1. Francisco y la sinodalidad: un punto de inflexión en la historia de la Iglesia
En marzo del año pasado la Comisión
Teológica Internacional (CTI) presentó su documento sobre “La sinodalidad en la
vida y en la misión de la Iglesia”, aprobado por Francisco. Y, de hecho, el
documento comienza citando al propio Francisco, pues su primer párrafo dice
así:
“«El camino de la sinodalidad es
el camino que Dios espera de la Iglesia del tercer milenio»: este es el
compromiso programático propuesto por el Papa Francisco en la
conmemoración del quincuagésimo aniversario de la institución del Sínodo de los
Obispos por parte del Beato Pablo VI. En efecto, la sinodalidad – ha subrayado
– «es dimensión constitutiva de la Iglesia», de modo que «lo que el Señor nos
pide, en cierto sentido, ya está todo contenido en la palabra “Sínodo”»”.
Esta
propuesta de Francisco, fundamentada teológica y pastoralmente por la CTI es un punto de inflexión en la historia de la
Iglesia. Y por eso quiero poner el contexto del documento en el amplio marco de
la historia de la Iglesia. Para eso me serviré de algunas reflexiones del
teólogo y monje benedictino Ghislain Lafont en su libro sobre la historia de la
teología.[1] Veamos…
En los dos primeros siglos del cristianismo
‒primer período que tiene un valor modélico‒ vemos una Iglesia en expectativa escatológica: se espera un
inminente retorno de Jesús y el
cristianismo se define por esta dimensión escatológica, que se concreta
en la narración de la historia salvífica y su interpretación; en la liturgia y
su celebración; y en la ética y su fidelidad.
Pero en el siguiente período se produce un
enriquecimiento que también se vuelve un peligro: el encuentro con el
neoplatonismo que aparece en Clemente y Orígenes ‒los grandes intelectuales
prenicenos‒ produce una inclinación en la reflexión por los acentos de esa
filosofía neoplatónica: lo Uno como lo perfecto, la inteligencia como lo más
importante en el hombre, y un dualismo que aprecia lo espiritual y lo
trascendente pero desprecia lo material y lo histórico. Y así nacen una serie
de problemas:
1. La simbólica de lo Uno dificultará
integrar tanto el misterio de la Trinidad (con sus Tres Personas Divinas) como el misterio de la Encarnación (con sus dos naturalezas unidas “sin confusión y
sin división” o sea, en comunión) y
todo esto dificultará mucho la comprensión y la vivencia de la Iglesia como comunión (unidad en la diversidad).
2. El acento intelectualista (gnosticismo)
dificultará dar la primacía a la caridad, como hace Jesús con su doble
mandamiento del amor a Dios y al prójimo (Mt 22.37ss) y como expone Pablo en 1
Cor 13.
3. Los dos elementos anteriores harán que se
tienda a plantear la vida cristiana de modo individualista (el creyente
individual con su intelecto iluminado) y con un acento elitista.
4. Esto se refuerza con el modo de entender
el progreso espiritual en el neoplatonismo: la tensión hacia el “más allá” (espiritual
y trascendente) por medio de un ascenso espiritual y su simbólica del espacio
vertical tiende a sustituir la peregrinación histórica hacia la escatología y
su simbólica del tiempo salvífico con su componente comunitaria: el Pueblo
peregrino de Dios.
5. Y el dualismo de estas filosofías
reforzará aún más el individualismo, espiritualismo, elitismo y ausencia de
compromiso profético con la historia, planteando como buena una “fuga del
mundo” (“salva tu alma”).
6. Finalmente, la simbólica del espacio
vertical del neoplatonismo (y su dualismo) establecen una serie de mediaciones
jerárquicas tanto para posibilitar el ascenso espiritual “hacia arriba” como
para separar a la divinidad de la materia (que es mala y debe quedar alejada de
Dios).[2]
7. La combinación de jerarquía, mediación y
elitismo será un ámbito propicio para una creciente “sacerdotalización” de la
Iglesia (recordemos que hasta el Vaticano II había siete órdenes sagrados).
Nada de esto se percibe en el Nuevo Testamento en el cual ‒como dice Raymond
Brown‒ los ministros de la iglesia nunca son llamados “sacerdotes”; y en el
cual tampoco existe la palabra “jerarquía”.[3]
Para ser breves, digamos que mucho de esto
recrudecerá en el segundo milenio de la Iglesia, en el cual la tendencia
gregoriana tenderá a una centralización y verticalismos crecientes en la
Iglesia.
En este contexto, la propuesta de una Iglesia sinodal que nos hace Francisco
supone un hecho histórico de máxima importancia: se nos propone volver al
estilo que vemos en la historia salvífica: el
Pueblo peregrino de Dios en la historia, que integra en su seno a hermanos
con distintos carismas y en
distintas etapas de su madurez cristiana que se ayudan a caminar juntos, mientras incorporan con su caminar misionero a los que todavía no
son creyentes…
Seguiremos profundizando sobre esto en las notas siguientes, si la Trinidad sigue queriendo…
2. Sinodalidad es “comunión y misión” a imagen de la Trinidad
Seguimos comentando el documento que en marzo del año
pasado presentó la Comisión Teológica Internacional (CTI) sobre “La sinodalidad
en la vida y en la misión de la Iglesia”, documento aprobado por Francisco.
Comenzando a
desarrollar el tema, el documento sobre la sinodalidad de la Comisión Teológica
Internacional nos dice: “«Sínodo» es una palabra antigua
muy venerada por la Tradición de la Iglesia, cuyo significado se asocia con los
contenidos más profundos de la Revelación. Compuesta por la preposición syn, y el sustantivo odós, indica el camino que recorren
juntos los miembros del Pueblo de Dios” (CTI, Sinodalidad, n° 3).
La preposición syn la conocemos pues está en muchas palabras de nuestro idioma: síntesis, símbolo, sinfonía, sintonía, simetría, simpatía… y siempre implica unión. El sustantivo odós es menos común en palabras castellanas, y significa “camino”. Con lo cual vemos que la palabra “sínodo” tiene la capacidad de integrar en un solo vocablo los dos aspectos fundamentales de la Iglesia: comunión y misión. Implica unión hacia adentro de la comunidad, y “una Iglesia en salida” hacia los caminos del mundo.
Y recordemos que comunión y misión también son dinamismos que nos ayudan a acercarnos al misterio de la misma Trinidad divina: la Trinidad que es Comunión Eterna en sí misma, se vuelve misionera con el envío del Hijo primero, y del Espíritu Paráclito después. Y por eso siempre tenemos que recordar que la realidad de la misión es ‒en primer lugar‒ una gracia y una acción de origen divino, en la cual modestamente nos integramos aquellos que somos llamados, para colaborar en la incorporación a esta comunión de aquellos que son llamados después de nosotros.
