La “Carta a los Hebreos” tiene una cristología muy rica que, usualmente, es explorada en su vertiente sacerdotal.
No obstante, hay tres frases en el texto mismo, que muestra la superioridad de la categoría “Hijo”
de modo muy contundente. Una de las frases es la que abre la Carta misma:
“Después de haber
hablado antiguamente a nuestros padres por medio de los Profetas, en muchas
ocasiones y de diversas maneras, ahora, en este tiempo final, Dios nos habló
por medio de su Hijo…”(Hb 1,1s).[1]
La segunda frase es la
que corona la reflexión sobre Jesús como Sumo Sacerdote eterno según el rito de
Melquisedec (que ocupa desde 6,20 a 7,28). En este último versículo se dice:
“La Ley, en efecto,
establece como sumos sacerdotes a hombres débiles; en cambio, la palabra del
juramento –que es posterior a la Ley– establece a un Hijo que llegó a ser
perfecto para siempre.”
Si agregamos una
frase que indica la superioridad de Jesús respecto de Moisés –que es el
mediador de la Ley‒ completamos una trilogía muy consistente:
“Moisés fue fiel en
toda su casa, en calidad de servidor, para dar testimonio de lo que debía
anunciarse, mientras que Cristo fue fiel en calidad de Hijo, al frente de su propia casa. Y esa casa somos nosotros...” (Hb 3.5s).
Con lo cual,
podemos decir que la cristología que propone a Jesús como “el Hijo” es la que
recalca su superioridad sobre la Ley, los profetas y los sacerdotes.
[1]
Como sabemos, todo lo que sigue en el capítulo 1 destaca la superioridad del
Hijo, específicamente, respecto de los ángeles, recalcando su condición divina.
Particularmente, Ricardo Ferrara, siguiendo a Albert Vanhoye, indica que Hb
1,1-4 establece una cumbre que sintetiza “todas las perspectivas, tanto la
cristología ascendente como la descendente, tanto la teología de la sabiduría
como la de la palabra” colocando en el centro de un delicado quiasmo “la eterna
procesión” del Hijo “y su relación con Dios”: Ferrara, Misterio de Dios, Salamanca, 2005; 368s.
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