesia es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano "(LG 1): Ser el sacramento de la unión íntima de los hombres con Dios es el primer fin de la Iglesia. Como la comunión de los hombres radica en la unión con Dios, la Iglesia es también el sacramento de la unidad del género humano…” (CCE 775).

   Y, por eso, “en la Iglesia esta comunión de los hombres con Dios por "la caridad que no pasará jamás"(1 Co 13, 8) es la finalidad que ordena todo lo que en ella es medio sacramental ligado a este mundo que pasa (Cf. LG 48). "Su estructura está totalmente ordenada a la santidad de los miembros de Cristo. Y la santidad se aprecia en función del “gran Misterio” en el que la Esposa responde con el don del amor al don del Esposo" (MD 27). María nos precede a todos en la santidad que es el Misterio de la Iglesia como la "Esposa sin tacha ni arruga" (Ef 5, 27). Por eso la dimensión mariana de la Iglesia precede a su dimensión petrina" (Ibíd.)”  (CCE 773).

   Este último texto que cita el Catecismo de la Iglesia Católica y que procede de Mulieris dignitatem, el documento de San Juan Pablo II sobre la dignidad de la mujer, es uno de los grandes textos que muestran al ministerio jerárquico como servicio al conjunto del Pueblo de Dios: aquí “Pedro” simboliza el ministerio jerárquico y “María” simboliza la santidad que se expresa en la fe, esperanza y amor y nos pone en comunión con las Personas Divinas. Y lo que dice el texto es que “Pedro” trabaja para “María” y por eso “eso la dimensión mariana de la Iglesia precede a su dimensión petrina”.

   También este texto entonces ilustra lo que poníamos en nuestra primera cita: no sólo el Vaticano II sino también “los predecesores” de Francisco nos estaban ya invitando a vivir en una Iglesia sinodal a imagen de la Trinidad.[4]

 

4. La sinodalidad en la Escritura, en la Tradición, en la Historia

   Con este mismo título comienza el primer capítulo del documento de la Comisión Teológica Internacional (CTI) sobre “La sinodalidad en la vida y en la misión de la Iglesia”, aprobado por Francisco y publicado hace poco más de un año.

   Allí se comienza diciendo que “Los datos normativos de la vida sinodal de la Iglesia que se encuentran en la Escritura y en la Tradición atestiguan que en el centro del diseño divino de salvación resplandece la vocación a la unión con Dios y a la unidad en Él de todo el género humano…” (n° 10). De este modo, se pone bajo el signo de la común-unión el sentido y orientación de toda la historia de la salvación. Y en esa historia salvífica, nos sigue diciendo el documento se “ofrecen… los principios teológicos que deben animar y regular la vida, las estructuras, los procesos y los acontecimientos sinodales”. Con lo cual vemos una comprensión muy profunda de la Palabra de Dios que siguiendo el curso de la historia como profecía (la vida sinodal de la Iglesia), también incluye núcleos de sabiduría (principios teológicos).[5]

   La Palabra de Dios no es un libro de Sabiduría que incluye algunos elementos históricos: la línea de base es la historia, la vida, el drama, las relaciones interpersonales, y allí se incluye la verdad que aparece ‒sobre todo‒ como verdad-fidelidad en las relaciones interpersonales (“emeth”: véase CCE 214 y 215) y no como verdad intelectual (relación del hombre con el ser y las cosas: filosofía y ciencias)… aspectos que son buenos, pero que no alcanzan para dar cuenta de la comunión interpersonal que son la Trinidad, la humanidad, la Iglesia, etc…

   Y comenzando por el Antiguo Testamento, el documento nos muestra distintos aspectos de la sinodalidad:

   ‒ “Dios creó al ser humano, varón y mujer, a su imagen y semejanza como un ser social” y si bien “el pecado insidia la realización del proyecto divino, rompiendo la ordenada red de relaciones” con que el Creador trama toda su obra, “Dios, en la riqueza de su misericordia, confirma y renueva la alianza para reconducir al sendero de la unidad” (n° 12).[6]

   ‒ “En la realización de su designio, Dios convocó a Abraham y a su descendencia… Esta convocación, expresada con el término edah– qahal que con frecuencia se traduce en griego con ekklesía fue sancionada en el pacto de alianza en el Sinaí y es la forma originaria en la que se manifiesta la vocación sinodal del Pueblo de Dios”. (n° 13a).

   ‒ Y hay que hacer notar que “en el centro de la asamblea, como único guía y pastor, está el Señor que se hace presente a través del ministerio de Moisés a quien se asocian otros de modo subordinado y colegial: los Jueces, los Ancianos, los Levitas. La asamblea del Pueblo de Dios comprende no sólo a los varones, sino también a las mujeres y a los niños, como también a los forasteros” (n° 13b). Con esto se ven varias coordenadas de la sinodalidad: la centralidad de Dios, el ministerio (diversificado y colegial) de los pastores, la presencia y la importancia de todos los miembros del Pueblo de Dios, en el cual cada uno actúa según su vocación, que es don de Dios para el servicio mutuo.

