Si seguimos el relato de Lucas (23, 33-46) vemos que en la Cruz, Jesús recibe los insultos de los dirigentes, de los soldados y hasta de uno de los que está crucificado con él, mientras el pueblo mira silencioso y compungido.
Pero Jesús, desde la Cruz, derrama misericordia: ora por quienes lo están matando y da el perdón a quien se lo pide, en la persona del "buen ladrón".
Al mediodía se oscurece toda la tierra y el velo del templo se rasga (antes de la muerte de Jesús): símbolos del fin del mundo y del fin de la vieja religión.
Y entonces, cuando todo se derrumba y se oscurece, resuena desde lo alto de la Cruz la voz de Jesús: "Padre en tus manos encomiendo mi espíritu". Y esta oración confiada de Jesús es ya la aurora de un mundo nuevo y de una nueva religión, cuya esencia será esta filiación que Jesús manifiesta y lleva hasta el extremo, confiando en su Padre hasta más allá de la mismísma muerte.
Y con la resurrección la filiación de Jesús se extenderá hasta los confines de la tierra, a impulsos del Espíritu que difunde la Palabra de Dios y la Nueva Alianza.
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