La familia aún debe ser revalorizada dentro de la conciencia
católica contemporánea: aún quedan resabios de dualismo que hacen pensar que el
camino cristiano de la vocación a la familia es un “camino de segunda” hacia la
santidad cristiana.
Hoy recordamos en
la liturgia católica a la Sagrada Familia, lo cual nos recuerda que cuando Dios
quiso venir al mundo lo hizo de una manera familiar y “natural” (en la medida
que pueda aplicarse este adjetivo a la encarnación del Hijo de Dios): nace como
un niño en el seno de un matrimonio.
Pero esa decisión
divina no es casual: nace como hijo el que desde la eternidad es Hijo: su
filiación humana es reflejo y continuación de su filiación divina.
Y se hace nuestro
hermano para hacernos “sus hermanos” (cf. Mt 28,10; Jn 20,17), que es la
increíble condición que él nos regala con su Pascua: hijos de Dios, y hermanos
entre nosotros, constituyéndose Él mismo como “el Primogénito entre muchos
hermanos” (Rm 8,29).
Y, como elemento
central de esta dimensión familiar de la comunidad cristiana hay que señalar la
palabra esencial que Jesús utilizó de modo originalísimo para hablar con Dios y
para hablar de Dios: la palabra aramea Abbá, es decir, Papá.
Aquí está el fundamento
último de esta dimensión familiar de la comunidad cristiana, pues esta revelación
de Dios como Abbá remite profundamente
al mundo de la familia: la palabra surge de los primeros balbuceos de los niños
más pequeños cuando comienzan a hablar; y “es en la vida familiar de
cada día donde se le llama abbá al padre”.[1] Establecer
esta palabra para hablar con Dios y de Dios es una originalidad absoluta de
Jesús, pues “para la sensibilidad judía habría sido una falta de respeto, por
tanto algo inconcebible, dirigirse a Dios con un término tan familiar. El que
Jesús se atreviera a dar ese paso significa algo nuevo e inaudito. El habló con
Dios como un hijo con su padre, con la misma sencillez, el mismo cariño, la
misma seguridad. Cuando Jesús llama a Dios Abbá nos revela
cuál es el corazón de su relación con él”.[2]
Por eso Jesús nos propone una comunidad en que la fraternidad es el elemento
esencial: "Todos ustedes son hermanos" (Mt 23,8), y en la cual el don
de sí mismo a los demás es la clave de la comunión (Mt 20, 25-28; 23, 11; Jn
13, 1-17).
Durante su vida
pública, Jesús caracteriza también a la comunidad cristiana que lo rodea con
los vínculos familiares: Jesús “extendiendo
su mano hacia sus discípulos, dijo: «Estos son mi madre y mis hermanos. Pues
todo el que cumpla la voluntad de mi Padre de los cielos, ése es mi hermano, mi
hermana y mi madre.»” (Mt 12 49s).
En la Última Cena –que
es una cena familiar‒ Jesús ocupa el lugar del padre de familia, que es quien
preside la cena pascual.
Y al pie de la Cruz
nos da por madre nuestra a su propia Madre (cf. Jn 19, 25-27).
Hoy también los católicos
latinos debemos recordar ‒como indiqué en el artículo anterior de este blog‒ que
en los primeros siglos cristianos las
reuniones cristianas se hacían en las casas de familia, y no existía el
celibato obligatorio para los ministros de la Iglesia, lo cual reforzaba el
clima hogareño y la presencia femenina: los mismos sacerdotes de la Iglesia
eran casados y padres de hijos e hijas.
El valor de la
familia cristiana a la que nos ha impulsado el Concilio Vaticano II recuperando
el maravilloso título de “iglesia doméstica” (LG 11) debería también ayudarnos
a recuperar nosotros la doble relación de la comunidad cristiana y la familia:
la familia cristiana es “iglesia doméstica” y la Iglesia es la familia de Dios.
Pues si Dios es Papá,
Jesús es Hijo y el Espíritu es Comunión, entonces la dimensión familiar de la
Iglesia se fundamenta en la mismísima Trinidad divina.
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