Incluso, más concretamente aún, “sínodo” indica que somos Pueblo peregrino que mientras camina se mantiene unido, y va invitando a integrarse en su comunión a aquellos con quienes se encuentra en su caminar hacia la Casa del Padre. De hecho, como también recuerda el documento que estamos comentando, antes de llamarse “cristianismo” a nuestra fe y religión se la conoció como “el Camino” y sus seguidores como “«los discípulos del camino» (cfr. Hch 9,2; 19,9.23; 22,4; 24,14.22)” (CTI, Sinodalidad, n° 3b).
Y el camino y la
peregrinación implican también un doble aspecto interesante: la situación de
peregrinación, de estar en camino, implica precariedad, vulnerabilidad, y un
estado incompleto… que se completará con la llegada a la meta. Pero
–complementariamente‒ implica compromiso con el camino, fidelidad a una
orientación, esfuerzo sostenido por llegar a la meta. Dicho de otro modo: entre
el extremo de una moral rigorista que exige una perfección actual a todos y el
extremo opuesto de una moral laxa en la que “todo da lo mismo”, el peregrino se
reconoce incompleto y frágil pero aun así –confiado en la gracia de Dios‒ se
compromete en seguir fielmente a Jesús.
Siguiendo con el
análisis y la historia de la palabra, el documento nos sigue diciendo en su número
4: “La palabra griega sýnodos se
traduce en latín como synodus o concilium… «concilio» enriquece el
contenido semántico de «sínodo» porque se relaciona con el hebreo qahal – la asamblea convocada por el
Señor – y con su traducción en griego ekklesía,
que en el Nuevo Testamento designa la convocación escatológica del Pueblo de
Dios en Cristo Jesús.”
Con lo cual vemos
que sínodo ‒y sobre todo una vivencia sinodal de la vida cristiana‒ nos
introduce de lleno en el misterio de la Iglesia: convocación realizada por el
Señor que llama (ekklesía) que
constituye a “los que no eran pueblo” en Pueblo peregrino y celebrante de Dios
(qahal), en el que se convive como
asamblea organizada (concilium)
caminando en comunión y misión (sýnodos).
Y por eso ‒alcanzando
la cumbre de su Introducción‒ el
documento dice en su número 6:
“En efecto, la eclesiología del Pueblo de Dios destaca la
común dignidad y misión de todos los bautizados en el ejercicio de la
multiforme y ordenada riqueza de sus carismas, de su vocación, de sus
ministerios. El concepto de comunión expresa en este contexto la sustancia
profunda del misterio y de la misión de la Iglesia, que tiene su fuente y su
cumbre en el banquete eucarístico. Este concepto designa la realidad profunda (res) del signo que es
la Iglesia (Sacramentum Ecclesiae): la unión con Dios Trinidad y la unidad entre las personas humanas que
se realiza mediante el Espíritu Santo en Cristo Jesús. La sinodalidad, en
este contexto eclesiológico, indica la específica forma de vivir y obrar (modus
vivendi et operandi) de la Iglesia Pueblo de Dios que
manifiesta y realiza en concreto su ser comunión en el caminar juntos, en el
reunirse en asamblea y en el participar activamente de todos sus miembros en su
misión evangelizadora”.
Que el Espíritu
Paráclito ‒que es el Don por excelencia y la Comunión en Persona‒ nos conceda
ser fieles a este llamado, en esta hora de la historia y de la Iglesia…
3. “Sinodalidad” expresa y realiza la comunión en sus distintas formas
Continuamos
comentando el documento de la Comisión
Teológica Internacional (CTI) “La sinodalidad en la vida y en la misión de la Iglesia”,
aprobado por Francisco y que expresa la orientación teológica y pastoral que él
quiere dar a la Iglesia, en continuidad con el Vaticano II:
“Este
es el umbral de novedad que el Papa Francisco invita a atravesar. En la línea
trazada por el Vaticano II y recorrida por sus predecesores, él señala que la
sinodalidad expresa la figura de Iglesia que brota del Evangelio de Jesús y que
hoy está llamada a encarnarse en la historia, en creativa fidelidad a la
Tradición” (n° 9a).
Y “los frutos de la renovación propiciados
por el Vaticano II en la promoción de la comunión eclesial, de la colegialidad
episcopal… para llevar a cabo una pertinente figura sinodal de Iglesia… requiere
principios teológicos claros y orientaciones pastorales incisivas” (n° 8).
En este sentido y “en conformidad con la enseñanza
de la Lumen gentium, el Papa
Francisco destaca en particular que la sinodalidad «nos ofrece el marco
interpretativo más adecuado para comprender el mismo ministerio jerárquico»” y
que “todos los miembros de la Iglesia son sujetos activos de la evangelización.
Se sigue de esto que la puesta en acción de una Iglesia sinodal es el
presupuesto indispensable para un nuevo impulso misionero que involucre a todo
el Pueblo de Dios” (n° 9b).
Finalmente se indica que la figura sinodal de la Iglesia que nos abre a una comprensión y una “promoción de la comunión eclesial, de la colegialidad episcopal” (n° 8) también “está en el corazón del compromiso ecuménico de los cristianos… porque ofrece –correctamente entendida– una comprensión y una experiencia de la Iglesia en la que pueden encontrar lugar las legítimas diversidades en la lógica de un recíproco intercambio de dones a la luz de la verdad” (n° 9c).
En el conjunto de estos textos podemos ver
que la sinodalidad recoge las distintas formas de comunión que articulan la
riqueza de la experiencia eclesial, tal como ya nos había mostrado el Concilio
Vaticano II, sobre todo (pero no sólo) en Lumen
Gentium: comunión eclesial, colegialidad episcopal, compromiso ecuménico.
Junto con esto, se precisa que en esta Iglesia sinodal, el ministerio
jerárquico se comprende como un servicio al Pueblo de Dios, y que todos en él
estamos llamados a ser sujetos activos, también de un nuevo impulso misionero
que involucre a todos.
Y recordemos que “comunión” es “unidad en la
diversidad” tal como se presupone en todos estos textos y se explicita al final
del número 9 cuando se habla de “legítimas diversidades” en una “lógica del
intercambio recíproco”.
