domingo, 7 de junio de 2020

Tres pinceladas trinitarias y su relación con el matrimonio y la familia


   1. El Padre comunica la naturaleza divina al Hijo, y así lo engendra. Cada uno es la única sustancia divina, «la misma esencia, pero en el Padre según la relación del donante y en el Hijo según la relación de receptor».[1]
   La sustancia divina no subsiste como una cuarta realidad, distinta de las Personas divinas, sino que cada Persona  es esa realidad, de un modo distinto. De modo parecido, no existe “el ser humano”, sino que todo ser humano existe como mujer o como varón. “Ser mujer” y “ser varón” son los dos modos distintos, complementarios y relacionales del “ser humano”.

2. Y de modo a como el Padre dona y el Hijo recibe, en el amor matrimonial el varón es donante y la mujer es receptiva. Pero a diferencia de lo que sucede en la Trinidad, el varón no comunica su naturaleza a la mujer que ya la posee. Pero aquí hay otro reflejo (o dos) de la Trinidad. Por un lado, esa contemporaneidad del ser varón y del ser mujer, es semejanza de la coeternidad de las Personas divinas, que siempre han existido en comunión.

3. Y por otra parte,  de ese donarse del varón y de ese recibir de la mujer, procede la tercera persona (el hijo) como el amor de ellos, que toma consistencia de persona.

El Espíritu Santo, la Persona Amor [2]

  La relación existente entre la persona del hijo en el matrimonio y la Persona del Espíritu Santo en la Trinidad, merece una meditación complementaria.
  Antes de que nazca el primer hijo, el amor del matrimonio ya es muy rico, pues es comunión, sentimiento, vínculo, alianza, sacramento...
   Pero cuando nace el primer hijo sucede algo maravilloso: vemos que nuestro amor se ha hecho persona. Nuestro amor ha tomado consistencia propia, y está ante nosotros con su propia identidad.
   Tiene algo de tí, y tiene algo de mí; pero no es ni tú, ni yo: es él.
   Es otro, pero es uno de nosotros.
  Es una tercera persona, pero no ha venido “de fuera”, sino que ha surgido “de dentro”.
   Y, por eso, podemos decir que el hijo –como tercera persona en la familia– es “imagen y semejanza” de la Tercera Persona Divina. Pues el Espíritu Santo es la “Persona-Amor”, en Quien el Amor del Padre y del Hijo es consistencia personal, con su propia identidad. Y el Espíritu Santo no es ni el Padre, ni el Hijo: es Él mismo. Es Otro, en ese Nosotros Trinitario. Y, esta Tercera Persona no ha venido “de fuera”, sino que procede de las Otras Dos.
   Es fascinante contemplar cómo la Trinidad deja su huella maravillosa en todo lo que hace.[3]



[1] Cf. Suma Teológica I, 41, 5; 42, 4; y 41, 6.
[2] Esto lo copio de mi libro Meditaciones sobre la Trinidad, Buenos Aires, 20102.
[3] Incluso se podría ver una lejana reminiscencia de lo masculino y lo femenino, en el Padre que “se da”  y el Hijo que es “receptivo”; y todo esto, sin que menoscabe la igualdad de dignidad y la unidad de naturaleza (ver Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, I, 27, 2, ad 3 y I, 42, 1).

1 comentario:

  1. Gracias Jorge por compartir. Y también a imagen de la Santa Trinidad, dejar huellas.

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