   ‒ “El mensaje de los Profetas inculca en el Pueblo de Dios la exigencia de caminar a lo largo de las travesías de la historia manteniéndose fieles a la alianza. Por eso los Profetas invitan a la conversión del corazón hacia Dios y a la justicia en las relaciones con el prójimo, especialmente con los más pobres” (n° 14a).

   ‒ Pero ante la experiencia de cómo la herida del pecado impide la realización de la comunión, “Dios promete que dará un corazón y un espíritu nuevos… entonces Él establecerá una nueva alianza, que ya no estará escrita sobre tablas de piedra sino sobre los corazones Esta se extenderá sobre horizontes universales, porque el Servidor del Señor reunirá a las naciones, y se sellará con la efusión del Espíritu del Señor sobre todos los miembros de su Pueblo” (n° 14b).

   En la próxima nota veremos que esta promesa que Dios hace por medio de los profetas, se realiza en el envío de su Hijo y en el don del Espíritu Paráclito.

 

5. “Sinodalidad” en la persona, la vida y el mensaje de Jesús  

   Continuamos con nuestro comentario del documento “La sinodalidad en la vida y en la misión de la Iglesia”.

   En el artículo anterior terminábamos con el anuncio profético de una Nueva Alianza. Por eso, el texto sigue diciendo: “Dios realiza la Nueva Alianza prometida en Jesús de Nazaret, el Mesías y Señor, que con su kérygma, su vida y su persona revela que Dios es comunión de amor que con su gracia y misericordia quiere abrazar en la unidad a la humanidad entera” (15a).

   Aquí se presenta, como es clásico desde Dei Verbum, la revelación como una sinergia de obras y palabras que expresan y realizan la salvación. Distinguiendo los planos vemos que nociones como “kérygma” y “revela” se refieren el plano expresivo, y nociones como “Nueva Alianza”, “comunión de amor”, “gracia y misericordia”, “abrazar”, “unidad”, se refieren a la realización de la salvación. Y como se puede ver fácilmente, todas estas nociones se vinculan con la sinodalidad.

   El siguiente párrafo (15b) se remonta al origen eterno del Hijo y a su relación eterna en la comunión en la Trinidad: “Él es el Hijo de Dios, proyectado desde la eternidad en el amor hacia el seno del Padre…”. Con esto, el texto sigue el esquema que se ha hecho habitual en la teología contemporánea desde fines de los 60, de la mano de G. Lafont y H. U. von Balthasar y que ­–de alguna manera­– había anticipado K. Rahner con su famoso “axioma fundamental” a principios de la misma década.[7] El esquema de tres momentos es:

   - comenzar el discurso teológico desde la historia de la salvación que alcanza su cumbre en la venida del Hijo y el don del Espíritu,

   - para luego elevarse a la contemplación de la Trinidad en la eternidad,

   - y volver luego a la historia para hacer una “lectura trinitaria” de las realidades creadas y de la historia salvífica.

   Aquí nuestro texto arrancó con la actividad reveladora y salvífica de Jesús en su vida pública (15a), se remonta ahora a la existencia trinitaria eterna del Hijo (15b) para volver a la historia de Jesús que se prolonga en la Iglesia (15c).

   Analicemos algunos elementos del texto. El párrafo 15b se articula con muchas citas bíblicas, casi todas ellas joánicas dado que su evangelio es el que más destaca el origen eterno de Jesús y su relación con el Padre y con el Paráclito.[8] En ese contexto ­–y, justamente, por su relación con las otras dos Personas de la Trinidad­– el texto afirma que  Jesús nunca obra solo. Usando el concepto central de nuestro texto podríamos decir que le existencia y la acción de Jesús son sinodales en su misma esencia.

   Y, como indicábamos recién, el párrafo 15c vuelve de lleno a la acción salvífica de la Trinidad en la historia: “El designio del Padre se cumple escatológicamente en la pascua de Jesús, cuando Él da su vida para retomarla nueva en la resurrección (cfr. Jn 10,17) y participarla como vida filial y fraterna a sus discípulos en la efusión «sin medida» del Espíritu Santo (cfr. Jn 3,34)”. Por esta acción trinitaria surge la Iglesia como la comunidad de los que creen en Jesús, reciben el Espíritu y son configurados con Jesús por el Bautismo y la Eucaristía. De este modo se empieza a cumplir aquello por lo que oró Jesús en la Última Cena: “La obra de la salvación es la unidad” de sus discípulos a imagen de la Trinidad: “Como tú, Padre, estás en mí y yo estoy en ti, que ellos también estén en nosotros para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17,21)”.

