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La Eucaristía y el
Orden
El Concilio
Vaticano II ha vuelto, de manera renovada, a la visión simbólica de los
sacramentos de la Eucaristía y del Orden; lo cual también renueva la manera de
celebrarlos y, de algún modo, esto afecta al conjunto de la vida eclesial.
La perspectiva antigua
En su célebre obra
Corpus Mysticum, Henri de Lubac
estudió un giro que tuvo la consideración de la Eucaristía, que se podría describir
como un “pasaje del simbolismo al realismo” en la interpretación de este
sacramento.
Antes de la Alta
Edad Media latina había una especie de comprensión global (hoy diríamos
“holística”) del tema cristiano del cuerpo,
que consideraba simultáneamente:
- el cuerpo
personal de Cristo resucitado,
- cómo ese mismo
cuerpo está místicamente presente en los símbolos eucarísticos
- y la comunidad de
los fieles que también es, verdaderamente, cuerpo de Cristo.
Y la celebración eucarística manifiesta y realiza esta
triple e inseparable corporeidad de Cristo.
Lo mismo sucedía
con el sacrificio, que es otra de las
categorías fundacionales del cristianismo, que
comprendía simultáneamente el
sacrificio de la Cruz, el sacrificio litúrgico y la caridad fraterna, que
implica el don de cada uno a los demás.
De este modo, tanto
cuerpo como sacrificio implicaban inseparablemente la carne de Cristo, la
Iglesia y los sacramentos.
Y también el don de
la presidencia estaba considerado de manera global u holística: el ministerio
de la palabra y la acción pastoral ayudan a que la comunidad cristiana ingrese
en un estado de sacrificio espiritual y a recibir su transformación constante
en cuerpo de Cristo; y la acción litúrgica une el don de Cristo y la ofrenda de
su pueblo, y allí la memoria pascual se vuelve viva y presente.
El giro medieval
El giro que Henri
de Lubac detecta en el medioevo se
podría llamar “del símbolo a la dialéctica”: se abandona la visión holística de
que hablamos antes, para pasar a una realidad, sino “física”, al menos
“objetiva” de la presencia del cuerpo y la sangre de Cristo en las especies
sacramentales.
La secuencia lógica
de este desarrollo es la siguiente: el tema de la presencia real conduce al de la transubstanciación
como modo específico y único por el cual se entiende la conversión del pan y
del vino en el cuerpo y la sangre de Cristo. La transubstanciación plantea la
cuestión del ministro habilitado para
hacer real esa presencia; y así, el sacerdote será definido a partir del poder que tiene para realizar esa
transubstanciación. Y ese poder se identificará con el sacramento del Orden, que establece una semejanza con
Cristo.
Y en esta misma
lógica teológica se indica la institución simultánea por Cristo de la
Eucaristía (por el don de su cuerpo y sangre) y del sacerdocio (al mandar hacer
eso mismo en memoria suya) en la Última Cena.
Retorno al símbolo
Desde cierto punto
de vista, no hay nada que objetar a la teología medieval, retomada por el
Concilio de Trento y enseñada por la Iglesia católica. Pero hoy es importante
reinsertar esa ontología eucarística en la perspectiva del símbolo, del don y
de la historia que orientan actualmente nuestra comprensión de la fe.
También para la
Eucaristía y el Orden se deba hacer jugar el desplazamiento esencial que
expusimos al principio: el primado de la bondad en relación con la sabiduría,
del tiempo en relación con el ser, de la interpretación en relación con la
metafísica y del símbolo en relación con el concepto. Y yo insisto en la
expresión “en relación con”, pues no se trata de negar los segundos términos de
estos binomios, sino de integrarlos con los primeros.
Para la Eucaristía,
se puede decir que el Concilio Vaticano II con la Sacrosanctum Concilium restituye la visión holística que tenían los
Padres de la Iglesia.
En cuanto al
ministerio ordenado, el giro del Vaticano II está en afirmar la plena sacramentalidad
del episcopado, con la consistencia que le confiere. En la perspectiva
medieval, el episcopado no era considerado en su dimensión sacramental, pues no
suma ningún poder sobre la Eucaristía, en términos de presencia real.[1]
En cambio, en el
Vaticano II el obispo tiene una responsabilidad global con la comunidad –que
culmina ciertamente en la celebración del misterio pascual‒ pero que incluye
esencialmente toda la acción pastoral. Así, el obispo no es definido sólo en
relación a la Eucaristía, sino como semejanza de Jesús Buen Pastor. Y esto es
un símbolo holístico, por lo cual el “actuar in persona Christi” toma un sentido mucho más amplio que la sola
consagración eucarística, pues abarca la evangelización, la pastoral y la
liturgia. Y de este modo, la palabra eucarística es la cumbre, pero no está
desligada de las otras dimensiones.
Primado de la Iglesia
y autoridad del obispo
La “simbólica de la
autoridad” se inserta en el conjunto simbólico en que la Iglesia entera es la
destinataria y la responsable del don del Evangelio. Pues la autoridad del
obispo no anula la autoridad de los otros dones: la profecía, la enseñanza, la
oración, el servicio… Ella los desea, los discierne, los verifica, vela por su
armonía; y no los reemplaza. La Iglesia misma es el conjunto de estos dones, es
el juego constante de estos dones, en un “intercambio simbólico”. El obispo,
entonces, debe estar a la escucha de los movimientos del Espíritu y a su
servicio. Complementariamente, los dones particulares tienen una necesidad
esencial de comunión con la autoridad del pastor.