Con esto, vuelve a vislumbrarse el modelo
supremo que es la Trinidad, en la cual la diversidad de las personas divinas
que “son realmente distintas entre sí” (CCE 254) se basa en su “comunión
consustancial” (CCE 248) y se consuma en su comunión de amor, porque
“"Dios es Amor" (1 Jn 4,8.16); el ser mismo de Dios es Amor. Al
enviar en la plenitud de los tiempos a su Hijo único y al Espíritu de Amor,
Dios revela su secreto más íntimo (Cf. 1 Cor 2,7-16; Ef 3,9-12); él mismo es
una eterna comunicación de amor: Padre, Hijo y Espíritu Santo, y nos ha
destinado a participar en Él” (CCE 221).
Por
eso, el aspecto más profundo del misterio de la Iglesia es ser signo e
instrumento de comunión, como decía Lumen
Gentium en su mismísimo número 1 es: “La Iglesia es en Cristo como un
sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de
todo el género humano "(LG 1): Ser el sacramento de la unión íntima de los
hombres con Dios es el primer fin de la Iglesia. Como la comunión de los
hombres radica en la unión con Dios, la Iglesia es también el sacramento de la
unidad del género humano…” (CCE 775).
Y,
por eso, “en la Iglesia esta comunión de los hombres con Dios por "la
caridad que no pasará jamás"(1 Co 13, 8) es la finalidad que ordena todo
lo que en ella es medio sacramental ligado a este mundo que pasa (Cf. LG 48).
"Su estructura está totalmente ordenada a la santidad de los miembros de
Cristo. Y la santidad se aprecia en función del “gran Misterio” en el que la
Esposa responde con el don del amor al don del Esposo" (MD 27). María nos precede
a todos en la santidad que es el Misterio de la Iglesia como la "Esposa
sin tacha ni arruga" (Ef 5, 27). Por eso la dimensión mariana de la
Iglesia precede a su dimensión petrina" (Ibíd.)” (CCE 773).
Este último texto que cita el Catecismo de la Iglesia Católica y que
procede de Mulieris dignitatem, el
documento de San Juan Pablo II sobre la dignidad de la mujer, es uno de los
grandes textos que muestran al ministerio jerárquico como servicio al conjunto
del Pueblo de Dios: aquí “Pedro” simboliza el ministerio jerárquico y “María”
simboliza la santidad que se expresa en la fe, esperanza y amor y nos pone en
comunión con las Personas Divinas. Y lo que dice el texto es que “Pedro”
trabaja para “María” y por eso “eso la dimensión mariana de la Iglesia precede
a su dimensión petrina”.
También este texto entonces ilustra lo que
poníamos en nuestra primera cita: no sólo el Vaticano II sino también “los
predecesores” de Francisco nos estaban ya invitando a vivir en una Iglesia
sinodal a imagen de la Trinidad.[4]
4. La sinodalidad en la Escritura, en la Tradición, en la Historia
Con este mismo título comienza
el primer capítulo del documento de la Comisión Teológica Internacional (CTI) sobre “La sinodalidad en la vida
y en la misión de la Iglesia”, aprobado por Francisco y publicado hace poco más
de un año.
Allí se comienza diciendo que “Los datos
normativos de la vida sinodal de la Iglesia que se encuentran en la Escritura y
en la Tradición atestiguan que en el centro del diseño divino de salvación
resplandece la vocación a la unión con Dios y a la unidad en Él de todo el
género humano…” (n° 10). De este modo, se pone bajo el signo de la común-unión
el sentido y orientación de toda la historia de la salvación. Y en esa historia
salvífica, nos sigue diciendo el documento se “ofrecen… los principios
teológicos que deben animar y regular la vida, las estructuras, los procesos y
los acontecimientos sinodales”. Con lo cual vemos una comprensión muy profunda
de la Palabra de Dios que siguiendo el curso de la historia como profecía (la
vida sinodal de la Iglesia), también incluye núcleos de sabiduría (principios
teológicos).[5]
La Palabra de Dios no es un libro de
Sabiduría que incluye algunos elementos históricos: la línea de base es la
historia, la vida, el drama, las relaciones interpersonales, y allí se incluye
la verdad que aparece ‒sobre todo‒ como verdad-fidelidad en las relaciones
interpersonales (“emeth”: véase CCE
214 y 215) y no como verdad intelectual (relación del hombre con el ser y las
cosas: filosofía y ciencias)… aspectos que son buenos, pero que no alcanzan
para dar cuenta de la comunión interpersonal que son la Trinidad, la humanidad,
la Iglesia, etc…
Y comenzando por el Antiguo Testamento, el
documento nos muestra distintos aspectos de la sinodalidad:
‒ “Dios
creó al ser humano, varón y mujer, a su imagen y semejanza como un ser social”
y si bien “el pecado insidia la realización del proyecto divino, rompiendo la
ordenada red de relaciones” con que el Creador trama toda su obra, “Dios, en la
riqueza de su misericordia, confirma y renueva la alianza para reconducir al
sendero de la unidad” (n° 12).[6]
‒ “En la realización de su designio, Dios
convocó a Abraham y a su descendencia… Esta convocación,
expresada con el término edah– qahal
que con frecuencia se traduce en griego con ekklesía fue sancionada en el pacto de alianza en el Sinaí… y es la
forma originaria en la que se manifiesta la vocación sinodal del Pueblo de Dios”. (n° 13a).
‒ Y hay que hacer notar que “en
el centro de la asamblea, como único guía y pastor, está el Señor que se hace
presente a través del ministerio de Moisés
a quien se asocian otros de modo subordinado y colegial: los Jueces, los Ancianos,
los Levitas. La asamblea del Pueblo de Dios comprende no sólo a los varones,
sino también a las mujeres y a los niños, como también a los forasteros” (n° 13b). Con esto se ven varias coordenadas
de la sinodalidad: la centralidad de Dios, el ministerio (diversificado y colegial)
de los pastores, la presencia y la importancia de todos los miembros del Pueblo
de Dios, en el cual cada uno actúa según su vocación, que es don de Dios para
el servicio mutuo.
‒ “El mensaje de los Profetas inculca en el Pueblo de Dios la exigencia de caminar a
lo largo de las travesías de la historia manteniéndose fieles a la alianza. Por
eso los Profetas invitan a la conversión del corazón hacia Dios y a la justicia
en las relaciones con el prójimo, especialmente con los más pobres” (n° 14a).
‒ Pero ante la experiencia de cómo la herida
del pecado impide la realización de la comunión, “Dios promete que dará un
corazón y un espíritu nuevos… entonces Él establecerá una nueva alianza, que ya
no estará escrita sobre tablas de piedra sino sobre los corazones Esta se
extenderá sobre horizontes universales, porque el Servidor del Señor reunirá a
las naciones, y se sellará con la efusión del Espíritu del Señor sobre todos
los miembros de su Pueblo” (n° 14b).