   Y el número 16, teniendo como telón de fondo el relato lucano de “los discípulos de Emaús” profundiza en la dimensión trinitaria, eclesial y salvífica diciéndonos: “Jesús es el peregrino que proclama la buena noticia del Reino de Dios anunciando «el camino de Dios» y señalando la dirección. Más aun, Él mismo es «el camino» que conduce al Padre, comunicando a los hombres, en el Espíritu Santo, la verdad y la vida de la comunión con Dios y los hermanos”. Y por eso, “Vivir la comunión de acuerdo con la dimensión del mandamiento nuevo de Jesús significa caminar juntos en la historia como Pueblo de Dios de la nueva alianza de manera correspondiente con el don recibido”.

   Como nos muestra el relato de Lucas, Jesús nos acompaña en la historia, haciendo que arda nuestro corazón con su Palabra y nutriéndonos con su Pan compartido…

 

6. La sinodalidad en la Iglesia del Nuevo Testamento

   Seguimos revisando la sección teológica del documento sobre la “La sinodalidad en la vida y en la misión de la Iglesia”.

   Después de habernos mostrado como Jesús vive, enseña y hace sinodalidad durante su vida terrena, el documento avanza y nos muestra cómo luego Jesús Resucitado comunica a la Iglesia dones, ministerios y carismas para la edificación de la comunidad.

   El documento destaca dos palabras clave que aparecen en el Nuevo Testamento para expresar aquello que Jesús tuvo durante su vida terrena y luego comunica a sus discípulos: exousía y dýnamis. Justamente son las dos palabras que hice notar en mi artículo de noviembre de 2017. En aquel momento las destacaba en relación a la transformación estructural de la Iglesia y las explicaba así: “exousía” (autoridad que surge desde una plenitud del ser) o “dýnamis” (dinamismo vital y relacional); en oposición a la fuerza bruta que se expresan como “krátos” (poder) o “isjýs” (fuerza). Aquí el documento las propone desde la misma lógica del poder entendido como servicio.El documento las explica así: “poder que Jesús recibió del Padre para comunicar la salvación” que “consiste en la comunicación de la gracia que nos hace «hijos de Dios»”  (17a).

   Por eso, “los Apóstoles reciben la exousía del Señor resucitado, que los envía para que hagan discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a observar todo lo que Él ha ordenado”. Y también “de ella participan, por la fuerza del Bautismo, todos los miembros del Pueblo de Dios” que han “recibido «la unción del Espíritu Santo»” (17b).

   De esta comunicación que hace el Resucitado por medio del Espíritu surgen las distintas vocaciones que hay en la Iglesia: La exousía del Señor resucitado se expresa en la Iglesia mediante la pluralidad de los dones espirituales (tá pneumatiká) o carismas (ta jarísmata) que el Espíritu otorga en el seno del Pueblo de Dios para edificación del único Cuerpo de Cristo” (18a). Con esto el documento hace una opción clara: la Iglesia está conducida por la Trinidad y su estructura y dinamismos surgen de los dones que las propias Personas divinas conceden a cada bautizado. Podríamos decir que ‒en la misma línea que muestran Los Hechos de los Apóstoles‒ el dirigente de la Iglesia hoy es el Espíritu Santo, y todos los cristianos estamos a la escucha obediente de sus indicaciones.

   Esto no significa que la Iglesia sea una anarquía, pues el organismo eclesial tiene “una táxis (orden) objetiva, de modo que puedan desarrollarse en armonía y producir los frutos destinados para beneficio de todos” y un “primer lugar entre [los carismas] es el de los Apóstoles entre los cuales Jesús otorgó un papel peculiar y preeminente a Simón Pedro” (18a).

   Así como el cuerpo tiene muchos miembros y órganos y todos conforman un sólo cuerpo y se sirven mutuamente, así también hay un orden armónico en la configuración eclesial que depende de dos factores: la sabiduría divina del Espíritu que otorga sus dones de acuerdo a este diseño y dinamismo que surgen de la Trinidad (este sería el factor divino) y “la lógica de la sumisión recíproca y del mutuo servicio: porque el don supremo y regulador de todos es la caridad” (18b)… y este es el factor humano. O sea: la sabiduría de Dios nos regala dones que están pensados desde Dios con una armonía sinodal… y también depende de nuestra capacidad de amor, de humildad y de servicialidad que la Iglesia sea una verdadera familia de Dios.

