domingo, 26 de mayo de 2024

Dos parábolas y una reflexión para meditar sobre la Trinidad

 

1. La parábola de “El abrazo de los ángeles”.

1.1. La parábola

            Yo me preguntaba qué sería el amor.

            Miré enfrente, y vi tres amigos estrechándose en un gran abrazo: vi tres amigos y un solo abrazo; tres amigos y una sola amistad que los une. En cierto modo son tres, y en cierto modo son uno, sin dejar de ser tres.

            Luego miré por encima de mí, y vi tres ángeles uniéndose en un profundo abrazo: los tres en uno, sin dejar de ser tres. Comunión de tres, sin fusión pero sin separación.

            Y miré aún más arriba, a lo más alto del Cielo, y vi al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo: Tres Infinitos en una sola Infinitud; Tres Infinitos en un solo abrazo infinito. Inconfundibles e Inseparables; profundamente distintos y profundamente unidos.

            Y entendí qué es el Amor.

1.2. Explicación de la parábola.

            La Santísima Trinidad no es un problema matemático, sino un Misterio de Amor.

            Por eso, aún con la precariedad que implica, el mejor acceso que tenemos al misterio de la Divina Trinidad, son las experiencias de amor que conocemos o vislumbramos.

            En primer lugar, las experiencias humanas de amor. Pues, cuando las personas humanas nos amamos con amor verdadero, no sólo no perdemos nuestra propia identidad, sino que la identidad personal de cada uno es reforzada y se desarrolla en esa comunión de amor. Es algo parecido a lo que sucede con los diversos miembros y órganos del cuerpo humano, donde cada uno es distinto, y cada uno aporta al conjunto aquello que le es propio, y todo el conjunto se beneficia (ver 1ª Corintios 12, 12 a 13, 13).

            En el ejemplo de la parábola se trata de tres amigos y una sola amistad: en cierto modo son uno, sin dejar de ser tres. (Y es distinto al caso de una persona que tiene dos amigos que no se conocen entre sí: en este caso tendríamos que hablar de dos amistades, que una persona tiene con otras dos).

            Ahora bien, los seres humanos estamos compuestos de espíritu y materia, alma y cuerpo. Y nuestra corporalidad, que por una parte es “posibilidad de abrazo”, por momentos se nos vuelve “límite del abrazo”. Me refiero a esos momentos donde el amor es tan intenso y profundo que quisiéramos “entrar en la otra persona”... y la materia corporal lo impide.

            Pero los ángeles no tienen cuerpo. Por eso, si tres ángeles se abrazan, pueden estar “el uno en el otro” sin dejar de ser tres: es la comunión –sin fusión pero sin separación– de tres personas distintas. No se trata de una fusión, pues en este caso los elementos originales desaparecen para dar lugar a un nuevo elemento, que no es ninguno de los originales (como se funden el cobre y el estaño, para formar el bronce). En la comunión, en cambio, la unidad no anula la diversidad, ni la diversidad divide la unidad.

            Y para considerar lo que sucede con las Tres Personas Divinas debemos elevarnos aún más. Pues los ángeles, aunque son personas puramente espirituales –y en esto se parecen a las Personas Divinas–, también son seres creados y limitados como nosotros. En cambio, las Tres Personas Divinas son Eternas e Infinitas: Tres Infinitos en una sola Infinitud, Tres Infinitos en un abrazo eterno e infinito.

Y son Tres Inseparables pero, al mismo tiempo, Inconfundibles, pues son muy distintos: uno es el Padre, otro es el Hijo, y otro el Espíritu Santo. El Padre no es engendrado por nadie, y es el Padre quien engendra al Hijo. Y el Espíritu Santo no es engendrado (pues en este caso sería un “segundo hijo”), sino que procede del Padre y del Hijo. El Padre no es enviado al mundo, sino que Él envía a su Hijo, y el Padre y el Hijo envían el Espíritu Santo.

