Ya la teología de la liberación
(y una de sus variantes: la teología del pueblo) cuestionaban que esa sea la
relación entre ortodoxia y ortopraxis, al poner el compromiso por la
liberación, la opción por los pobres, etc. como el "lugar" desde el
cual se podría entender mejor el Evangelio.
C. Theobald a su manera (con el “estilo
hospitalario” de Jesús) y M. Bellet desde la suya (con el amor humano) también hablan
de "ámbitos" que permiten hacer una experiencia de Dios que no viene
pautada principalmente por el dogma. Y Morra propone, desde Francisco, tomar la
misericordia como "forma eclesial" y “ámbito” en el cual se
manifiesta lo más importante del Evangelio.
A su modo, también decía algo
Benedicto XVI en su primera encíclica "Dios es Amor", en que insistía
en la figura de Teresa de Calcuta (DCE 18, 36 y 40) como el modo en que el mensaje del Evangelio
puede ser entendido por el mundo de hoy (cf. DCE 25).
Respecto de la historia de la
creciente centralidad del dogma, el desarrollo tiene un punto de partida en el
Concilio de Nicea,[3]
pero durante el primer milenio el dogma solamente marcó los límites del campo
de juego... luego, el juego (la Palabra, la liturgia, la comunidad, la oración)
se vivían dentro de ese campo.[4]
Pero con la escolástica el dogma adquiere el protagonismo (como señala Lafont,
quien por otra parte prologa el mencionado libro de Morra).[5]
Y en la contrarreforma hay un incremento que llega a su apoteosis en el
Vaticano I con la definición de la infalibilidad del Papa.
De mi parte, teniendo la impronta
bíblica como un elemento fuerte, veo que “la ortopraxis de la koinonía” de la comunidad de
Jerusalén que describe Hechos de los
Apóstoles, [6]
es el “ámbito” donde surge la mismísima
Escritura cristiana, que ‒como Palabra de Dios‒ es el núcleo de la
ortodoxia, muy por encima del Magisterio y del dogma… como enseña el mismo
Magisterio.[7] Y
por eso, decimos que “Tradición y Escritura están indisolublemente unidas” y de
algún modo “se funden”(DV 9): la una es el ámbito existencial del origen (y,
entonces, de la interpretación) de la otra...
Por su parte, otro texto lucano,
la parábola del buen samaritano (Lc 10,29ss) muestra que vive realmente el mandamiento
divino del amor al prójimo quien no tiene la ortodoxia doctrinal y litúrgica
(que sí tienen el sacerdote y el levita), pero tiene la ortopraxis de la
compasión fraterna.[8]
Y esta praxis de la vida comunitaria se remonta, por supuesto, al propio Jesús: desde el principio de su vida pública elige discípulos con los que va formando una comunidad (Mc 1, 16ss), y -salvo en los momentos en que se retira a orar en soledad (Mc 1,35ss)- lo vemos siempre rodeado de gente, particularmente, por sus discípulos. Incluso, podemos decir que Jesús nunca es sin comunidad: antes de su vida pública su comunidad es la Sagrada Familia... y antes de su encarnación -y siempre- su comunidad es la Trinidad: la ortopraxis divina es la Comunión o koinonía.
Y esta praxis de la vida comunitaria se remonta, por supuesto, al propio Jesús: desde el principio de su vida pública elige discípulos con los que va formando una comunidad (Mc 1, 16ss), y -salvo en los momentos en que se retira a orar en soledad (Mc 1,35ss)- lo vemos siempre rodeado de gente, particularmente, por sus discípulos. Incluso, podemos decir que Jesús nunca es sin comunidad: antes de su vida pública su comunidad es la Sagrada Familia... y antes de su encarnación -y siempre- su comunidad es la Trinidad: la ortopraxis divina es la Comunión o koinonía.
Volviendo al tema de la ortodoxia, el Cuarto Evangelio nos
recuerda que la verdad no es tanto una afirmación sintética exacta, cuanto un ámbito
y un modo de vivir: la verdad es algo que se hace o se pone por obra (3,21),
cuyo conocimiento hace libre (8,12), una especie de camino en el uno se
mantiene o persevera (8,44); el propio Jesús es el Camino, la Verdad y la Vida
(trilogía que enmarca la verdad en medio de dos elementos dinámicos); por eso,
la verdad nunca es algo que se posee definitivamente, sino que el Espíritu de
la Verdad nos va conduciendo hacia la verdad completa (16,13). Incluso, se
podría decir que no es el creyente el que posee la verdad, sino que es poseído
por ella: “el que es de la verdad escucha mi voz” (18,37).[9]
[1]
Morra, S. (2019). Dios no se cansa. La
misericordia como forma eclesial. Buenos Aires: Ágape, pp. 85-89.
