Hay una complementariedad entre la misericordia y la comunión.
Ya en el Antiguo
Testamento se puede ver esa complementariedad entre la Promesa hecha a Abraham
y la Alianza celebrada con Moisés. Pues la Promesa es unilateral: Dios se
compromete a bendecir a Abraham y su descendencia… y ellos no tienen que hacer
nada: todo es gracia y misericordia. En cambio, con Moisés, el pueblo es
convocado a hacer una Alianza con Dios, en la cual el pueblo se compromete a
ser fiel a Dios, a vivir según su Palabra, a rendirle culto sólo a Él. La
Alianza es bilateral y eleva al pueblo a una dignidad increíble: una relación
viva con el Dios vivo. Porque “relación” significa “ida y vuelta”, es decir, un
vínculo bilateral (aunque sea asimétrico, como siempre lo es la relación con
Dios).
Como muestra Pablo
en la Carta a los Gálatas (3,17 y su
contexto), la Alianza “que llega cuatrocientos treinta años después” no anula
la Promesa: la misericordia sigue siendo el fundamento de la relación del
hombre con Dios; pues si el hombre falla, Dios sigue siendo misericordioso con
él y lo convoca a la conversión y le concede el perdón. Pero Dios convoca al
hombre a algo más que ser mero receptor pasivo de la gracia, pues la gracia es
transformante y eleva al hombre a la posibilidad de la comunión con Dios en la
fe, la esperanza y el amor.
Este poder
transformante de la gracia también lo expresa Pablo con mucha fuerza: a
diferencia del brillo del rostro de Moisés que se diluía rápidamente (y por eso
se cubría el rostro con un velo), “nosotros que con el rostro descubierto
reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en
esa misma imagen cada vez más gloriosos: así es como actúa el Señor, que es
Espíritu” (2 Cor 3,18).
Esta fuerza
transformante de la gracia no es otra cosa que la fuerza de la resurrección de
Jesús actuando en nosotros que somos miembros de su Cuerpo: “Fuimos, pues, con
él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo
resucitó de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también
nosotros vivamos una vida nueva” (Rom 6,4). Y esta vida nueva se expresa en “el
fruto del Espíritu que es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad,
fidelidad, modestia, dominio de sí” (Gál 5, 22s). Y en la oración “también el
Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad. Pues nosotros no sabemos pedir
como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos
inefables” (Rom 8,26), porque “Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de
su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!” (Gál 4,6).
Por eso podemos
decir que nuestra vida espiritual tiene su principio (y su reaseguro permanente) en la misericordia divina
y tiene su consumación en la comunión escatológica con la Trinidad y la comunidad de los
salvados, en la Jerusalén celestial (cf. Ap 21 y 22); y esa consumación está anticipada ya en la comunión con Dios que tenemos mediante su gracia y las virtudes de la fe, la esperanza y el amor.
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