viernes, 28 de julio de 2017

La transformación estructural de la Iglesia. Un deber y una oportunidad (1ra Parte)

Introducción [1]

   La Iglesia es ciertamente una institución, y su finalidad es la preparación del Reino de Dios por medio del desarrollo del Cuerpo de Cristo que ella representa.
   En lo esencial, el conjunto institucional se remonta a Cristo o –quizás, más precisamente‒ a la Iglesia primitiva. Y desde el comienzo hubo formas institucionales diversas, según la diversa  interpretación del Misterio revelado. De este modo, con la ayuda del Espíritu Santo ‒que no cesa de acompañar a la Iglesia‒ se mantiene una fidelidad creativa al Evangelio.

   La transformación estructural de la Iglesia puede ser tanto un deber (o sea, que Dios nos pedirá cuentas si no lo hacemos) como una oportunidad (que Dios nos invita a aceptar), y que podría ser una bendición para el anuncio del Evangelio y para la santidad de la Iglesia.

   Para empezar, podemos decir que hay un paralelismo entre el modo de confesar la fe y el modo de estructurar la Iglesia, pues la confesión de la fe es la primera “institución” de la Iglesia. Y vemos que desde finales de la Primera Guerra mundial se han producido unos desplazamientos en la confesión de la fe de la Iglesia. Este desplazamiento en el modo de confesar la fe, está pidiendo unos desplazamientos semejantes en su modo de estructurarse. Y, en el fondo, el deber es sostener este movimiento que el Espíritu ha suscitado en la Iglesia. Una tal transformación estructural es claramente una oportunidad para la Iglesia. El Concilio Vaticano II la ha propuesto. ¿Seremos capaces de aprovecharla?


Veamos esos desplazamientos en el modo de confesar la fe

   ‒ Respecto de Dios: Antes teníamos un discurso sobre el “Omnipotens Deus” centrado en su existencia, esencia y atributos; y de una teología trinitaria basada en reflexiones metafísicas y lógicas que centradas en la noción de “relación subsistente”. Hoy tenemos una teología que es trinitaria desde sus comienzos y en la cual se incorporan temas como el “sufrimiento de Dios”. Hoy el problema es

 “lo Uno” de Dios, y sus atributos negativos (impasibilidad, inmutabilidad, etc.).
   ‒ Respecto de Cristo: Antes teníamos un discurso basado en la Encarnación y que se desarrollaba en torno a las definiciones de los Concilios (especialmente el de Calcedonia) y que centraba la misión de Cristo en la redención de los pecados. Hoy la cristología se centra en el Misterio Pascual, recuperando la centralidad de la Resurrección de Jesús; y la misión de Jesús se amplía a varios y ricos aspectos que se pueden expresar en la categoría “don”. También se acentúa la total humanidad de Jesús, llegando a hablar de “la fe de Cristo” (Von Balthasar).
   ‒ Respecto del Espíritu Santo: Antes era “el gran desconocido” (M. Landrieux, ya en 1921). Hoy hemos recuperado su rol como Enlace tanto al interior de la Trinidad como en la historia de la salvación. El Espíritu aparece también hoy como instinto de conocimiento espiritual y fuerza de vida moral. Y su rol en la constitución y en la vida de la Iglesia es absolutamente fundador, pues el Espíritu es el principio de los dones y de los carismas.
   ‒ Respecto del hombre: Antes la cuestión era la salvación individual, y el hombre estaba más en peligro de condenación que en esperanza de salvación. De ahí, la tendencia a una vida austera y a una concepción en la cual los monjes, las religiosas o los misioneros estaban en un “camino de salvación” mucho más seguro que el de los laicos, que vivían en el mundo (sexo, trabajo y diversiones). Pero a lo largo del Siglo XX se fue desplegando una visión más positiva del hombre como ser consciente, libre, responsable, capaz de historia y de ciencia: un hombre adulto. La ética pasó de ser el cumplimiento de unas normas objetivas, a la calidad de las relaciones; y la gravedad del pecado se centra allí, como ofensa hecha a Dios, al hombre… y con esto también la reconciliación y el perdón adquieren un nuevo esplendor. Por su parte, la sexualidad, el trabajo y la política aparecen como el programa normal de una existencia humana. Y el amor de Dios aparece como más fuerte que el pecado o el Mal: ya no somos “massa damnata” y hay “esperanza para todos” (Von Balthasar) en el horizonte de la Jerusalén celestial.
   ‒ Respecto de la Revelación divina: desde el Siglo XVI se había hecho clásico discutir dónde se encontraban los verdaderos contenidos de la fe: si en la sola Escritura o en la Escritura y la Tradición; y el Credo era un “protocolo” de artículos que había que aceptar. Hoy consideramos al Credo como la narración de una historia articulada trinitariamente, que va desde la Creación hasta la Vida Eterna… historia que aún no ha terminado ‒si bien la Encarnación del Hijo y el envío del Espíritu han inaugurado su plenitud‒ y en la que estamos existencialmente implicados ahora mismo.
   Y hoy sabemos que la calidad divina y la objetividad de la Revelación no la alcanzamos sino mediante la fe y el conocimiento en la historia; y en una interpretación siempre retomada de las Escrituras, en el ámbito del compromiso cristiano y la vida de la Iglesia. Dei Verbum nos ha ayudado a recuperar también el valor del testimonio realizado en la historia de la salvación, por medio de símbolos y palabras intrínsecamente unidos. Y también reconocemos el juego recíproco que hay entre la Escritura y la Liturgia. Todo esto nos hace conscientes de que la comprensión de la Revelación está siempre abierta al crecimiento hasta que alcancemos la plenitud de la verdad en la escatología (DV 8).
   ‒ Respecto de los diálogos (ecuménico, interreligioso): en este modo de ver las cosas, el diálogo no es un elemento extraño o adventicio. Antes, el problema de “la salvación de los otros” se consideraba negativamente sobre la base de una concepción de la verdad que era entendida como “si o no”.[2] Hoy sabemos que la verdad se va revelando en el diálogo (lo cual implica escuchar y responder), tanto al interior de la Iglesia católica, como al exterior. Y este diálogo puede conducir a distintos destinos: a descubrir que usamos las mismas palabras en la confesión de la fe; a descubrir que ‒si bien usamos palabras distintas‒ es una fe común; o a descubrir que no podemos ponernos de acuerdo… pero, aún en este caso, el mero hecho de habernos escuchado y respondido nos ha hecho experimentar una cierta comunión; y esta situación debe impulsarnos una humilde búsqueda en la esperanza de una comunión mayor, quizás sólo posible en la escatología… en donde los caminos se pueden reunir, siempre como un don de Dios.