La Santísima Trinidad: Misterio de Infinita Comunión, que nos convoca a la comunión con Ella y entre nosotros, pues hemos sido creados “a su imagen y semejanza” (ver Génesis 1, 26-27), es decir, creados “para la comunión en la verdad y en el amor”.


2. La parábola de “la torta y el conocimiento”

   Si en un grupo alguien lleva una torta para compartir, no queda más remedio que dividirla en porciones, y cada uno recibe una porción.

   De este pequeño evento particular podemos derivar una especie de definición general: “Para compartir las cosas materiales es necesario dividirlas, y cada uno recibe una parte”.

   Pero con las realidades espirituales no sucede así. Y aquí hay que aclarar que cuando digo “realidades espirituales” no me refiero a nada religioso ni sobrenatural: los seres humanos somos un compuesto de espíritu y materia, y hay realidades humanas que son fundamentalmente espirituales, como el conocimiento.

   Cuando alguien comparte conocimientos –un docente en una clase, por ejemplo–  no los pierde; y cada persona que los recibe puede llevarse la totalidad de lo que el docente comparte. Sucede al contrario que en el caso anterior: las realidades espirituales, al ser compartidas… ¡se multiplican!

   O, precisando el lenguaje para que nos sirva para el misterio de la Trinidad, podemos decir que “Una realidad espiritual puede ser poseída por distintos sujetos, simultánea y totalmente”.

   Cuando recordamos que la “naturaleza divina” es espiritual, lo podemos entonces pensar así: Dios Padre que es “la fuente y el origen de toda la divinidad” (CCE 245), le comunica la divinidad al Hijo –sin perderla, como el docente comunica conocimientos sin perderlos- y así engendra al Hijo, que es “Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero; engendrado, no creado, de (o desde) la misma naturaleza del Padre”.

   Y algo semejante sucede en la comunicación que el Padre y el Hijo hacen al Espíritu Santo.

   De este modo, podemos contemplar un poco cómo es que: “Las personas divinas no se reparten la única divinidad, sino que cada una de ellas es enteramente Dios” porque “"Cada una de las tres personas es esta realidad, es decir, la substancia, la esencia o la naturaleza divina” (CCE 253)

 

3. Meditación sobre los hijos.

            La relación existente entre la persona del hijo en el matrimonio y la Persona del Espíritu Santo en la Trinidad, merece una meditación complementaria.

            Antes de que nazca el primer hijo, el amor del matrimonio ya es muy rico, pues es comunión, sentimiento, vínculo, alianza, sacramento...

Pero cuando nace el primer hijo sucede algo maravilloso: vemos que nuestro amor se ha hecho persona. Nuestro amor ha tomado consistencia propia, y está ante nosotros con su propia identidad.

Tiene algo de tí, y tiene algo de mí; pero no es ni tú, ni yo: es él.

Es otro, pero es uno de nosotros.

Es una tercera persona, pero no ha venido “de fuera”, sino que ha surgido “de dentro”.

Y, por eso, podemos decir que el hijo –como tercera persona en la familia– es “imagen y semejanza” de la Tercera Persona Divina. Pues el Espíritu Santo es la “Persona-Amor”, en Quien el Amor del Padre y del Hijo es consistencia personal, con su propia identidad. Y el Espíritu Santo no es ni el Padre, ni el Hijo: es Él mismo. Es Otro, en ese Nosotros Trinitario. Y, esta Tercera Persona no ha venido “de fuera”, sino que procede de las Otras Dos.

            Es fascinante contemplar cómo la Trinidad deja su huella maravillosa en todo lo que hace.[1]

 



[1] Incluso se podría ver una lejana reminiscencia de lo masculino y lo femenino, en el Padre que “se da”  y el Hijo que es “receptivo”; y todo esto, sin que menoscabe la igualdad de dignidad y la unidad de naturaleza (ver Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, I, 27, 2, ad 3 y I, 42, 1).