   Y el número siguiente del documento nos vuelve a ilustrar esta Iglesia sinodal con textos de Los Hechos de los Apóstoles mostrándonos que “el protagonista que guía y orienta en este camino es el Espíritu Santo” y “los discípulos, en el ejercicio de sus respectivos roles, tienen la responsabilidad de ponerse en actitud de escuchas de su voz para discernir el camino que se debe seguir” (19). De nuevo: el factor divino y el factor humano que son la sinergía sinodal que permite que la Iglesia sea signo e instrumento de la presencia y de la acción de Dios en el mundo. Y el mismo texto nos muestra ejemplos: la elección de los Siete (Hch 6) y “el discernimiento de la cuestión crucial de la misión entre los paganos” (Hch 10).

   Pero el documento presta especial atención al “Concilio de Jerusalén” al que dedica cuatro números (20 al 23). La razón de esta atención especial es que este “acontecimiento sinodal… a lo largo de los siglos, será interpretado como la la figura paradigmática de los Sínodos celebrados por la Iglesia” a lo largo de los siglos” (20). Allí se nos describe una reunión en la que no se teme una “discusión viva y abierta” y se nos muestra una “Iglesia firmemente enraizada en el designio de Dios y al mismo tiempo abierta a sus nuevas manifestaciones en el desarrollo progresivo de la historia de la salvación” (20). En este “proceso todos son actores, aunque su papel y contribución son diversificados” y “la inicial diversidad de opiniones y la vivacidad del debate fueron encauzados, con la recíproca escucha del Espíritu Santo, hacia aquel consenso y unanimidad” (21). Y en todo esto se manifiesta “la Iglesia como Cuerpo de Cristo, para expresar tanto la unidad del organismo como la diversidad de sus miembros” (22).

 

 

7. La Sinodalidad en los Padres y la Tradición en el primer milenio

   Seguimos revisando la sección teológica del documento sobre la “La sinodalidad en la vida y en la misión de la Iglesia”, el cual ‒después de habernos mostrado como Jesús vive, enseña y hace sinodalidad durante su vida terrena y ya resucitado comunica a la Iglesia dones, ministerios y carismas para la edificación de la comunidad‒ ahora el texto avanza en su exposición histórica hacia la época post-apostólica.

   Y aquí también “la sinodalidad se manifiesta desde el comienzo como garantía y encarnación de la fidelidad creativa de la Iglesia a su origen apostólico y a su vocación católica” (24) en la peregrinación del Pueblo de Dios por la historia hacia la Casa del Padre. En esta sinodalidad se concreta la “unidad en la diversidad” que se realiza en los distintos momentos y lugares a lo largo del primer milenio.

   A comienzos del Siglo II, San Ignacio de Antioquía (quien muere mártir en Roma hacia el año 107) nos da testimonio de esta sinodalidad que continúa lo que hemos visto en la vida de la Iglesia testimoniada en la Biblia. Así, Ignacio en su Carta a los Efesios, les dice que ellos son “synodoi”, es decir, “compañeros de viaje, en virtud de la dignidad bautismal y de la amistad con Cristo… Destaca además el orden divino que compagina la Iglesia… llamada a entonar las alabanzas de la unidad a Dios Padre en Cristo Jesús”. Ignacio también muestra que “el colegio de los Presbíteros es el consejo del Obispo” y que “todos los miembros de la comunidad, cada uno por su parte, están llamados a edificarla”. Esta sinodalidad se manifiesta y realiza “en la asamblea eucarística… alimentando la conciencia y la esperanza de que al final de la historia Dios reunirá en su Reino a todas las comunidades que ahora lo viven y celebran en la fe” (25a).

   A mediados del Siglo III, San Cipriano, obispo de Cartago († 258) “formula el principio episcopal y sinodal que debe regir la vida y la misión en nivel local y universal: si es verdad que en la Iglesia local nada se hace sin el Obispo, es también verdad que nada se hace sin el consejo de los presbíteros y diáconos y sin el consentimiento del pueblo” (25b). De esta manera, la sinodalidad se realiza en comunión: una “unidad en la diversidad” donde cada miembro actúa según su don y carisma, para beneficio de toda la comunidad.

   Por eso, se puede decir que “la fidelidad a la doctrina apostólica y la celebración de la Eucaristía bajo la guía del Obispo, sucesor de los Apóstoles, el ejercicio ordenado de los diversos ministerios y el primado de la comunión en el recíproco servicio para alabanza y gloria de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo: estos son los rasgos distintivos de la verdadera Iglesia” (25b). Y, si los analizamos, vemos que todos los elementos son signos e instrumentos de comunión sinodal: con la época apostólica fundacional; en la eucaristía recibida de los Apóstoles y celebrada en el presente y “hasta que Jesús vuelva”; en los ministerios diversos; y en la referencia última a la Comunión que es la Trinidad.

