A veces
experimentamos una soledad profunda, a pesar –incluso– de que las personas que
nos rodean quieren acompañarnos. Entonces uno recuerda aquella definición de “persona”
del teólogo franciscano Juan Duns Scoto: “ultima
solitudo”, es decir,
“última soledad” o “soledad extrema”,[1]
pues cada persona es una identidad única e irrepetible.
Y
contemplamos “algo así” en la Trinidad: en ella hay un sólo Padre, un sólo
Hijo, un sólo Espíritu Santo; cada
una de las Personas es única, con
una identidad personal irrepetida e irrepetible. Por eso, afirmando por un lado
la comunión infinita que son los Tres Infinitos, también podemos afirmar la
“infinita soledad” de cada Uno de Ellos: El Padre es sólo Padre, nunca
fue Hijo y nunca lo será; el Hijo es sólo Hijo, nunca fue Padre y nunca lo
será; el Paráclito es sólo Paráclito, nunca fue Padre ni Hijo, y nunca lo será.
Soledad
abismal... y –paradójicamente– Comunión infinita en la cual “un Abismo llama a
otro Abismo” (Salmo 42, 8) desde su propia interioridad, pues “a causa de” su
“unidad el Padre está todo en el Hijo, todo en el Espíritu Santo; el Hijo está
todo en el Padre, todo en el Espíritu Santo; el Espíritu Santo está todo en el
Padre, todo en el Hijo” (CCE 255).
Por
esto –a pesar de la soledad de que estamos hablando– Jesús podía decir, incluso
ante el abandono de sus discípulos: “Yo nunca estoy solo, porque el Padre está
conmigo” (Jn 16,32).
Parecidamente, si nosotros tomamos conciencia de que la Trinidad
inhabita en nuestro corazón, podemos decir siempre: “yo nunca estoy solo, pues
la Trinidad está conmigo”...
¡hay una fiesta de Comunión Infinita en el fondo
de nuestro corazón!
Y con esto, la definición de Escoto sobre la persona como "soledad última" aparece -paradójicamente- como una definición penúltima...
Y con esto, la definición de Escoto sobre la persona como "soledad última" aparece -paradójicamente- como una definición penúltima...
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