Si yo pronuncio mi nombre, produzco un efecto muy pequeño: una breve vibración del aire, un tenue sonido... apenas un pobre par de sílabas.
Pero, cuando en la eternidad, Dios
Padre pronuncia su Nombre... ¡tiembla el universo! Pues ese Palabra que
pronuncia lo expresa exhaustivamente, tal como Él Es: es Eterna, es Infinita,
es Perfecta... ¡es Persona! Es la Segunda Persona de la Trinidad: Dios Hijo.
Y también, cada vez que un ser
humano es creado, Dios dice una palabra. En este caso se trata de una palabra
limitada, que comienza a existir en un momento dado del tiempo: es el nombre de
cada uno de nosotros.
Por eso, podemos decir que el Hijo
es el Verbo, y nosotros somos... ¡verbitos!.
2.
Explicación de la parábola.
En esta parábola comparamos la
generación del Hijo en la eternidad, con la creación de los seres humanos en el
tiempo.
En primer lugar marquemos las diferencias entre el Hijo y
nosotros. Como vemos en la Sagrada Escritura (ver por ejemplo: Filipenses 2,
5-11; Mateo 22, 41-45; Juan 1, 1-18; Hebreos 1, 1-4) y como confiesa la fe de
la Iglesia: el Hijo “es engendrado, no creado, de la misma naturaleza del
Padre” (Credo de Nicea-Constantinopla). En cambio –y parafraseando las palabras
del Credo–, nosotros somos “creados, no engendrados, de una naturaleza distinta
a la del Padre”, es decir, creados “de la nada”. En dos palabras el Hijo es
Persona Divina, nosotros somos personas creadas.
Habiendo clarificado esto, es hermoso ver también los puntos de
comparación positiva que podemos ver entre el Hijo y nosotros:
– Jesús es el Hijo, y
nosotros también somos hijos de Dios, por medio de la gracia.
– Jesús es la “Imagen del
Dios invisible” (Colosenses 1, 15), y nosotros hemos sido creados a “imagen y
semejanza” de Dios (Génesis 1, 16-27).
– Y también vale la
comparación que intentamos en la parábola, basándonos en la teología del
Evangelio según San Juan: el Hijo es el Verbo o Palabra del Padre, que expresa
perfectamente el infinito misterio del Padre, y nosotros somos “verbitos”:
palabras limitadas y creadas que expresamos un pequeño destello de la infinita
perfección de Dios.
¿Por qué al Hijo se lo llama Verbo o Palabra? Porque uno de los
modos de intentar comprender la generación del Hijo en la eternidad es el que,
brevemente, describíamos en la parábola. Es decir: el Padre expresa todo
aquello que Él es, y así engendra al Hijo que es su Verbo o Palabra. Por
eso el Hijo es en todo igual al Padre –Eterno, Infinito, Omnipotente...
y Personal–, salvo en aquello que justamente diferencia al Padre del
Hijo: el Padre engendra y el Hijo es engendrado.
Pero hay más... y esto con relación
a nosotros. Cuando cada uno de nosotros nació, nuestros padres nos pusieron un
nombre, según su mejor gusto e intención. Y con este nombre andamos por la
vida. Pero hay otro nombre –más profundo– que es la palabra que Dios pronunció
cuando nos pensó y creó. Y éste es nuestro verdadero nombre: la palabra que
define nuestra persona irrepetible; palabra misteriosa, incluso para nosotros
mismos. Esta palabra es nuestro verdadero nombre, el “nombre nuevo” del que
habla el Apocalipsis (2, 17). Es nuestro propio misterio profundo, que sólo
terminaremos de develar cuando lleguemos a Dios.
Por todo esto podemos decir que el Hijo es el Verbo y nosotros
somos verbitos: el Hijo expresa todo lo que el Padre es. En cambio, cada uno de
nuestros nombres limitados expresa limitadamente un aspecto de la infinitud de
la Divinidad.
Finalmente, propongo dos caminos que nos pueden llevar a
vislumbrar algo de nuestro “nombre nuevo”.
Un camino es la oración. Pues, a veces, cuando la oración se
vuelve contemplación, no sólo se vislumbra un poco más acerca de Dios, sino que
también –como “de rebote” o como por un reflejo– se puede vislumbrar un poco
más acerca de nuestro propio misterio.
Otro camino es la lectura orante de la Biblia. Los antiguos sabios
cristianos –los Padres de la Iglesia– decían que tras las múltiples palabras de
la Biblia, se escondía Aquel que es “la Palabra”. También podríamos pensar que
nuestro nombre nuevo se esconde en algún versículo de la Biblia. De hecho,
Isabel de la Trinidad encontró su nombre nuevo en la Carta a los Efesios:
“alabanza de su gloria” (1, 6.12.14).
Quizá también nuestro verdadero nombre se encuentre en una pequeña
palabra, que está en la Palabra.
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