   En este contexto, en “los Sínodos que se celebran periódicamente a partir del siglo III a nivel diocesano y provincial se tratan las cuestiones de disciplina, culto y doctrina que se presentan en el ámbito local”; y en todo esto “se tiene firme convicción de que las decisiones que se adoptan son expresión de la comunión con todas las Iglesias” porque “cada Iglesia local es expresión de la Iglesia una y católica”. Todo esto se concreta y “se manifiesta mediante la comunicación de las cartas sinodales, las colecciones de los cánones sinodales transmitidas a las otras Iglesias, el pedido del reconocimiento recíproco entre las diversas sedes, y el intercambio de delegaciones que a menudo implica viajes fatigosos y peligrosos” (28a).

   A partir del Siglo IV, “se forman provincias eclesiásticas que manifiestan y promueven la comunión entre las Iglesias locales y que están presididas por un Metropolita. En vista de deliberaciones comunes se realizan sínodos provinciales como instrumentos específicos de ejercicio de la sinodalidad eclesial” (26a).

   En ese contexto, el “concilio de Nicea (325) reconoce a las sedes de Roma, Alejandría y Antioquía una preeminencia y una primacía a nivel regional”; en el “Concilio de Constantinopla (381) se añade la sede de Constantinopla a la lista de las sedes principales” y en el “concilio de Calcedonia (451)… la sede de Jerusalén es asociada a la lista. Esta pentarquía es considerada en Oriente como forma y garantía del ejercicio de la comunión y de la sinodalidad entre estas cinco sedes apostólicas” (26b).

   Respecto de Roma en particular, “la Iglesia en Occidente, reconociendo el rol de los Patriarcados de Oriente, no considera la Iglesia de Roma como un Patriarcado entre los otros, sino que le atribuye un primado específico en el seno de la Iglesia universal” (26c). Por eso, “desde el principio la Iglesia de Roma goza de singular consideración, en virtud del martirio que allí padecieron los apóstoles Pedro y Pablo. El Obispo de Roma es reconocido como sucesor de Pedro” quien ejerce su ministerio “en servicio de la comunión entre las Iglesias”; por eso “las demás Iglesias… se dirigen a Roma para dirimir las controversias” (28b).

   En todo este panorama vemos la sinodalidad que se expresa en “la synfonía (= armonía) entre los jefes de las diversas Iglesias, la synergía (= actuación conjunta) del Obispo de Roma, la synfróneses (= común acuerdo) de los demás Patriarcas y el acuerdo de su enseñanza con la de los Concilios precedentes” (29).

 

8. El desarrollo de la praxis sinodal en el II milenio (1ª Parte)

   Al principio del segundo milenio se produce la ruptura de la comunión entre la Iglesia de Constantinopla y la Iglesia de Roma, que derivará en prácticas distintas de la sinodalidad en ambas partes. Oriente conservó la Tradición sinodal de los Padres aplicada en múltiples niveles de la vida de la Iglesia, incluido “un Sínodo permanente, conocido desde el siglo IV también en Alejandría y Antioquía, con asambleas regulares para examinar las cuestiones litúrgicas, canónicas y prácticas… En las Iglesias Ortodoxas, la praxis del Sínodo permanente continúa viva hasta la actualidad” (CTI, Sinodalidad n° 31).

   En cambio, en Occidente la situación era otra: “En la Iglesia católica la reforma gregoriana y la lucha por la  libertad de la Iglesia frente al poder político contribuyeron a la afirmación de la autoridad primacial del Papa. Si por una parte se liberó a los Obispos de la subordinación al Emperador, por otra –si no era bien entendida- introducía el peligro de debilitar la conciencia de las Iglesias locales” (n° 32a). Un efecto de esto es que, pese a algunas prácticas sinodales en Occidente, no fue este el modo eclesial que se privilegió.

   Además, en la primera mitad de este milenio las prácticas sinodales incluían la presencia del poder político que, a veces, incluso presidía la reunión (cf. n° 32b y 33a). Hubo algunos “ejemplos de revitalización de la praxis sinodal en el sentido más amplio del término” particularmente en la vida religiosa: “por ejemplo lo realizado por los Monjes de Cluny” y en  “las Órdenes mendicantes” (33b).

   Ya en la segunda mitad del milenio, hubo cambios en Occidente: “la Iglesia católica, como respuesta a la crisis producida por la reforma protestante, celebró el Concilio de Trento. Es el primer Concilio de la modernidad que se distingue por algunas características: …se privilegia la participación de los Obispos junto a los Superiores de las Órdenes religiosas y de las Congregaciones monásticas, mientras que los legados de los Príncipes, aunque participan de las sesiones, no tienen derecho al voto” (35a, cf. 32b). El Concilio de Trento promovió los sínodos diocesanos y provinciales para impulsar la reforma tridentina: San Carlos Borromeo en Milán y Santo Toribio de Mogrovejo en Lima se destacaron en esta praxis sinodal convocando numerosos sínodos; y también hubo “tres Concilios provinciales en México en el mismo siglo” (35b).