En la próxima nota veremos que esta promesa
que Dios hace por medio de los profetas, se realiza en el envío de su Hijo y en
el don del Espíritu Paráclito.
5. “Sinodalidad”
en la persona, la vida y el mensaje de Jesús
Continuamos con nuestro comentario del documento “La sinodalidad en la
vida y en la misión de la Iglesia”.
En el artículo anterior terminábamos con el anuncio profético de una
Nueva Alianza. Por eso, el texto sigue diciendo: “Dios realiza la Nueva Alianza
prometida en Jesús de Nazaret, el Mesías y Señor, que con su kérygma,
su vida y su persona revela que Dios es comunión de amor que con su gracia y
misericordia quiere abrazar en la unidad a la humanidad entera” (15a).
Aquí se presenta, como es clásico desde Dei Verbum, la revelación como una sinergia de obras y palabras que
expresan y realizan la salvación. Distinguiendo los planos vemos que nociones
como “kérygma” y “revela” se refieren el plano expresivo, y nociones
como “Nueva Alianza”, “comunión de amor”, “gracia y misericordia”, “abrazar”,
“unidad”, se refieren a la realización de la salvación. Y como se puede ver
fácilmente, todas estas nociones se vinculan con la sinodalidad.
El siguiente párrafo (15b) se remonta al origen eterno del Hijo y a su
relación eterna en la comunión en la Trinidad: “Él es el Hijo de Dios,
proyectado desde la eternidad en el amor hacia el seno del Padre…”. Con esto,
el texto sigue el esquema que se ha hecho habitual en la teología contemporánea
desde fines de los 60, de la mano de G. Lafont y H. U. von Balthasar y que –de
alguna manera– había anticipado K. Rahner con su famoso “axioma fundamental” a
principios de la misma década.[7]
El esquema de tres momentos es:
- comenzar el discurso teológico desde la historia de la salvación que
alcanza su cumbre en la venida del Hijo y el don del Espíritu,
- para luego elevarse a la contemplación de la Trinidad en la eternidad,
- y volver luego a la historia para hacer una “lectura trinitaria” de las
realidades creadas y de la historia salvífica.
Aquí nuestro texto arrancó con la actividad reveladora y salvífica de
Jesús en su vida pública (15a), se remonta ahora a la existencia trinitaria
eterna del Hijo (15b) para volver a la historia de Jesús que se prolonga en la
Iglesia (15c).
Analicemos algunos elementos del texto. El párrafo 15b se articula con
muchas citas bíblicas, casi todas ellas joánicas dado que su evangelio es el
que más destaca el origen eterno de Jesús y su relación con el Padre y con el
Paráclito.[8]
En ese contexto –y, justamente, por su relación con las otras dos Personas de
la Trinidad– el texto afirma que Jesús nunca obra solo. Usando el
concepto central de nuestro texto podríamos decir que le existencia y la acción
de Jesús son sinodales en su misma esencia.
Y, como indicábamos recién, el párrafo 15c vuelve de lleno a la acción
salvífica de la Trinidad en la historia: “El designio del Padre se cumple
escatológicamente en la pascua de Jesús, cuando Él da su vida para retomarla
nueva en la resurrección (cfr. Jn 10,17) y participarla como vida
filial y fraterna a sus discípulos en la efusión «sin medida» del Espíritu
Santo (cfr. Jn 3,34)”. Por esta acción trinitaria surge la Iglesia
como la comunidad de los que creen en Jesús, reciben el Espíritu y son
configurados con Jesús por el Bautismo y la Eucaristía. De este modo se empieza
a cumplir aquello por lo que oró Jesús en la Última Cena: “La obra de la salvación es la unidad” de sus discípulos a imagen de
la Trinidad: “Como tú, Padre, estás en mí y yo estoy en ti, que ellos también
estén en nosotros para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17,21)”.
Y el número 16, teniendo como telón de fondo el relato lucano de “los
discípulos de Emaús” profundiza en la dimensión trinitaria, eclesial y
salvífica diciéndonos: “Jesús es el peregrino que proclama la buena noticia del
Reino de Dios anunciando «el camino de Dios» y señalando la dirección. Más aun,
Él mismo es «el camino» que conduce al Padre, comunicando a los hombres, en el
Espíritu Santo, la verdad y la vida de la comunión con Dios y los hermanos”. Y
por eso, “Vivir la comunión de acuerdo con la dimensión del mandamiento nuevo
de Jesús significa caminar juntos en la historia como Pueblo de Dios de la
nueva alianza de manera correspondiente con el don recibido”.
Como nos muestra el relato de Lucas, Jesús nos acompaña en la historia,
haciendo que arda nuestro corazón con su Palabra y nutriéndonos con su Pan
compartido…
6. La sinodalidad en la Iglesia del Nuevo Testamento
Seguimos revisando la sección teológica del documento sobre la “La
sinodalidad en la vida y en la misión de la Iglesia”.
Después de habernos mostrado como Jesús vive, enseña y hace sinodalidad
durante su vida terrena, el documento avanza y nos muestra cómo luego Jesús
Resucitado comunica a la Iglesia dones, ministerios y carismas para la
edificación de la comunidad.
El documento destaca dos palabras clave que aparecen en el Nuevo
Testamento para expresar aquello que Jesús tuvo durante su vida terrena y luego
comunica a sus discípulos: exousía y dýnamis. Justamente son las dos palabras
que hice notar en mi artículo de noviembre de 2017. En aquel momento las
destacaba en relación a la transformación estructural de la Iglesia y las
explicaba así: “exousía” (autoridad
que surge desde una plenitud del ser) o “dýnamis”
(dinamismo vital y relacional); en oposición a la fuerza bruta que se expresan
como “krátos” (poder) o “isjýs” (fuerza). Aquí el documento las
propone desde la misma lógica del poder entendido como servicio.El documento
las explica así: “poder que Jesús recibió del Padre para comunicar la salvación”
que “consiste en la comunicación de la gracia que nos hace «hijos de Dios»” (17a).
Por eso, “los Apóstoles reciben la exousía
del Señor resucitado, que los envía para que hagan discípulos a todos los
pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y
enseñándoles a observar todo lo que Él ha ordenado”. Y también “de ella
participan, por la fuerza del Bautismo, todos los miembros del Pueblo de Dios”
que han “recibido «la unción del Espíritu Santo»” (17b).
