El texto de “la visitación de María a su pariente Isabel” (Lc 1,39ss), que la liturgia católica nos propone hoy, es una muestra de una María que –en sintonía con aquello que su Hijo es en la eternidad– es “receptividad pura”.
¿Qué significa “receptividad pura”? Significa la capacidad de recibir el
don de Dios y no apropiárselo egocéntricamente, sino transformarlo inmediatamente en don. María
recibe en “la anunciación” (Lc 1,26ss) el don de la revelación de Dios y de su
vocación materna; el don de ser la Madre de Dios; el don del Espíritu que viene
sobre ella para hacerla fecunda. Y allí ya responde como “receptividad pura”,
entregándose con todo su ser a la acción y vocación divinas.
Pero su don no termina en Dios: se prolonga hacia los hermanos; y aquí
la beneficiada es Isabel y su familia.
Luego veremos en Jesús –el Hijo hecho hombre– esta “receptividad pura”
en su comportamiento filial respecto del Padre, y fraterno, respecto de los
hombres.
Y esto nos permitirá descubrir que el Hijo es “Receptividad Pura” desde
toda la eternidad, en su relación con el Padre: “Receptividad pura –más allá de toda
temporalidad y de toda distinción entre hipóstasis y operación–; una recepción
del don de Dios que no deja jamás de ser tal, pues no conoce la apropiación,
pues reenvía el don recibido en un inmediato absoluto”.[1]
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