sábado, 18 de mayo de 2024

El Espíritu Paráclito: el Don por excelencia y la Comunión en Persona

   El Espíritu Santo es el Don por excelencia que surge para nosotros del misterio pascual de Jesús (Cf. Lc 11,13; Jn 7,39).

 Y siendo Él mismo la “Persona Comunión” en la Trinidad, es también quien nos capacita en la historia para vivir en el don de sí y la comunión: su dinamismo divino nos ilumina y nos empuja hacia aquello que es nuestra realidad y nuestra vocación más profunda.

  En el relato de Pentecostés ‒cuando se nos dice que cada uno de los oyentes de los Apóstoles los escucha en su propia lengua‒ se está indicando la inversión de la dinámica de división que se había generado en la Torre de Babel (Cf. Hch 2,1ss; Gn 11,1ss). En aquella oportunidad, la soberbia humana quiso escalar hasta el cielo ‒el lugar de Dios‒ construyendo una torre gigantesca, alarde del poder humano, y ¿cuál fue el efecto? La confusión de las lenguas y la división de los hombres. Aquí sucede todo lo contrario: el Amor divino baja a la tierra ‒el lugar de los hombres‒ y el efecto es la comprensión y la comunión.

   La comunión humana no surge principalmente del esfuerzo humano como lo demuestran todos los proyectos de este tipo: desde la Torre de Babel hasta la Organización de las Naciones Unidas, pasando por la Revolución francesa y la Unión Soviética...[1]

   La comunión humana es un don de Dios al que cada ser humano debe abrirse, para entrar ‒con la luz y la fuerza donadas por el Espíritu‒ en la dinámica trinitaria del de don de sí y la comunión.

   Esto lo vemos desde la misma pequeña comunidad que fundó Jesús: los mismos hombres que cobardemente lo abandonaron y huyeron cuando Jesús más los necesitaba, poco tiempo después forman una comunidad fraterna y servicial. Y la causa de este cambio es la presencia del Espíritu, tal como les había anticipado Jesús: “les conviene que yo me vaya, porque si no me voy, el Paráclito no vendrá a ustedes. Pero si me voy, se lo enviaré (Jn 16,7): los discípulos pierden la presencia física de Jesús, pero ganan la presencia interior del Espíritu Paráclito que los capacita para poder entender lo que Jesús enseñó y para poder realizarlo fielmente en sus vidas.

   Por eso, en la comunidad cristiana animada por el Espíritu sobresalen el don de sí y la comunión:

‒ “Todos se mantenían constantes en escuchar la enseñanza de los Apóstoles, en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones… Todos los creyentes se mantenían unidos y ponían lo suyo en común: vendían sus propiedades y sus bienes, y distribuían el dinero entre ellos, según las necesidades de cada uno. Íntimamente unidos, frecuentaban a diario el Templo, partían el pan en sus casas, y comían juntos con alegría y sencillez de corazón; ellos alababan a Dios y eran queridos por todo el pueblo...” (Hch 2,42-47).

‒ “La multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma. Nadie consideraba sus bienes como propios, sino que todo lo tenían ellos en común… No había entre ellos ningún necesitado, porque todos los que poseían campos o casas los vendían, traían el importe de las ventas, y lo ponían a los pies de los apóstoles, y se repartía a cada uno según su necesidad” (Hch 4,32-35).

   Así como el hierro ‒que es opaco, frío y duro‒ cuando es calentado al rojo vivo cambia sus cualidades en las opuestas y se vuelve brillante, ardiente y dócil; así el hombre ‒a medida que es impregnado por el Espíritu‒ se va llenando de “amor, alegría y paz; paciencia, dulzura, generosidad, fidelidad, modestia y dominio de sí” (Ga 5,22s; Cf. Ez 36,26s).

(De mi libro: Don y comunión. Una síntesis cristocéntrico-trinitaria de teología y espiritualidad, Temperley, 2023; pp. 18-19).

                                                                        


[1] Recordemos que entre las consignas principales de la Revolución Francesa figuraba la fraternidad; y que “soviet” en ruso significa “asamblea”, y su finalidad también era una sociedad fraterna: una trajo la guillotina; y la otra, los “gulag”. Y para abundar en el aspecto bíblico de este tema, véase la presentación que hace G. Lohfink de los cuatro imperios humanos y el Reino de Dios que aparecen en Dn 7: Lohfink, Jesús de Nazareth, 57-60.

 

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