   No obstante, esto no promovió una comunión eclesial tal como la entendemos hoy: “Los Sínodos diocesanos y provinciales celebrados a partir del Concilio de Trento no tenían como objeto, según la cultura del tiempo, suscitar la corresponsabilidad activa de todo el Pueblo de Dios… sino transmitir y poner en práctica normas y disposiciones. La reacción apologética ante… la reforma protestante y… el pensamiento moderno, acentuó la visión «jerarcológica» de la Iglesia como sociedad perfecta y de desigualesllegando a identificar a los Pastores –teniendo en su vértice al Papa– con la «Iglesia docente» y al resto del Pueblo de Dios con la «Iglesia discípula»” (35c).

   Y así como el cisma de Oriente dividió la praxis sinodal al principio de este milenio, la reforma protestante la dividió a mediados del mismo:

   1) “Según la confesión luterana, el gobierno sinodal de las comunidades eclesiales… es tenida como la estructura que está más de acuerdo con la vida de la Comunidad cristiana. Todos los fieles están llamados a tomar parte en la elección de los ministros y de responsabilizarse de la fidelidad a la enseñanza del Evangelio y del orden eclesiástico. En general, esta prerrogativa es ejercida por los gobernantes civiles, y en el pasado ha dado vida a un régimen de estrecho vínculo con el Estado” (36b).

   2) “En las Comunidades eclesiales de tradición reformada se afirma la doctrina de los cuatro ministerios (pastores, doctores, presbíteros, diáconos) de Juan Calvino, según la cual la figura del presbítero representa la dignidad y los poderes conferidos a todos los fieles con el Bautismo. Los presbíteros, junto con los pastores, son por esto los responsables de la comunidad local, mientras que la praxis sinodal prevé la presencia en forma de asamblea de los doctores, de los otros ministros y de una mayoría de fieles laicos”. (36c).

   3) “La praxis sinodal es una constante en la vida de la Comunión Anglicana en todos los niveles –local, nacional e internacional. La expresión según la cual es “gobernada sinodalmente, pero conducida episcopalmente”, no intenta indicar simplemente una división entre el poder legislativo (propio de los Sínodos, en el que participan todos los componentes del Pueblo de Dios) y el poder ejecutivo (específico de los Obispos), sino más bien la sinergia entre el carisma y la autoridad personal de los Obispos, por una parte, y por otra, el don del Espíritu Santo derramado sobre toda la comunidad” (36d).

   En el próximo artículo veremos cómo siguió la historia, si Dios sigue queriendo…

 

9. El desarrollo de la praxis sinodal en el II milenio (2ª Parte)

   Llegados al Siglo XIX vemos que “el Concilio Vaticano I (1869-1870) estableció la doctrina del primado y de la infalibilidad del Papa… «Pedro… fue instituido para siempre el principio y fundamento, perpetuo y visible de la unidad de la fe y de la comunión»” y “es presentado por el Concilio como el ministerio puesto como garantía de la unidad e indivisibilidad del episcopado para servicio de la fe del Pueblo de Dios” (37a). Esto, por otra parte “no hace superfluo el consentimiento de la Iglesia…” (37b). Aquí vemos dos afirmaciones principales en relación con la sinodalidad: el primado y la infalibilidad del Sucesor de Pedro son interpretados como “ministerio” y “servicio” para la comunión de la Iglesia y el consentimiento de la Iglesia es un elemento relevante de ese mismo ministerio. Por eso, este mismo n°37 menciona los dos casos de consulta al Pueblo de Dios hechos por Pio IX y Pio XII antes de proceder a definiciones dogmáticas.

   Siguiendo con la creciente conciencia sinodal que el Espíritu fue despertando en la reciente vida de la Iglesia, se mencionan “algunas voces proféticas como Johann Adam Möhler (1796-1838), Antonio Rosmini (1797-1855) y John Henry Newman (1801-1890), que se remiten a los documentos normativos de la Escritura y de la Tradición” (38a). Ellos destacan “como primaria y fundante, en la vida de la Iglesia, la dimensión de la comunión que implica una ordenada práctica sinodal en varios niveles, con la valorización del sensus fidei fidelium”. Esto también se vincula con dos relaciones “hacia afuera” de la Iglesia católica: por un lado, los vínculos ecuménicos que empiezan a reactivarse y, por otro, la atención a la conciencia moderna que valora la participación de todos en la vida de la sociedad. Todo esto genera un nuevo clima, en el que se va incrementando “la renovación propiciada por los movimientos bíblico, litúrgico y patrístico”, que crecerán fuertemente a lo largo del Siglo XX, alcanzando un punto de maduración en el Concilio Vaticano II.