Se pueden decir
estas mismas cosas de otro modo, glosando la expresión “in persona Christi”. Pues todo don prospera en el Cuerpo de Cristo
por la acción del Espíritu. Así, el don de profecía lo es “in persona Christi prophetae”, el don de enseñanza lo es “in persona Christi doctoris”, etc. Y el
sacramento del Orden configura “in persona
Christi pastoris”. Éste es un don mayor, pero está ligado a la economía
general de los dones.
La institución
Según el Concilio
de Trento, Jesús habría “ordenado” a los Apóstoles durante la Última Cena.
Evidentemente, esta definición está ligada a una definición del Orden
exclusivamente como poder. Pero, si en realidad, el Orden simboliza y rige el
conjunto de la autoridad pastoral, esta precisión puede tomar un sentido
diferente: en la Última Cena, Jesús nos deja el Memorial de su misterio pascual
y nos promete el Espíritu, y la comunidad que lo rodea en ese momento
continuará sobre esta doble base la misión de Jesús: anunciar, preparar y hacer
presente el Reino de los Cielos.
En la Última Cena y
mediante la promesa del Espíritu, Jesús funda la Iglesia. Y por el Espíritu de
Pentecostés y los carismas distribuidos a las primeras comunidades cristianas,
él va donando poco a poco las estructuras esenciales.
* * *
En lo que concierne
a la “transformación estructural de la Iglesia” el cambio de discurso me parece
especialmente sensible en lo que concierne a la “autoridad”. Mi propuesta es
reemplazar con esta palabra, a la más usual: “poder”. Esta última tiene algo de
exclusivo: el poder se tiene o no se tiene… y quienes no lo tienen quedan sometidos
a quienes lo tienen, diseñando una estructura jerárquica en la cual la inmensa
mayoría queda sometida a una pequeño grupo, o una sola persona. En el mismo
sentido, el poder se expresa con el verbo “tener”, que tiene el funesto riesgo
de entender como “apropiación” algo que sólo puede existir en una referencia
constante a Cristo y al Espíritu. Finalmente, también el “poder” corre el
riesgo de ser reducido al puntual acto sacramental.
Después del
Concilio, conscientes de los riesgos que conlleva la palabra “poder” se la
quiso reemplazar con “servicio”, pero esto no parece suficiente. En cambio, la
palabra “autoridad” remite al origen: Cristo y el Espíritu. Además es una
palabra analógica que permite modalidades diferentes, y un juego posible y
necesario entre ellas. Finalmente, esta palabra designa la responsabilidad
global que tiene la persona en la historia salvífica. Por tanto, la dupla
“autoridad/palabra” parece suficiente, y no hay necesidad de introducir
“poderes” objetivos, ontologizados.
Esto tiene
consecuencias importantes, por ejemplo, en el campo de la reconciliación
ecuménica, pues a diferencia del “poder” –que se tiene o no‒ la “autoridad”
puede permitir plantear: ¿cuál es el estatuto de autoridad cristiana de las
comunidades no católicas, y qué reconocimiento puede obtener este estatuto por
parte de la Iglesia católica? A su vez, las otras comunidades cristianas se
verían más inclinadas hacia la autoridad y régimen católicos si se expresaran,
en principio, en un registro simbólico.
Y dentro de la
disciplina de la Iglesia católica también se plantean cuestiones importantes,
sobre todo para el Orden: ¿cómo otorgar jurídicamente una responsabilidad pastoral
sin otorgar sacramentalmente una responsabilidad litúrgica? El Código de
Derecho Canónico de 1983 otorga amplias responsabilidades pastorales a los
laicos, sin excluir a las mujeres. Pero ¿esto no significa, subrepticiamente,
una separación entre el “poder litúrgico” negado a los no-sacerdotes y el
“poder pastoral” ampliamente delegado a ellos? Y, cuando se va al fondo de la
cuestión: ¿no es aquí la sexualidad un elemento decisivo? Pues el poder
litúrgico es negado a los hombres casados y a las mujeres. Yo estoy convencido
que la relación entre sexualidad y Evangelio es muy importante. Pero,
justamente por esto, me parece que habría que asumir todo lo que hemos
aprendido en las últimas décadas sobre esta dimensión esencial de la existencia
humana, sin contentarnos con repetir prohibiciones –que pueden seguir siendo
fundadas hasta cierto punto‒ pero que necesitan una justificación actualizada.
Las reflexiones
precedentes sobre la Eucaristía y el Orden no son más que una muestra. Habría
que seguir estudiando las consecuencias de aquello que hemos llamado el pasaje
del realismo al simbolismo. Y repito una vez más que esto no significa el
abandono del discurso objetivo o del lenguaje metafísico, que nos ha acompañado
desde el “consustancial” de Nicea hasta la “transustanciación” de Trento: dos
variantes misteriosas de la noción de sustancia. Se trata de complementar ese
registro metafísico con lo que hemos adquirido a lo largo del siglo XX y que es
el estilo del Concilio Vaticano II: un discurso que privilegia el símbolo, la
relación, el don y el tiempo. Además, esto está más próximo a la inspiración propia
de la Revelación cristiana y se ha convertido para nosotros hoy en normativo,
también en lo que se refiere a la transformación estructural de la Iglesia.
[1]
Esto explica lo que Lafont expone en otros textos suyos sobre el “modelo
gregoriano” de la Iglesia, en el cual el Papa es el monarca de la Iglesia
universal, y el párroco es el monarca local… y el obispo y el presbiterio ni
figuran. Cfr. Imaginer l´Eglise catholique,
Paris, 2000, pp. 49-84.
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