A los
seres humanos nos cuesta mantener el equilibrio. En general, huyendo de un
extremo tendemos a caer en el opuesto. También pasa esto con la religión.
Unas décadas atrás, en el catolicismo, la
percepción de Dios como Misterio insondable y lejano era lo más común: un Omnipotens Deus al cual se rendía culto y obediencia
“con temor y temblor”.
Hoy hemos recalcado tanto el aspecto de “Dios con nosotros” que casi desaparece
Dios y quedamos sólo nosotros: pareciera que lo más importante del cristianismo
es la acción solidaria en favor de las personas más desfavorecidas.
En el texto que se lee en la misa de hoy (Mt 22, 34ss), Jesús nos recuerda cuál
es el equilibrio verdadero:
“Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu
mente. Este es el mayor y el
primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a
ti mismo. De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas.”
Nuestra época se ha arremangado y se ha puesto a trabajar como Marta, olvidando
que Jesús dijo que María era quien había elegido la mejor parte: la
contemplación es más importante que la acción. Por eso, le dijo “el Señor:
«Marta, Marta, te preocupas y te agitas por muchas cosas; y hay necesidad de
pocas, o mejor, de una sola. María ha elegido la mejor parte, que no le será
quitada.»” (Lc 10, 38-42). Jesús
mismo se levantaba temprano cada mañana, antes que saliera el sol para dedicar
esas horas a la oración.[1]
Pero contemplación y acción no se oponen como en el dualismo griego, pues en el
cristianismo la contemplación alimenta la acción: el segundo mandamiento (sobre
el que nadie le había preguntado a Jesús, sino que lo agrega él) es “semejante”
al primero porque el ser humano ha sido creado a “imagen y semejanza de Dios”
(Gn 1, 26s).
Por eso, la acción solidaria en favor de las personas necesitadas sólo será
profundamente cristiana si surge de la contemplación de Dios como Padre de
todos: sólo así “los pobres” se transforman en mis hermanos. Y sólo así, cuando
me acerque a mi hermano necesitado, además de algún bien material que necesite,
le daré lo que más profundamente todos necesitamos: ser reconocidos en nuestra
dignidad de personas y en nuestra igualdad humana… y sentir la experiencia de
la fraternidad.
Cuando en la soledad de la oración yo me reconozco pobre ante Dios, “los
pobres” dejan de ser “los otros” y empezamos a ser todos hermanos (cf. Mt 23,
8). Y entonces podemos rezar diciendo “Padre Nuestro” abarcando en ese
“nosotros” al universo entero, y podemos compartir en fraternidad los
abundantes bienes con que Dios nos bendice en su creación.
Finalmente,
ese Dios que se ha hecho “Dios con nosotros” hasta niveles inauditos, por otra
parte sigue siendo el Dios que está más allá de todo lo que podemos decir,
imaginar o pensar: Uno y Trino, absolutamente simple e infinitamente
perfecto, que trasciende todo y contiene todo, cognoscible e incomprehensible,
lógico e inefable, coherente e imprevisible, inmutable y compasivo, omnipotente y vulnerable…
[1]
Al segmento que ocupa Mc 1, 21-39 se lo suele llamar “un día en la vida de
Jesús” y quiere presentar lo que era una jornada típica de su vida en Galilea.
Como me reflejo con su decir que valioso es estar de la mano de Jesús porque cuando nos soltamos no tenemos encuenta al otro y más si está necesitando simplemente que lo miremos
ResponderBorrarJesús nos enseña AMAR
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