¿Modernidad o modernismo?
  
   Se podrían resumir estos desplazamientos diciendo que durante la segunda mitad del Siglo XX se pasó de un paradigma fundado sobre la preeminencia de lo Uno, del Ser y de la Verdad a otro modelo fundado sobre la preeminencia de la Relación, el Tiempo, la Palabra y el Don.
   Este nuevo modelo incorpora la ciencia y la historia en la elaboración teológica, la interpretación (hermenéutica) en el proceso de conocimiento, la libertad y la autonomía en la acción. Implica una articulación siempre delicada entre identidad y alteridad; y propone, en todos los niveles de lo real, un cierto primado de la relación.
   Alguien podría pensar que lo que estamos mostrando es el “modernismo”. Pero el modernismo es “peligroso” ‒no por aquello que quiere afirmar‒ sino por aquello que cree necesario rechazar. Para ilustrar esto se podría tomar como modelo la Biblia que, si bien es su estructura global tiene la forma de una historia, al mismo tiempo incluye textos de sabiduría: la historia, entonces, no excluye la metafísica, ni la relación reemplaza a la identidad.
   También podemos tomar como ejemplo DV 2, que comienza diciendo: “Dispuso Dios en su bondad y sabiduría…”, invirtiendo el orden que tenían esas palabras en la constitución Dei Filius del Concilio Vaticano I.[3] Y esta inversión manifiesta un significativo cambio de paradigma: el bien se menciona antes que la inteligencia… pero no la suprime. Y otro equilibrio parecido hay también en DV 2: se comienza hablando en términos trinitarios y personales, pero se incorporan términos que remiten a la participación y a la naturaleza: “…los hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen partícipes de la naturaleza divina”.
   Se puede decir que la modernidad teológica piensa la sabiduría en el interior de la bondad; el modernismo suprime los elementos objetivos e, incluso, metafísicos de la sabiduría; y el integrismo rechaza la dinámica histórica y relacional de la bondad. Los dos extremos, desgraciadamente, siguen existiendo.




[1] Resumen en español del capítulo 9 del libro de Ghislain Lafont OSB, L´Eglise en travail de réforme. Imaginer l´Eglise catholique II, Paris, Cerf, 2011; pp. 175-182. El capítulo se titula  “La transformation structurelle de l´Eglise. Un devoir et una chance”, y fue originalmente una conferencia ofrecida en 2004 en el Congreso de la Asociación Teológica Italiana.
[2] Recordemos los “anatemas” con que concluían algunos documentos eclesiales. Y por mucho que se quiera suavizar el hecho con algunas interpretaciones (que pueden ser pertinentes), lo cierto es que la concepción de la verdad que transmitían era la de “blanco o negro”.
[3] Curiosamente, la traducción española de Dei Verbum omite la palabra “bondad”, incluso en la versión que ofrece online la Santa Sede.

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