El sabio teólogo y monje benedictino Ghislain
Lafont escribió en 1995 un estimulante libro titulado “Imaginer l´Eglise catholique”.[1] Allí Lafont
sostiene que el “modelo gregoriano” de la Iglesia se inspira en una “teología
del Dios Uno”, que olvidó que el Dios cristiano es la Trinidad.[2] Ese
desequilibrio en la consideración del misterio de Dios, produjo como
consecuencia varios desequilibrios, que siguen esa misma lógica de “lo Uno”,
entendido como monolítico y uniforme.
En concreto, esa “imagen gregoriana” se articula sobre tres elementos: el
primado de la verdad, el primado del Papa, y del sacerdote célibe y santo; y
estos tres elementos dependen los unos de los otros y se realimentan, formando
un sistema. En esta imagen gregoriana, el respeto absoluto por la
verdad –entendida como “una e inmutable” como “Dios mismo”– se vincula con la
necesidad de adherir a esa verdad única para poder salvarse. Y –para reforzar
la necesidad de adherir a esta verdad única– se argumenta que Jesús mismo es
“la Verdad y la Vida”.
A partir de esta lógica del Dios Uno, también se genera una “jerarquía descendente” que
establece al “Papa como «plenitud fontal» de la vida de la Iglesia a causa de
su situación mediadora única… intermediario entre Dios y los hombres” y
establece al “sacerdote como el celebrante… de los
sacramentos, ante todo de la
santa misa”. Y, si el laico es admitido actuando en algo, lo es sólo como
una “participación” en la misión del sacerdote, no porque tenga alguna vocación
o misión propias.
En síntesis: Dios es Uno; y hay una
única verdad que se expresa de una única manera correcta; hay un sólo
protagonista de la vida de la Iglesia Universal: el Papa; y hay un sólo
protagonista de la comunidad local: el sacerdote.
El Concilio Vaticano II quiere, entre
otras cosas, equilibrar este desequilibrio, conduciéndonos “hacia una nueva
figura eclesiológica”. Así, vemos que las cuatro grandes Constituciones
del Concilio comienzan con una referencia a la Trinidad;[3] particularmente Lumen
Gentium –después
de cuya introducción (LG 1)– hay tres números, uno para cada Persona Divina (LG
2-4), cuya conclusión dice que: “Así se manifiesta toda la Iglesia como «una
muchedumbre reunida por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo»”
(LG 4).
Junto con esta recuperación del
aspecto trinitario del misterio de Dios, se modifica la visión de la Iglesia:
Dios es Comunión de Personas realmente distintas entre sí; y la Iglesia también
es comunión de personas, con distintos dones. Y esa comunión rodea a la figura
del sucesor de Pedro, con el episcopado, quienes son –en su conjunto– los
sucesores de los Apóstoles (LG 18-29). Y rodea al sacerdote, de una multitud de
cristianos que tienen distintas vocaciones, carismas y ministerios, donados por
el Espíritu: tanto los laicos, que tienen una vocación y misión propias (LG
30-38) como las múltiples formas de la vida consagrada (LG 43-47).
Así la Iglesia aparece como una
“comunión organizada” en la cual los pastores tienen el carisma del
discernimiento y la misión de la “moderación” de los carismas que el Espíritu
dona a la Iglesia.[4]
El CCE, por su parte, concebido bajo
el signo de la comunión en el Sínodo de 1985 que hace de la categoría
“comunión” uno de sus ejes centrales. Y quizás, es el más importante de ellos;
pues en mi tesis de doctorado he podido encontrar veintidós aspectos de la
comunión en el CCE y uno ellos –justamente el que nos interesa aquí: el de la
Iglesia– se despliega, a su vez, en otros diez aspectos internos.[5] Visto
lo cual, podemos decir que el CCE asume completamente –y refuerza aún más– lo
propuesto por el propio Vaticano II.
Hoy, Francisco –quien en Evangelii
Gaudium dice que una buena homilía debe tener “una idea, un
sentimiento, una imagen” (EG 157)– él mismo cumple esta consigna,
en la propia EG, cuando nos propone una Iglesia-Comunión a
imagen de la Trinidad,[6] amorosa,[7] y
“poliédrica”.[8]
Francisco continúa, así, con lo que plantearon el Concilio Vaticano II y el
CCE: impulsando un “corrimiento” del “modelo de Iglesia” hacia el modelo del
Dios Uno y Trino (y no un modelo que estuviera sólo en el extremo del “Dios
Uno”); y proponiéndonos el desafío de vivir el delicado equilibrio que es la
comunión –unidad en la diversidad– a imagen de la Trinidad.
[1] G. Lafont, Imaginer l´Eglise catholique, Paris, 2000. El libro ha sido traducido a varios idiomas… pero no al español.
Lafont publicó un segundo volumen en 2011, continuando con las ideas propuestas
en el libro anterior.
[2] Lafont llama “modelo gregoriano” al modo de estructurarse de la Iglesia
católica en, al menos, los últimos 500 años: cf. ibid., 49-84:
“La figura gregoriana de la Iglesia”. En las comillas que siguen, cito frases
de Lafont tomadas de estas páginas.
[3]
Cf. Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, 1-4; Sacrosanctum Concilium, 5-6; Dei
Verbum, 2-5.7; Gaudium et Spes, 1-3.
[5]
Cf. Tomo I, 347s:
“«Comunión» como categoría comprensiva”: disponible online en el repositorio
digital de la UCA (sección Tesis) en www.uca.edu.ar.
[6]
Cf. EG 40; 112-117; 131; 178. Y Francisco no deja de derivar el “modelo de
comunión” a algunos planos administrativos de la vida eclesial, cuando propone
una “saludable «descentralización»” (EG 16; cf. 32).
[7]
Cf. EG 188s. Las
palabras “amor” y “amoroso/a” aparecen 100 veces en EG; “caridad”, 19 veces; y
“solidaridad” y sus derivadas, 22 veces. Y parece ser ésta última la actitud
que privilegia Francisco, por eso remitimos a EG 188s.
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