De esta comunicación que hace el Resucitado por medio del Espíritu
surgen las distintas vocaciones que hay en la Iglesia: “La exousía del Señor resucitado se expresa en la
Iglesia mediante la pluralidad de los dones espirituales (tá pneumatiká) o carismas (ta
jarísmata) que el Espíritu otorga en el seno del Pueblo de Dios para
edificación del único Cuerpo de Cristo” (18a). Con esto el documento hace una
opción clara: la Iglesia está conducida por la Trinidad y su estructura y
dinamismos surgen de los dones que las propias Personas divinas conceden a cada
bautizado. Podríamos decir que ‒en la misma línea que muestran Los Hechos de los Apóstoles‒ el
dirigente de la Iglesia hoy es el Espíritu Santo, y todos los cristianos
estamos a la escucha obediente de sus indicaciones.
Esto no significa que la Iglesia sea una
anarquía, pues el organismo eclesial tiene “una táxis (orden) objetiva, de modo que puedan desarrollarse en armonía
y producir los frutos destinados para beneficio de todos” y un “primer lugar
entre [los carismas] es el de los Apóstoles entre los cuales Jesús otorgó un
papel peculiar y preeminente a Simón Pedro” (18a).
Así como el cuerpo tiene muchos miembros y
órganos y todos conforman un sólo cuerpo y se sirven mutuamente, así también
hay un orden armónico en la configuración eclesial que depende de dos factores:
la sabiduría divina del Espíritu que otorga sus dones de acuerdo a este diseño
y dinamismo que surgen de la Trinidad (este sería el factor divino) y “la
lógica de la sumisión recíproca y del mutuo servicio: porque el don supremo y
regulador de todos es la caridad” (18b)… y este es el factor humano. O sea: la
sabiduría de Dios nos regala dones que están pensados desde Dios con una
armonía sinodal… y también depende de nuestra capacidad de amor, de humildad y
de servicialidad que la Iglesia sea una verdadera familia de Dios.
Y el número siguiente del documento nos
vuelve a ilustrar esta Iglesia sinodal con textos de Los Hechos de los Apóstoles mostrándonos que “el protagonista que
guía y orienta en este camino es el Espíritu Santo” y “los discípulos, en el
ejercicio de sus respectivos roles, tienen la responsabilidad de ponerse en
actitud de escuchas de su voz para discernir el camino que se debe seguir”
(19). De nuevo: el factor divino y el factor humano que son la sinergía sinodal
que permite que la Iglesia sea signo e instrumento de la presencia y de la
acción de Dios en el mundo. Y el mismo texto nos muestra ejemplos: la elección
de los Siete (Hch 6) y “el discernimiento de la cuestión crucial de la misión
entre los paganos” (Hch 10).
Pero el documento presta especial atención
al “Concilio de Jerusalén” al que dedica cuatro números (20 al 23). La razón de
esta atención especial es que este “acontecimiento sinodal… a lo largo de los
siglos, será interpretado como la la figura paradigmática de los Sínodos
celebrados por la Iglesia” a lo largo de los siglos” (20). Allí se nos describe
una reunión en la que no se teme una “discusión viva y abierta” y se nos
muestra una “Iglesia firmemente enraizada en el designio de Dios y al mismo
tiempo abierta a sus nuevas manifestaciones en el desarrollo progresivo de la
historia de la salvación” (20). En este “proceso todos son actores, aunque su
papel y contribución son diversificados” y “la inicial diversidad de opiniones
y la vivacidad del debate fueron encauzados, con la recíproca escucha del
Espíritu Santo, hacia aquel consenso y unanimidad” (21). Y en todo esto se manifiesta
“la Iglesia como Cuerpo de Cristo, para expresar tanto la unidad del organismo
como la diversidad de sus miembros” (22).
7. La Sinodalidad en los Padres y la Tradición en el primer milenio
Seguimos revisando la sección teológica del documento sobre la “La
sinodalidad en la vida y en la misión de la Iglesia”, el cual ‒después de
habernos mostrado como Jesús vive, enseña y hace sinodalidad durante su vida
terrena y ya resucitado comunica a la Iglesia dones, ministerios y carismas
para la edificación de la comunidad‒ ahora el texto avanza en su exposición
histórica hacia la época post-apostólica.
Y aquí también “la sinodalidad
se manifiesta desde el comienzo como garantía y encarnación de la fidelidad
creativa de la Iglesia a su origen apostólico y a su vocación católica” (24) en
la peregrinación del Pueblo de Dios por la historia hacia la Casa del Padre. En
esta sinodalidad se concreta la “unidad en la diversidad” que se realiza en los
distintos momentos y lugares a lo largo del primer milenio.
A comienzos del Siglo II, San
Ignacio de Antioquía (quien muere mártir en Roma hacia el año 107) nos da
testimonio de esta sinodalidad que continúa lo que hemos visto en la vida de la
Iglesia testimoniada en la Biblia. Así, Ignacio en su Carta a los Efesios,
les dice que ellos son “synodoi”, es decir, “compañeros de viaje, en
virtud de la dignidad bautismal y de la amistad con Cristo… Destaca además el
orden divino que compagina la Iglesia… llamada a entonar las alabanzas de la
unidad a Dios Padre en Cristo Jesús”. Ignacio también muestra que “el colegio
de los Presbíteros es el consejo del Obispo” y que “todos los miembros de la
comunidad, cada uno por su parte, están llamados a edificarla”. Esta
sinodalidad se manifiesta y realiza “en la asamblea eucarística… alimentando la
conciencia y la esperanza de que al final de la historia Dios reunirá en su
Reino a todas las comunidades que ahora lo viven y celebran en la fe” (25a).
A mediados del Siglo III, San
Cipriano, obispo de Cartago († 258) “formula el principio episcopal y sinodal que
debe regir la vida y la misión en nivel local y universal: si es verdad que en
la Iglesia local nada se hace sin el Obispo, es también verdad que
nada se hace sin el consejo de los presbíteros y diáconos y sin el
consentimiento del pueblo” (25b). De esta manera, la sinodalidad se realiza en
comunión: una “unidad en la diversidad” donde cada miembro actúa según su don y
carisma, para beneficio de toda la comunidad.
Por eso, se puede decir que “la
fidelidad a la doctrina apostólica y la celebración de la Eucaristía bajo la
guía del Obispo, sucesor de los Apóstoles, el ejercicio ordenado de los
diversos ministerios y el primado de la comunión en el recíproco servicio para
alabanza y gloria de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo: estos son los rasgos
distintivos de la verdadera Iglesia” (25b). Y, si los analizamos, vemos que
todos los elementos son signos e instrumentos de comunión sinodal: con la época
apostólica fundacional; en la eucaristía recibida de los Apóstoles y celebrada
en el presente y “hasta que Jesús vuelva”; en los ministerios diversos; y en la
referencia última a la Comunión que es la Trinidad.
