En la teología contemporánea hubo un movimiento de un
extremo al otro: de una teología de tipo esencialista que privilegiaba
elementos como lo Uno, el Ser y la Verdad, a una teología de tipo existencial,
que privilegia la Relación, el Tiempo, la Palabra y el Don. En este segundo
polo se tiende a despreciar, sino olvidar una dimensión metafísica de la
realidad.
Pero la Revelación cristiana muestra una
integración de estos dos aspectos, privilegiando el segundo: si bien es su
estructura global tiene la forma de una historia, al mismo tiempo
incluye textos de sabiduría: la historia, entonces, no excluye la
metafísica, ni la relación reemplaza a la identidad.[1]
Un ejemplo máximo de esta integración es
el mismo nombre revelado a Moisés, y que de algún modo sigue siendo un Nombre
fundamental de Dios.
Pues todo parece indicar que ‒dada la
ambivalencia del verbo “ser” en hebreo‒ el nombre divino primeramente significó:
“Yo Soy el que Estoy” y posteriormente fue revelándose a la conciencia del
Pueblo de Dios las dimensiones metafísicas y trascendentes: “Yo Soy el que Soy”.
Pueblo de Dios las dimensiones metafísicas y trascendentes: “Yo Soy el que Soy”.
Pues en un primer momento ‒cuando el
Pueblo de Dios sufría esclavitud y opresión en Egipto‒ la tentación era pensar
que Dios se había olvidado de ellos o, peor aún, que Dios no existía. Ante esta
tentación, Dios se revela como el Dios que está junto a su Pueblo para
salvarlo.
Pero ‒como sucede a veces en la historia
de la Revelación bíblica‒ una expresión está preñada de un sentido profundo que
los primeros destinatarios de esa Palabra no ven, al menos claramente. La
creciente manifestación de Dios en el tiempo va revelando una profundidad que
siempre estuvo allí, pero no explícitamente. Y así, ya en la época del Antiguo
Testamento, la traducción de los Setenta interpreta el nombre divino en clave
metafísica.
El mismo Catecismo de la Iglesia
Católica muestra esto en su exposición sobre “Dios Uno”:
“Al revelar su nombre, Dios revela, al mismo
tiempo, su fidelidad que es de siempre y para siempre, valedera para el
pasado ("Yo soy el Dios de tus padres", Ex 3,6) como para el porvenir
("Yo estaré contigo", Ex 3,12). Dios que revela su nombre como
"Yo soy" se revela como el Dios que está siempre allí, presente junto
a su pueblo para salvarlo”. (CCE 207).
“En el transcurso de los siglos, la fe
de Israel pudo desarrollar y profundizar las riquezas contenidas en la
revelación del Nombre divino. Dios es único; fuera de él no hay dioses (Cf. Is
44,6). Dios transciende el mundo y la historia. Él es quien ha hecho el cielo y
la tierra: "Ellos perecen, mas tú quedas, todos ellos como la ropa se
desgastan...pero tú siempre el mismo, no tienen fin tus años" (Sal
102,27-28). En él "no hay cambios ni sombras de rotaciones" (St
1,17). Él es "El que es", desde siempre y para siempre y por
eso permanece siempre fiel a sí mismo y a sus promesas.
“Por tanto, la revelación del Nombre inefable "Yo soy
el que soy" contiene la verdad que sólo Dios ES. En este mismo
sentido, ya la traducción de los Setenta y, siguiéndola, la Tradición de
la Iglesia han entendido el Nombre divino: Dios es la plenitud del Ser y
de toda perfección, sin origen y sin fin. Mientras todas las criaturas han
recibido de él todo su ser y su poseer. El solo es su ser mismo y es por
sí mismo todo lo que es”. (CCE 212-213).
Por todo esto, nos parece muy interesante
y atinada la síntesis que propone G. Lafont en su libro Dios, el Tiempo
y el Ser, en el cual nos propone integrar “la verdad en el amor” (Ef 4,15),
cultivando una teología con acento existencial, pero que integra los aspectos
metafísicos de la realidad.[2]
[1] Cf. Ghislain
Lafont OSB, “La transformation structurelle de l´Eglise. Un devoir et una
chance” en L´Eglise en travail de réforme. Imaginer l´Eglise catholique II, Paris,
Cerf, 2011; pp. 183s.
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