El Hijo de Dios, al hacerse hombre, realiza
un "don de sí mismo" extremo, pues "Él, que era de condición
divina, no consideró esta igualdad con Dios como algo que debía retener
codiciosamente: al contrario, se vació de sí mismo, tomando la condición de
servidor, haciéndose semejante a los hombres" (Flp 2, 6-7). Y la liturgia de
Navidad canta este misterio:
"Hoy la Virgen da a luz al Eterno.
Los ángeles y los pastores le alaban
y los Magos avanzan con la estrella:
Porque Tú ha nacido por nosotros,
Niño pequeño ¡Dios eterno!" (CCE 525).
Y, el fruto de este "don de sí
mismo" extremo, es una comunión con todos los hombres, radicada en la
misma naturaleza humana: "El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido,
en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con
inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre.
Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros,
semejantes en todo a nosotros, excepto en el pecado" (GS 22c). Pues “en
realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado.
Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir,
Cristo nuestro Señor, Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del
misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio
hombre y le descubre la sublimidad de su vocación… Él que es imagen de Dios invisible (Col 1,15)
es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la
semejanza divina, deformada por el primer pecado. En él, la naturaleza humana
asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin
igual” (GS 22ab).
De este modo, la Persona Divina del Hijo de
Dios realiza el don de sí mismo a los seres humanos y la comunión con ellos en el nivel del ser, en el plano ontológico.
Luego, ya desde su vida pública y culminando
en su Misterio Pascual, también realizará esta doble clave en el nivel del obrar, en el plano de la acción.
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