   En este contexto, a partir de la segunda mitad del Siglo XIX, aparece otra nueva experiencia de comunión: las Conferencias Episcopales. De este modo los obispos ‒que comienzan a agruparse dentro de las naciones en las que cumplen su ministerio‒ muestran su conciencia sinodal y la llevan a adelante una praxis concreta. Todo esto es “signo del despertar de una interpretación colegial del ejercicio del ministerio episcopal” (39a). También en la misma época, León XIII convoca en Roma un Concilio plenario latinoamericano (1899) en que participan los Metropolitanos de las provincias eclesiásticas del Continente (39b). Mientras tanto, “en el terreno de la teología y de la experiencia eclesial crece la conciencia de que «la Iglesia no se identifica con sus Pastores, que la Iglesia entera, por la acción del Espíritu Santo, es el sujeto o “el órgano” de la Tradición, y que los laicos tienen un rol activo en la transmisión de la fe apostólica»” (39c).

   Llegados a mediados del Siglo XX, vemos la cristalización de los impulsos que el Espíritu venía alentando en las décadas precedentes: “El Concilio ecuménico Vaticano II retomó el proyecto del Vaticano I y lo integró en la perspectiva de un “aggiornamento” complexivo, asumiendo los avances que habían ido madurando en los decenios precedentes y componiéndolos en una rica síntesis a la luz de la Tradición” (40a). En este contexto, se destacan particularmente el contenido de tres textos del Vaticano II:

   Lumen Gentium, sobre la Iglesia: “ilustra una visión de la naturaleza y misión de la Iglesia como comunión en la que se esbozan los presupuestos teológicos para una pertinente restauración de la sinodalidad: la concepción mistérica y sacramental de la Iglesia; su naturaleza de Pueblo de Dios peregrinante en la historia hacia la patria celestial, en el que todos los miembros, por el Bautismo, son marcados con la misma dignidad de hijos de Dios e investidos de la misma misión; la doctrina de la sacramentalidad del episcopado y de la colegialidad en comunión jerárquica con el Obispo de Roma” (40b).

   Christus Dominus, sobre los Obispos: “solicita a los Obispos que ejerzan en comunión con el presbiterio la tarea pastoral de la Iglesia que se les ha confiado… y formula la invitación para que en cada Diócesis se constituya un Consejo pastoral, en el que participen Presbíteros, Religiosos y Laicos. Se augura además, en el nivel de la comunión entre las Iglesias locales de una misma región, que la venerada institución de los Sínodos y de los Concilios provinciales retome nuevo vigor, y se invita a promover la institución de las Conferencias Episcopales” (40c).

   Orientalium ecclesiarum: se valorizan la institución patriarcal y su forma sinodal en relación con las Iglesias católicas orientales” (40d).

   Finalmente, en el posconcilio vemos que el mismo movimiento hacia la sinodalidad se sigue fortaleciendo: Pablo VI instituye el “Sínodo de los Obispos. Se trata de «un consejo estable de Obispos para la Iglesia universal»” (41a). Y Juan Pablo II haciendo un balance del camino recorrido hasta el año 2000 decía: “Se ha hecho mucho pero queda ciertamente aún mucho por hacer…” (41b).


10. El Sínodo Amazónico: un nuevo paso en la historia de la sinodalidad

   En los meses anteriores de este año estuvimos considerando la sección histórica del documento de la Comisión Teológica Internacional, aprobado por el Papa Francisco, sobre “La sinodalidad en la vida y en la misión de la Iglesia”. El documento desarrolla a continuación los aspecto teológicos del tema, que dada su extensión nos conviene dejar para la serie de notas del año próximo, si Dios sigue queriendo.

   Y parece providencial que justamente el mes pasado, en Roma, se ha escrito una nueva e importante página en la historia de la sinodalidad, al celebrarse durante 21 días el Sínodo para la Amazonia, que abre nuevas e importantes perspectivas.

   Este Sínodo ‒que se ha dado en llamar Panamazónico, pues abarcó 140 diócesis de 9 países‒ ha tenido una larga preparación de 6 años, con  dos años finales intensos hechos de consultas e intercambios con todos los implicados en la vida de la Iglesia en la Amazonia.

   Por otra parte, ha sido un sínodo especial. No solamente porque no pertenece a la serie de sínodos trienales que inauguró en 1967 el Santo Pablo VI como una consecuencia natural de las propuestas del Concilio Vaticano II, sino por su composición. Normalmente, participan de los sínodos ordinarios tres obispos designados por cada conferencia episcopal del mundo, en carácter de representantes de esa conferencia. En este caso, estuvieron presentes todos y cada uno de los obispos de cada diócesis del territorio amazónico: no fueron representantes, sino que cada uno actuó y votó en nombre de su diócesis. Podríamos decir que fue un “mini-concilio” que abarcó a las 140 diócesis de la Amazonia, además de otros 37 miembros del Sínodo que pertenecen en su mayoría a los dicasterios romanos. También, por supuesto, hubo teólogos y otros asesores y asistentes de distinto tipo, pero sin derecho a voto.