En este contexto, en “los
Sínodos que se celebran periódicamente a partir del siglo III a nivel diocesano
y provincial se tratan las cuestiones de disciplina, culto y doctrina que se
presentan en el ámbito local”; y en todo esto “se tiene firme convicción de que
las decisiones que se adoptan son expresión de la comunión con todas las
Iglesias” porque “cada Iglesia local es expresión de la Iglesia una y
católica”. Todo esto se concreta y “se manifiesta mediante la comunicación de
las cartas sinodales, las colecciones de los cánones sinodales transmitidas a
las otras Iglesias, el pedido del reconocimiento recíproco entre las diversas
sedes, y el intercambio de delegaciones que a menudo implica viajes fatigosos y
peligrosos” (28a).
A partir del Siglo IV, “se
forman provincias eclesiásticas que manifiestan y promueven la comunión entre
las Iglesias locales y que están presididas por un Metropolita. En vista de
deliberaciones comunes se realizan sínodos provinciales como instrumentos
específicos de ejercicio de la sinodalidad eclesial” (26a).
En ese contexto, el “concilio
de Nicea (325) reconoce a las sedes de Roma, Alejandría y Antioquía una
preeminencia y una primacía a nivel regional”; en el “Concilio de
Constantinopla (381) se añade la sede de Constantinopla a la lista de las sedes
principales” y en el “concilio de Calcedonia (451)… la sede de Jerusalén es
asociada a la lista. Esta pentarquía es considerada en Oriente como forma y
garantía del ejercicio de la comunión y de la sinodalidad entre estas cinco
sedes apostólicas” (26b).
Respecto de Roma en particular, “la Iglesia en Occidente, reconociendo
el rol de los Patriarcados de Oriente, no considera la Iglesia de Roma como un
Patriarcado entre los otros, sino que le atribuye un primado específico en el
seno de la Iglesia universal” (26c). Por eso, “desde el principio la Iglesia de
Roma goza de singular consideración, en virtud del martirio que allí padecieron
los apóstoles Pedro y Pablo. El Obispo de Roma es reconocido como sucesor de
Pedro” quien ejerce su ministerio “en servicio de la comunión entre las
Iglesias”; por eso “las demás Iglesias… se dirigen a Roma para dirimir las
controversias” (28b).
En todo este panorama vemos la
sinodalidad que se expresa en “la synfonía (= armonía) entre los jefes
de las diversas Iglesias, la synergía (= actuación conjunta) del Obispo
de Roma, la synfróneses (= común acuerdo) de los demás Patriarcas y el
acuerdo de su enseñanza con la de los Concilios precedentes” (29).
8. El desarrollo de la praxis sinodal en el II milenio (1ª Parte)
Al principio del
segundo milenio se produce la ruptura de la comunión entre la Iglesia de
Constantinopla y la Iglesia de Roma, que derivará en prácticas distintas de la
sinodalidad en ambas partes. Oriente conservó la Tradición sinodal de los
Padres aplicada en múltiples niveles de la vida de la Iglesia, incluido “un
Sínodo permanente, conocido desde el siglo IV también en Alejandría y
Antioquía, con asambleas regulares para examinar las cuestiones litúrgicas,
canónicas y prácticas… En las Iglesias Ortodoxas, la praxis del Sínodo
permanente continúa viva hasta la actualidad” (CTI, Sinodalidad n° 31).
En cambio, en
Occidente la situación era otra: “En la Iglesia católica la reforma gregoriana
y la lucha por la libertad de la
Iglesia frente al poder político contribuyeron a la afirmación de la
autoridad primacial del Papa. Si por una parte se liberó a los Obispos de la
subordinación al Emperador, por otra –si no era bien entendida- introducía el
peligro de debilitar la conciencia de las Iglesias locales” (n° 32a). Un efecto
de esto es que, pese a algunas prácticas sinodales en Occidente, no fue este el
modo eclesial que se privilegió.
Además, en la primera mitad de este milenio
las prácticas sinodales incluían la presencia del poder político que, a veces,
incluso presidía la reunión (cf. n° 32b y 33a). Hubo algunos “ejemplos de
revitalización de la praxis sinodal en el sentido más amplio del término”
particularmente en la vida religiosa: “por ejemplo lo realizado por los Monjes
de Cluny” y en “las Órdenes mendicantes”
(33b).
Ya en la segunda
mitad del milenio, hubo cambios en Occidente: “la Iglesia católica, como
respuesta a la crisis producida por la reforma protestante, celebró el Concilio
de Trento. Es el primer Concilio de la modernidad que se distingue por algunas
características: …se privilegia la participación de los Obispos junto a los
Superiores de las Órdenes religiosas y de las Congregaciones monásticas,
mientras que los legados de los Príncipes, aunque participan de las sesiones,
no tienen derecho al voto” (35a, cf. 32b). El Concilio de Trento promovió los
sínodos diocesanos y provinciales para impulsar la reforma tridentina: San
Carlos Borromeo en Milán y Santo Toribio de Mogrovejo en Lima se destacaron en
esta praxis sinodal convocando numerosos sínodos; y también hubo “tres
Concilios provinciales en México en el mismo siglo” (35b).
No obstante, esto
no promovió una comunión eclesial tal como la entendemos hoy: “Los Sínodos
diocesanos y provinciales celebrados a partir del Concilio de Trento no tenían
como objeto, según la cultura del tiempo, suscitar la corresponsabilidad activa
de todo el Pueblo de Dios… sino transmitir y poner en práctica normas y
disposiciones. La reacción apologética ante… la reforma protestante y… el
pensamiento moderno, acentuó la visión «jerarcológica» de la Iglesia como
sociedad perfecta y de desiguales, llegando a identificar a los
Pastores –teniendo en su vértice al Papa– con la «Iglesia docente» y
al resto del Pueblo de Dios con la «Iglesia discípula»” (35c).
Y así como el cisma
de Oriente dividió la praxis sinodal al principio de este milenio, la reforma
protestante la dividió a mediados del mismo:
1) “Según la confesión luterana, el gobierno sinodal
de las comunidades eclesiales… es tenida como la estructura que está más de
acuerdo con la vida de la Comunidad cristiana. Todos los fieles están llamados
a tomar parte en la elección de los ministros y de responsabilizarse de la
fidelidad a la enseñanza del Evangelio y del orden eclesiástico. En general,
esta prerrogativa es ejercida por los gobernantes civiles, y en el pasado ha
dado vida a un régimen de estrecho vínculo con el Estado” (36b).
