“Cristo
Jesús, aunque existía en forma de Dios,
sino que se vació de sí mismo tomando forma de servidor,
haciéndose semejante a los hombres.
Y hallándose en
forma de hombre, se humilló a sí mismo,
haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de
cruz.
Por lo cual Dios
también le exaltó hasta lo sumo,
y le confirió el Nombre que está sobre todo nombre…” (Flp 2,
5ss)
En este himno
litúrgico creado por la primera comunidad cristiana ‒himno que Pablo encuentra
e inserta en su Carta a los
Filipenses‒ se recorre sintéticamente todo el misterio del Hijo: su
existencia divina junto al Padre, su encarnación, su muerte, resurrección y
glorificación.
Y se manifiesta concretamente en la propia existencia de Jesús, la paradoja que
Él mismo expresó: “el que se exalta será humillado, y el que se humilla será
exaltado” (Lc 14,11).
De este modo, se revela que “el don de sí mismo” es la actitud divina
fundamental, que en la encarnación y en la Navidad llega a un nivel inaudito:
jamás el hombre podrá percibir exactamente el grado de abajamiento que implica
la Navidad.
Pues para medir exactamente una distancia, hay que conocer exactamente el punto
de partida y el punto de llegada. En el caso de la Navidad, conocemos bien el
punto de llegada: es nuestro mundo, nuestro valle de lágrimas. Pero no
conocemos ‒ni conoceremos nunca‒ exactamente el punto de partida que es la
divinidad: pues para conocer exactamente la divinidad hay que ser Dios.
Este abajamiento divino debería ser siempre un severo llamado de atención
respecto de nuestra tendencia humana a la exaltación, especialmente dentro de
la Iglesia.
Si el Hijo de Dios se hizo hombre para hacernos sus “hermanos” (Mt 28,10;
Jn 20,17), es contradictorio que en la Iglesia no prime un clima fraterno y familiar, sino
actitudes jerárquicas, verticalistas y juridicistas. Es contradictorio que
primen los títulos honoríficos de origen monárquico (como “monseñor”) o los
puestos de primacía de origen político (como “presidente” de tal o cual
comisión) en lugar del fundamental
título cristiano de “hermano”, o la fundamental actitud cristiana de
“servidor”. “Todos ustedes
son hermanos” nos dice Jesús, recomendándonos severamente apartarnos de las
actitudes de superioridad y legalismo de los fariseos (Mt 23,8 y su contexto).
Si “teología” significa “conocimiento sobre
Dios”, el único verdadero teólogo es Jesús porque: “Nadie ha visto jamás a
Dios; el unigénito Dios, que está en el seno del Padre, Él le ha dado a
conocer” (Jn 1,18). Y Jesús
nos reveló la identidad de Dios como “Abbá” (es decir “Papá”), con un uso inaudito y
originalísimo suyo.
La Navidad es un llamado a configurar una comunidad cristiana fraterna: el Hijo de Dios se ha hecho nuestro
hermano, nos ha revelado a Dios como “Padre nuestro” y nos ha comunicado su
Espíritu para que podamos vivir como hermanos.
Si vivimos realmente como hermanos, todo lo demás se realiza como consecuencia.
Seremos una comunidad solidaria pues no podremos soportar que un hermano nuestro
pase necesidad. Seremos una comunidad misionera antes ‒incluso‒ de misionar:
como sucedía con los primeros cristianos, ante cuyo amor fraterno los mismos
paganos exclamaban admirados: “¡Miren cómo se aman!”… y querían adherirse a la
Iglesia (cf. Jn 13,35).
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