domingo, 29 de octubre de 2017

Dios está primero... y más allá de todo

   A los seres humanos nos cuesta mantener el equilibrio. En general, huyendo de un extremo tendemos a caer en el opuesto. También pasa esto con la religión.
   Unas décadas atrás, en el catolicismo, la percepción de Dios como Misterio insondable y lejano era lo más común: un Omnipotens Deus al cual se rendía culto y obediencia “con temor y temblor”.
   Hoy hemos recalcado tanto el aspecto de “Dios con nosotros” que casi desaparece Dios y quedamos sólo nosotros: pareciera que lo más importante del cristianismo es la acción solidaria en favor de las personas más desfavorecidas.
   En el texto que se lee en la misa de hoy (Mt 22, 34ss), Jesús nos recuerda cuál es el equilibrio verdadero:
   “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas.”

   Nuestra época se ha arremangado y se ha puesto a trabajar como Marta, olvidando que Jesús dijo que María era quien había elegido la mejor parte: la contemplación es más importante que la acción. Por eso, le dijo “el Señor: «Marta, Marta, te preocupas y te agitas por muchas cosas; y hay necesidad de pocas, o mejor, de una sola. María ha elegido la mejor parte, que no le será quitada.»” (Lc 10, 38-42). Jesús mismo se levantaba temprano cada mañana, antes que saliera el sol para dedicar esas horas a la oración.[1]

   Pero contemplación y acción no se oponen como en el dualismo griego, pues en el cristianismo la contemplación alimenta la acción: el segundo mandamiento (sobre el que nadie le había preguntado a Jesús, sino que lo agrega él) es “semejante” al primero porque el ser humano ha sido creado a “imagen y semejanza de Dios” (Gn 1, 26s).

   Por eso, la acción solidaria en favor de las personas necesitadas sólo será profundamente cristiana si surge de la contemplación de Dios como Padre de todos: sólo así “los pobres” se transforman en mis hermanos. Y sólo así, cuando me acerque a mi hermano necesitado, además de algún bien material que necesite, le daré lo que más profundamente todos necesitamos: ser reconocidos en nuestra dignidad de personas y en nuestra igualdad humana… y sentir la experiencia de la fraternidad.

   Cuando en la soledad de la oración yo me reconozco pobre ante Dios, “los pobres” dejan de ser “los otros” y empezamos a ser todos hermanos (cf. Mt 23, 8). Y entonces podemos rezar diciendo “Padre Nuestro” abarcando en ese “nosotros” al universo entero,  y podemos compartir en fraternidad los abundantes bienes con que Dios nos bendice en su creación.

   Finalmente, ese Dios que se ha hecho “Dios con nosotros” hasta niveles inauditos, por otra parte sigue siendo el Dios que está más allá de todo lo que podemos decir, imaginar o pensar: Uno y Trino, absolutamente simple e infinitamente perfecto, que trasciende todo y contiene todo, cognoscible e incomprehensible, lógico e inefable, coherente e imprevisible, inmutable y compasivo, omnipotente y vulnerable…



[1] Al segmento que ocupa Mc 1, 21-39 se lo suele llamar “un día en la vida de Jesús” y quiere presentar lo que era una jornada típica de su vida en Galilea.

3 comentarios:

  1. Como me reflejo con su decir que valioso es estar de la mano de Jesús porque cuando nos soltamos no tenemos encuenta al otro y más si está necesitando simplemente que lo miremos

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