El ícono de la Trinidad con una explicación de su rico simbolismo

     En el siguiente enlace podrán descargar un archivo con una imagen del ícono de la Trinidad (con buena definición) y unas páginas que explican el rico simbolismo que su autor, el monje Andrei Rublev, logró expresar en la imagen: 

 EL ÍCONO DE LA TRINIDAD




sábado, 18 de mayo de 2024

El Espíritu Paráclito: el Don por excelencia y la Comunión en Persona

   El Espíritu Santo es el Don por excelencia que surge para nosotros del misterio pascual de Jesús (Cf. Lc 11,13; Jn 7,39).

 Y siendo Él mismo la “Persona Comunión” en la Trinidad, es también quien nos capacita en la historia para vivir en el don de sí y la comunión: su dinamismo divino nos ilumina y nos empuja hacia aquello que es nuestra realidad y nuestra vocación más profunda.

  En el relato de Pentecostés ‒cuando se nos dice que cada uno de los oyentes de los Apóstoles los escucha en su propia lengua‒ se está indicando la inversión de la dinámica de división que se había generado en la Torre de Babel (Cf. Hch 2,1ss; Gn 11,1ss). En aquella oportunidad, la soberbia humana quiso escalar hasta el cielo ‒el lugar de Dios‒ construyendo una torre gigantesca, alarde del poder humano, y ¿cuál fue el efecto? La confusión de las lenguas y la división de los hombres. Aquí sucede todo lo contrario: el Amor divino baja a la tierra ‒el lugar de los hombres‒ y el efecto es la comprensión y la comunión.

   La comunión humana no surge principalmente del esfuerzo humano como lo demuestran todos los proyectos de este tipo: desde la Torre de Babel hasta la Organización de las Naciones Unidas, pasando por la Revolución francesa y la Unión Soviética...[1]

   La comunión humana es un don de Dios al que cada ser humano debe abrirse, para entrar ‒con la luz y la fuerza donadas por el Espíritu‒ en la dinámica trinitaria del de don de sí y la comunión.

   Esto lo vemos desde la misma pequeña comunidad que fundó Jesús: los mismos hombres que cobardemente lo abandonaron y huyeron cuando Jesús más los necesitaba, poco tiempo después forman una comunidad fraterna y servicial. Y la causa de este cambio es la presencia del Espíritu, tal como les había anticipado Jesús: “les conviene que yo me vaya, porque si no me voy, el Paráclito no vendrá a ustedes. Pero si me voy, se lo enviaré (Jn 16,7): los discípulos pierden la presencia física de Jesús, pero ganan la presencia interior del Espíritu Paráclito que los capacita para poder entender lo que Jesús enseñó y para poder realizarlo fielmente en sus vidas.

   Por eso, en la comunidad cristiana animada por el Espíritu sobresalen el don de sí y la comunión:

‒ “Todos se mantenían constantes en escuchar la enseñanza de los Apóstoles, en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones… Todos los creyentes se mantenían unidos y ponían lo suyo en común: vendían sus propiedades y sus bienes, y distribuían el dinero entre ellos, según las necesidades de cada uno. Íntimamente unidos, frecuentaban a diario el Templo, partían el pan en sus casas, y comían juntos con alegría y sencillez de corazón; ellos alababan a Dios y eran queridos por todo el pueblo...” (Hch 2,42-47).

‒ “La multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma. Nadie consideraba sus bienes como propios, sino que todo lo tenían ellos en común… No había entre ellos ningún necesitado, porque todos los que poseían campos o casas los vendían, traían el importe de las ventas, y lo ponían a los pies de los apóstoles, y se repartía a cada uno según su necesidad” (Hch 4,32-35).

   Así como el hierro ‒que es opaco, frío y duro‒ cuando es calentado al rojo vivo cambia sus cualidades en las opuestas y se vuelve brillante, ardiente y dócil; así el hombre ‒a medida que es impregnado por el Espíritu‒ se va llenando de “amor, alegría y paz; paciencia, dulzura, generosidad, fidelidad, modestia y dominio de sí” (Ga 5,22s; Cf. Ez 36,26s).

(De mi libro: Don y comunión. Una síntesis cristocéntrico-trinitaria de teología y espiritualidad, Temperley, 2023; pp. 18-19).