   La sinodalidad tiene al menos cuatro aspectos, que se han manifestado en este Sínodo Panamazónico:

   1. Es un estilo: es una forma de ser Iglesia, un modo de autocomprenderse y de actuar.

   2. Es un proceso: que tiene tres momentos

                   ‒ preparación: que, como dijimos en este caso ha sido larga y prolija,

                   ‒ celebración: los sínodos no se “realizan”: se “celebran”; palabra rica que conjuga lo festivo (se celebran fiestas), lo litúrgico-místico (se celebran los sagrados misterios) y la importancia histórica de lo que se está produciendo (un hecho célebre). Es el más breve de los tres momentos, pero con una intensidad concentrada.

                    ‒ aplicación: es el largo trabajo de realizar (y, a veces, como en este caso, terminar de definir para su realización) lo establecido en la celebración sinodal.

   3. Es la asamblea: sínodo, de modo concentrado, se llama al momento central que reúne presencialmente a los miembros implicados.

   4. Es unos instrumentos permanentes: consejos, estructuras de consulta y de trabajo, que encarnan la sinodalidad en los concretos momentos y lugares.

 

   El cuanto al texto, el documento final consta de una Introducción y una Conclusión, en medio de las cuales se desarrollan cinco capítulos:

Capítulo 1: Amazonía: de la escucha a la conversión integral

Capitulo 2: Nuevos caminos de conversión pastoral

Capitulo 3: Nuevos caminos de conversión cultural

Capitulo 4: Nuevos caminos de conversión ecológica

Capitulo 5: Nuevos caminos de conversión sinodal

   Como ya se puede ver en los títulos, es un documento que tiene un fuerte acento dinámico que mira al futuro de las iglesias: una conversión integral es un movimiento profundo y enérgico que recentra la peregrinación eclesial en su meta que es el Reino de Dios y Dios mismo. Y que los otros cuatro capítulos comiencen con la expresión “nuevos caminos” manifiesta esa apertura al futuro en el caminar del Pueblo de Dios.

   Más específicamente, que el principio del movimiento sea la escucha indica toda una eclesiología y toda una espiritualidad, que marcan el pontificado de Francisco: discernir la voluntad del Espíritu que dirige a la Iglesia, para realizarla lo más fielmente posible. La escucha presupone la disponibilidad, la servicialidad y la entrega… y nos hace pensar en María de la Anunciación. De hecho, el Espíritu Santo es mencionado 20 veces a lo largo del documento, algo que no ha sido usual en los documentos de la Iglesia hasta hace muy poco.

   Finalmente, señalamos algunas novedades históricas que se plantean para la región amazónica: que se configure con un nuevo rito (dentro de los más de 20 que tiene la Iglesia Católica) lo cual implica no sólo ‒por ejemplo‒ un misal o un ritual adaptados a su cultura, sino también elementos disciplinares que se podrían aplicar en la región. Dentro de estos, destacan dos: la  posibilidad de la existencia de diaconisas (n° 103 del documento final) y la posibilidad de la ordenación de hombres casados (n° 111). En ambos casos, no se piensa en algo inmediato ni masivo, pero abre un proceso de esos que le gustan a Francisco…

  


[1] G. Lafont, Histoire théologique de l´Église catholique. Itinéraire et formes de la théologie, Cerf, Paris, 1994.

[2] No es casual que el más apofático de los autores antiguos –el Pseudo-Dionisio, quien toma su principal inspiración filosófica de Proclo‒ tenga dos escritos que se titulan “Jerarquía” (y estos dos libros consituyen la mitad de su obra escrita!)

[3] Cf. R. Brown, Las Iglesias que los Apóstoles nos dejaron, Bilbao, 1986; p. 80, nota 114. También se puede ver el reciente libro del presbítero y teólogo argentino Horacio Lona, Servidores de la Nueva Alianza, Buenos Aires, 2018.

[4] Un evento importantísimo al respecto fue el Sínodo Extraordinario de 1985, que convocó San Juan Pablo II para evaluar los primeros 20 años de pos-Concilio y cuyo eje central fue la Iglesia entendida como Comunión.

[5] Y no al revés: Véase G. Lafont, La Sabiduría y la profecía. Modelos teológicos, Salamanca, 2007, p. 116.

[6] Con la intención de simplificar la lectura de este artículo omito los numerosos textos bíblicos que se citan o se aluden y que se pueden encontrar en los números que comento.

[7] Su axioma dice: “La Trinidad “económica” es la Trinidad “inmanente” y viceversa”.

[8] La única cita que no es del Evangelio según san Juan es de Gal 4,4, que es un texto trinitario.

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