A lo largo del Evangelio según San Marcos se recalca
claramente una oposición: el amor o el poder. Esto se va concentrando hacia el
final del Evangelio; así, por ejemplo, en cada uno de los tres anuncios de la
Pascua encontramos el mismo esquema:
1. Jesús anuncia
que va a Jerusalén y allí dará su vida, y luego resucitará.
2. Hay una actitud
de ambición de poder de uno, de alguno o de todos los discípulos.
3. Jesús los
corrige haciendo una fuerte catequesis sobre el don de sí mismo y el servicio.[1]
Esto recrudece al
pie de la Cruz: los dirigentes judíos le dicen que –si se baja de la Cruz‒
creerán que Él es el Hijo de Dios; en cambio, el centurión romano lo confiesa
“Hijo de Dios, al verlo morir de esa manera” (Mc 15, 31-32 y 39). Mientras que
los primeros piensan a Dios como Poder y quieren ver signos de ese poder; el
centurión –que en este evangelio evoca a la misma comunidad romana para la cual
Marcos escribe‒ reconoce a Jesús como Hijo de Dios pues da su vida en la Cruz
por fidelidad al Padre y como servicio para los hombres: es el Hijo del Dios
Amor.
Redondeando esta
perspectiva en el Evangelio de Marcos, recordemos que algunos especialistas nos
dicen que Mc 10,45 resume el perfil de Jesús que Marcos nos quiere mostrar: “el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar
su vida como rescate por muchos”. Colocado al final del tercer anuncio
de la Pasión, esta afirmación muestra el dilema entre el amor que sirve, o el
poder que se sirve de los otros en provecho propio.
Si vamos al
Evangelio de Mateo encontramos las mismas enseñanzas en torno a esos tres
anuncios de la Pascua de Jesús. Pero hay más: el bloque que constituyen los
capítulos 8 al 10 tienen este
mismo sentido. En el capítulo 10 Jesús
pronunciará el “Discurso a los Apóstoles”, antes del cual “llamando a sus doce discípulos, les dio poder
sobre los espíritus inmundos para expulsarlos, y para curar toda enfermedad y
toda dolencia” (Mt 10, 1). Pero previamente a esto, en los capítulos 8 y
9 Jesús les ha mostrado cómo y para qué deben utilizar ese poder que los
comunica: en esos capítulos hay 10 milagros de Jesús, en los cuales Él purifica
a un leproso, cura a varios enfermos, calma la tempestad, perdona los pecados,
expulsa demonios, resucita a una niña, devuelve la vista a dos ciegos y, no
contento todavía con todo esto, “Jesús recorría todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas,
proclamando la Buena Nueva del Reino y sanando toda enfermedad y toda dolencia.
Y al ver a la muchedumbre, sintió compasión de ella...” (Mt 10, 35s). De
este modo, esa comunicación de poder –que se les da para curar y asistir‒ está
precedida del ejemplo del propio Jesús, que sirve incansablemente y se
compadece con ternura.
Si pasamos a Juan,
vemos que ni siquiera aparece en su evangelio la palabra “Apóstol”, sino que
todos somos discípulos y –si hay alguna diferencia‒ esta no radica en ninguna
jerarquía, sino en la mayor unión con Jesús que hace que un discípulo de mucho
fruto (Cf. Jn 15, 1ss). A esto se lo ha llamado “igualitarismo joánico”, y es
un acento muy fuerte de Juan, que luego debió ser completado dentro del mismo
evangelio agregando el capítulo 21, en que Jesús reconcilia a Pedro consigo
(tres veces, como tres veces lo había negado) y le encomienda: “apacienta mis ovejas”.
Esto merece algunos
comentarios:
- Juan, en su clarividencia contemplativa, va a
la esencia de las cosas salteando (y a veces callando) lo secundario; en este
caso, nos muestra que lo esencial es la comunión de vida, discipulado y amor
con Jesús.
- La palabra
“Apostol” no implica jerarquía, sino misión: significa “enviado”.
- La palabra
“jerarquía” no existe en el Nuevo Testamento.
- La recomendación
final de Jesús a Pedro es la de cuidar con ternura: “apacienta”… y, por las
dudas de que Pedro se olvide, le recuerda de quién son las ovejas: “mis
ovejas”.
En estos tiempos en
que estamos pensando y tratando de llevar adelante las necesarias reformas en
la Iglesia, es de primer orden recordar la insistencia y el ejemplo de Jesús en
el amor servicial.
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