                                                                        


[1] Recordemos que entre las consignas principales de la Revolución Francesa figuraba la fraternidad; y que “soviet” en ruso significa “asamblea”, y su finalidad también era una sociedad fraterna: una trajo la guillotina; y la otra, los “gulag”. Y para abundar en el aspecto bíblico de este tema, véase la presentación que hace G. Lohfink de los cuatro imperios humanos y el Reino de Dios que aparecen en Dn 7: Lohfink, Jesús de Nazareth, 57-60.

 

El discípulo amado habla dos veces

   El personaje del discípulo amado que aparece en la segunda parte del evangelio según san Juan habla dos veces.

   La primera vez sucede en su primera aparición, en la Última Cena. Cuando Jesús anuncia que uno de los discípulos lo traicionará: “Simón Pedro le hace una seña [al discípulo amado] y le dice: «Pregúntale de quién está hablando.» Él, recostándose sobre el pecho de Jesús, le dice: «Señor, ¿quién es? (Kýrie, tís estin)»” (Jn 13,24s).

   La segunda vez sucede en la aparición de Jesús resucitado que provoca la pesca milagrosa: “entonces el discípulo a quien Jesús amaba dice a Pedro: «Es el Señor (ho Kýriós estin)»” (Jn 21,7).

   Analizando esto podemos decir:

                         - el discípulo amado es un hombre de pocas palabras… en  concreto: es un hombre de tres palabras.

                         - en los dos casos el sustantivo es el nombre propio y título cristológico divino: “Señor”.

                         - en los dos casos el verbo que aparece es el mismo y muy significativo: “es”: verbo existencial, en presente, referido en ambos casos ‒no a cosas‒ sino a personas.

                         - en el primer caso, es una pregunta; en el segundo, es una afirmación.

                         - en los dos casos las palabras del discípulo amado están en relación a Jesús y a Pedro: en el primer caso, Pedro le pide que le pregunte a Jesús (de Pedro a Jesús, pasando por el discípulo amado); en el segundo, el discípulo discierne a Jesús y se lo comunica a Pedro (de Jesús a Pedro, también pasando por el discípulo): el discípulo aparece como mediador entre ellos.

   Se podría ver aquí una mínima pero interesante “teología de la vocación contemplativa”: el discípulo amado tiene una mayor intimidad con Jesús: está en su kólpos (13,23) como el Hijo está en el kólpos del Padre (1,18).[1] Pero (a diferencia de lo que algunos “iluminados” o “alumbrados” hicieron en la historia del cristianismo) este contemplativo pone su don al servicio, en la persona de quien es el principal servidor de la comunidad de los discípulos: Pedro; a quien Jesús dijo: “Apacienta mis ovejas” (21,16s).[2]

*                       *                       *

   Se podría agregar una tercera vez en que aparecen sus palabras, pero ya no en boca suya sino evocando un recuerdo. Esto sucede en la última escena del evangelio de Juan, cuando Pedro sigue a Jesús resucitado, y entonces: “Pedro, volviéndose, vio que les seguía el discípulo a quien Jesús amaba, el que en la cena se había recostado sobre el pecho de Jesús y le había preguntado: "Señor, ¿quién es el que Te va a entregar?"” (Jn 21,20). Si tomamos en cuenta esta cita, en medio de las tres queda como frase central del discípulo amado, a modo de proclamación: “Es el Señor”. 



[1] Como sabemos, son las dos únicas veces que esta palabra aparece en este evangelio.

[2] Recordemos otros dos casos en que aparecen Pedro y el discípulo: en la puerta del patio del Sumo Sacerdote, donde la gestión del discípulo permite el ingreso de Pedro (18,15s). El otro caso, es cuando corren juntos al sepulcro vacío y ‒si bien el discípulo llega antes‒ espera que primero entre Pedro (20,4-9). En ambos casos aparece el elemento (fuertemente simbólico) de la puerta / entrada… que es utilizado en el mismo evangelio: Jn 10,1ss