2) “En las
Comunidades eclesiales de tradición
reformada se afirma la doctrina de los cuatro ministerios (pastores,
doctores, presbíteros, diáconos) de Juan Calvino, según la cual la figura del
presbítero representa la dignidad y los poderes conferidos a todos los fieles
con el Bautismo. Los presbíteros, junto con los pastores, son por esto los
responsables de la comunidad local, mientras que la praxis sinodal prevé la
presencia en forma de asamblea de los doctores, de los otros ministros y de una
mayoría de fieles laicos”. (36c).
3) “La praxis
sinodal es una constante en la vida de la Comunión
Anglicana en todos los niveles –local, nacional e internacional. La
expresión según la cual es “gobernada sinodalmente, pero conducida
episcopalmente”, no intenta indicar simplemente una división entre el poder
legislativo (propio de los Sínodos, en el que participan todos los componentes
del Pueblo de Dios) y el poder ejecutivo (específico de los Obispos), sino más
bien la sinergia entre el carisma y la autoridad personal de los Obispos, por
una parte, y por otra, el don del Espíritu Santo derramado sobre toda la
comunidad” (36d).
En el próximo
artículo veremos cómo siguió la historia, si Dios sigue queriendo…
9. El desarrollo de la praxis sinodal en el II milenio (2ª Parte)
Llegados al Siglo
XIX vemos que “el Concilio Vaticano I (1869-1870) estableció la doctrina del
primado y de la infalibilidad del Papa… «Pedro… fue instituido para siempre el
principio y fundamento, perpetuo y visible de la unidad de la fe y de la
comunión»” y “es presentado por el Concilio como el ministerio puesto como
garantía de la unidad e indivisibilidad del episcopado para servicio de la fe
del Pueblo de Dios” (37a). Esto, por otra parte “no hace superfluo el
consentimiento de la Iglesia…” (37b). Aquí vemos dos afirmaciones principales
en relación con la sinodalidad: el primado y la infalibilidad del Sucesor de
Pedro son interpretados como “ministerio” y “servicio” para la comunión de la
Iglesia y el consentimiento de la Iglesia es un elemento relevante de ese mismo
ministerio. Por eso, este mismo n°37 menciona los dos casos de consulta al
Pueblo de Dios hechos por Pio IX y Pio XII antes de proceder a definiciones
dogmáticas.
Siguiendo con la
creciente conciencia sinodal que el Espíritu fue despertando en la reciente
vida de la Iglesia, se mencionan “algunas voces proféticas como Johann Adam
Möhler (1796-1838), Antonio Rosmini (1797-1855) y John Henry Newman
(1801-1890), que se remiten a los documentos normativos de la Escritura y de la
Tradición” (38a). Ellos destacan “como primaria
y fundante, en la vida de la Iglesia, la dimensión de la comunión que
implica una ordenada práctica sinodal en varios niveles, con la valorización
del sensus fidei fidelium”.
Esto también se vincula con dos relaciones “hacia afuera” de la Iglesia
católica: por un lado, los vínculos ecuménicos que empiezan a reactivarse y,
por otro, la atención a la conciencia moderna que valora la participación de
todos en la vida de la sociedad. Todo esto genera un nuevo clima, en el que se
va incrementando “la renovación propiciada por los movimientos bíblico,
litúrgico y patrístico”, que crecerán fuertemente a lo largo del Siglo XX,
alcanzando un punto de maduración en el Concilio Vaticano II.
En este contexto, a
partir de la segunda mitad del Siglo XIX, aparece otra nueva experiencia de
comunión: las Conferencias Episcopales. De este modo los obispos ‒que comienzan
a agruparse dentro de las naciones en las que cumplen su ministerio‒ muestran
su conciencia sinodal y la llevan a adelante una praxis concreta. Todo esto es
“signo del despertar de una interpretación colegial del ejercicio del
ministerio episcopal” (39a). También en la misma época, León XIII convoca en
Roma un Concilio plenario latinoamericano (1899) en que participan los
Metropolitanos de las provincias eclesiásticas del Continente (39b). Mientras
tanto, “en el terreno de la teología y de la experiencia eclesial crece la
conciencia de que «la Iglesia no se identifica con sus Pastores, que la Iglesia entera, por la acción del
Espíritu Santo, es el sujeto o “el órgano” de la Tradición, y que los laicos
tienen un rol activo en la transmisión de la fe apostólica»” (39c).
Llegados a mediados
del Siglo XX, vemos la cristalización de los impulsos que el Espíritu venía
alentando en las décadas precedentes: “El Concilio ecuménico Vaticano II retomó
el proyecto del Vaticano I y lo integró en la perspectiva de un “aggiornamento”
complexivo, asumiendo los avances que habían ido madurando en los decenios
precedentes y componiéndolos en una rica síntesis a la luz de la Tradición”
(40a). En este contexto, se destacan particularmente el contenido de tres
textos del Vaticano II:
‒ Lumen Gentium, sobre la Iglesia: “ilustra
una visión de la naturaleza y misión de la Iglesia
como comunión en la que se esbozan los presupuestos teológicos para una
pertinente restauración de la sinodalidad: la concepción mistérica y
sacramental de la Iglesia; su naturaleza de Pueblo de Dios peregrinante en la historia hacia la patria
celestial, en el que todos los miembros, por el Bautismo, son marcados con la misma dignidad de hijos de Dios e investidos
de la misma misión; la doctrina de la sacramentalidad del episcopado y de
la colegialidad en comunión jerárquica con el Obispo de Roma” (40b).
‒ Christus Dominus, sobre los Obispos: “solicita
a los Obispos que ejerzan en comunión con el presbiterio la tarea pastoral de
la Iglesia que se les ha confiado… y formula la invitación para que en cada
Diócesis se constituya un Consejo pastoral, en el que participen Presbíteros,
Religiosos y Laicos. Se augura además, en el nivel de la comunión entre las
Iglesias locales de una misma región, que la venerada institución de los
Sínodos y de los Concilios provinciales retome nuevo vigor, y se invita a
promover la institución de las Conferencias Episcopales” (40c).
‒ Orientalium ecclesiarum: “se valorizan la institución
patriarcal y su forma sinodal en relación con las Iglesias católicas orientales”
(40d).
Finalmente, en el posconcilio vemos que el mismo movimiento hacia la sinodalidad se sigue fortaleciendo: Pablo VI instituye el “Sínodo de los Obispos. Se trata de «un consejo estable de Obispos para la Iglesia universal»” (41a). Y Juan Pablo II haciendo un balance del camino recorrido hasta el año 2000 decía: “Se ha hecho mucho pero queda ciertamente aún mucho por hacer…” (41b).