[2]
La autora hace notar que se había perdido de vista “el misterio del pecado” que
amerita una reflexión teológica sobre esa herida en la creación y en el hombre
‒como muestra la Palabra de Dios‒ antes de acceder a una valoración moral. Como
dato notable, indica que en los dos primeros tomos del famoso manual
posconciliar Mysterium Salutis la
palabra “pecado” no se encuentra ni siquiera catalogada: p. 87, nota 75.
[3]
San Atanasio dice que, a pesar de querer mantener el vocabulario bíblico, los
obispos reunidos en Nicea no pudieron hacerlo pues las expresiones bíblicas no
eran suficientemente precisas para evitar las interpretaciones arrianas (cf.
texto y comentario en Ferrara, R. (2005). El
Misterio de Dios, correspondencias y paradojas. Salamanca: Sígueme, p. 402).
Pero yo me pregunto si no hubiera bastado con el himno de Flp 2, 6-11 para
precisar la condición divina del Hijo con sus expresiones “siendo (hypárjon) de condición divina (morphé theoú)… igual a Dios (isa theó)… tomó (labón) la condición de esclavo asumiendo la semejanza (homoiómati) humana”.
[4]
En ese sentido, como hace notar también S. Morra, es modélico el enunciado del
Concilio de Calcedonia, sobre el modo de la unión de lo divino y lo humano en
Jesús: “sin confusión, sin división, sin cambio, sin separación”: define un
espacio, no un punto.
[5] Lafont, G. (1994). Histoire théologique de l´Église catholique.
Itinéraire et formes de la théologie. Cerf, Paris. P. 184.
[6]
Dos textos ilustrativos principales: “La multitud de los creyentes tenía un
solo corazón y una sola alma. Nadie consideraba sus bienes
como propios, sino que todo lo tenían ellos en común. ” (Hch 4, 32).
“Todos se
reunían asiduamente para escuchar la enseñanza de los Apóstoles y participar en
la koinonía, en la fracción del pan y en las oraciones” (Hch 2, 42).
[7]
Por ejemplo: Concilio Vaticano II, Dei
Verbum 10: “El Magisterio no está por encima de la palabra de Dios, sino a
su servicio”.
[8]
Y si Jesús criticó duramente a alguien fue a los fariseos y a los mercaderes
del Templo (que usaban la religión en beneficio propio ‒social y/o económico‒
invirtiendo la lógica del religarse con Dios, que es relación al Otro y a los
otros, y no egoísmo). Por contraste, destacaba su praxis de acogida de aquellos
que la sociedad de su época marginaba. Quizás el único debate sobre un punto
doctrinal con un grupo judío es con los saduceos, sobre si hay o no
resurrección de los muertos (Mt 22,23ss). Pero, por otra parte, sería minimizar
el tema decir que Jesús no aporta contenidos de fe originales. En realidad es
más bien al contrario: su imagen de Dios como Abbá, su reivindicación de una condición divina propia, la
revelación del Espíritu como persona divina (es decir, la Trinidad de
personas), la constitución de una Nueva Alianza con la elección de los Doce y
la instauración del Bautismo y la Eucaristía, etc. marcan contenidos de fe y de
vida que lo distinguen del judaísmo… y que será lo que lo llevará a la cruz. Pero
lo que quiero indicar aquí es que Jesús no hace de esos contenidos un elemento
de debate doctrinal, sino una propuesta de conjunto que es opcional: “Si alguno
quiere seguirme…” (Mt 16, 24). Naturalmente, como todas las opciones libres,
también ésta tiene sus consecuencias (cf. Mt 7, 24-27).
[9]
Y si nos remontamos a las raíces semíticas del tema, vemos que el verbo hebreo yadah (traducido usualmente como
“conocer”) implica una experiencia tal de lo conocido que puede usarse para
referirse a las relaciones íntimas en el matrimonio; sobre este trasfondo está
la frase de María en la Anunciación: “¿Cómo puede ser esto si yo no conozco
varón?”.
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