10. El Sínodo Amazónico: un nuevo paso en la historia de la sinodalidad
En los meses
anteriores de este año estuvimos considerando la sección histórica del
documento de la Comisión Teológica Internacional, aprobado por el Papa Francisco,
sobre “La sinodalidad en la vida y en la misión de la Iglesia”. El documento
desarrolla a continuación los aspecto teológicos del tema, que dada su
extensión nos conviene dejar para la serie de notas del año próximo, si Dios
sigue queriendo.
Y parece
providencial que justamente el mes pasado, en Roma, se ha escrito una nueva e
importante página en la historia de la sinodalidad, al celebrarse durante 21
días el Sínodo para la Amazonia, que abre nuevas e importantes perspectivas.
Este Sínodo ‒que se
ha dado en llamar Panamazónico, pues abarcó 140 diócesis de 9 países‒ ha tenido
una larga preparación de 6 años, con dos
años finales intensos hechos de consultas e intercambios con todos los
implicados en la vida de la Iglesia en la Amazonia.
Por otra parte, ha
sido un sínodo especial. No solamente porque no pertenece a la serie de sínodos
trienales que inauguró en 1967 el Santo Pablo VI como una consecuencia natural
de las propuestas del Concilio Vaticano II, sino por su composición.
Normalmente, participan de los sínodos ordinarios tres obispos designados por
cada conferencia episcopal del mundo, en carácter de representantes de esa
conferencia. En este caso, estuvieron presentes todos y cada uno de los obispos
de cada diócesis del territorio amazónico: no fueron representantes, sino que
cada uno actuó y votó en nombre de su diócesis. Podríamos decir que fue un
“mini-concilio” que abarcó a las 140 diócesis de la Amazonia, además de otros
37 miembros del Sínodo que pertenecen en su mayoría a los dicasterios romanos.
También, por supuesto, hubo teólogos y otros asesores y asistentes de distinto
tipo, pero sin derecho a voto.
La sinodalidad
tiene al menos cuatro aspectos, que se han manifestado en este Sínodo
Panamazónico:
1. Es un estilo: es
una forma de ser Iglesia, un modo de autocomprenderse y de actuar.
2. Es un proceso:
que tiene tres momentos
‒ preparación: que, como dijimos
en este caso ha sido larga y prolija,
‒ celebración: los sínodos no se
“realizan”: se “celebran”; palabra rica que conjuga lo festivo (se celebran
fiestas), lo litúrgico-místico (se celebran los sagrados misterios) y la
importancia histórica de lo que se está produciendo (un hecho célebre). Es el
más breve de los tres momentos, pero con una intensidad concentrada.
‒ aplicación: es el largo trabajo de realizar
(y, a veces, como en este caso, terminar de definir para su realización) lo
establecido en la celebración sinodal.
3. Es la asamblea:
sínodo, de modo concentrado, se llama al momento central que reúne presencialmente
a los miembros implicados.
4. Es unos
instrumentos permanentes: consejos, estructuras de consulta y de trabajo, que
encarnan la sinodalidad en los concretos momentos y lugares.
El cuanto al texto,
el documento final consta de una Introducción y una Conclusión, en medio de las
cuales se desarrollan cinco capítulos:
Capítulo 1: Amazonía: de la
escucha a la conversión integral
Capitulo 2: Nuevos caminos de
conversión pastoral
Capitulo 3: Nuevos caminos de
conversión cultural
Capitulo 4: Nuevos caminos de
conversión ecológica
Capitulo 5: Nuevos caminos de
conversión sinodal
Como ya se puede
ver en los títulos, es un documento que tiene un fuerte acento dinámico que
mira al futuro de las iglesias: una conversión integral es un movimiento
profundo y enérgico que recentra la peregrinación eclesial en su meta que es el
Reino de Dios y Dios mismo. Y que los otros cuatro capítulos comiencen con la
expresión “nuevos caminos” manifiesta esa apertura al futuro en el caminar del
Pueblo de Dios.
Más específicamente,
que el principio del movimiento sea la escucha indica toda una eclesiología y
toda una espiritualidad, que marcan el pontificado de Francisco: discernir la
voluntad del Espíritu que dirige a la Iglesia, para realizarla lo más fielmente
posible. La escucha presupone la disponibilidad, la servicialidad y la entrega…
y nos hace pensar en María de la Anunciación. De hecho, el Espíritu Santo es
mencionado 20 veces a lo largo del documento, algo que no ha sido usual en los
documentos de la Iglesia hasta hace muy poco.
Finalmente,
señalamos algunas novedades históricas que se plantean para la región
amazónica: que se configure con un nuevo rito (dentro de los más de 20 que
tiene la Iglesia Católica) lo cual implica no sólo ‒por ejemplo‒ un misal o un
ritual adaptados a su cultura, sino también elementos disciplinares que se
podrían aplicar en la región. Dentro de estos, destacan dos: la posibilidad de la existencia de diaconisas
(n° 103 del documento final) y la posibilidad de la ordenación de hombres
casados (n° 111). En ambos casos, no se piensa en algo inmediato ni masivo,
pero abre un proceso de esos que le gustan a Francisco…
[1] G. Lafont, Histoire théologique de l´Église catholique. Itinéraire et formes de la théologie, Cerf, Paris, 1994.
[2]
No es casual que el más apofático de los autores antiguos –el Pseudo-Dionisio,
quien toma su principal inspiración filosófica de Proclo‒ tenga dos escritos
que se titulan “Jerarquía” (y estos dos libros consituyen la mitad de su obra
escrita!)
[3]
Cf. R. Brown, Las Iglesias que los
Apóstoles nos dejaron, Bilbao, 1986; p. 80, nota 114. También se puede ver
el reciente libro del presbítero y teólogo argentino Horacio Lona, Servidores de la Nueva Alianza, Buenos
Aires, 2018.
[4]
Un evento importantísimo al respecto fue el Sínodo Extraordinario de 1985, que
convocó San Juan Pablo II para evaluar los primeros 20 años de pos-Concilio y
cuyo eje central fue la Iglesia entendida como Comunión.
[5]
Y no al revés: Véase G. Lafont, La Sabiduría y la profecía. Modelos
teológicos, Salamanca, 2007, p. 116.
[6]
Con la intención de simplificar la lectura de este artículo omito los numerosos
textos bíblicos que se citan o se aluden y que se pueden encontrar en los
números que comento.
[7] Su axioma dice: “La Trinidad
“económica” es la Trinidad “inmanente” y viceversa”.
[8] La única cita que no es del
Evangelio según san Juan es de Gal 4,4, que es un texto trinitario.
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