En estos días del tiempo pascual hemos leídos más de una vez
la frase del Cuarto Evangelio en que Jesús dice: “Yo soy el Camino, la Verdad y
la Vida”.
Hubo una época en
que la frase se recortó y se hablaba de Cristo como “Verdad y Vida”; y en el
mismo contexto (y con el mismo trasfondo ideológico) se había olvidado a Dios
como Trinidad, y se hablaba de Dios como “Uno e Inmutable”, y de la Verdad como
“Una e Inmutable” como Dios mismo: a esta época responde lo que el sabio monje
y teólogo benedictino Ghislain Lafont llama “el modelo gregoriano” de la
Iglesia.[1]
Una consecuencia de esto era la siguiente: si alguien no estaba en la Verdad
corría el riesgo de perder la Vida eterna… con lo cual, hacerle aceptar la
Verdad ‒aunque sea a
la fuerza‒ se podía
presentar como un acto bueno. Olvidaron a Jesús quien nunca forzó a nadie a
nada, sino que invitó al seguimiento… (e incluso, invitó a que se vayan si eso
querían: ver Juan 6, 67).
En realidad, el
texto de Juan 14 que nos ocupa habla del Camino, y se podría quitar “Verdad y
Vida” y mantendría completamente su sentido narrativo:
“En la casa de mi Padre hay muchas moradas;
si no fuera así, se lo hubiera
dicho; porque voy a prepararles un lugar…
Y ustedes conocen el camino a donde voy. Tomás le dijo: Señor, si no sabemos adónde vas, ¿cómo vamos
a conocer el camino? Jesús le dijo: Yo soy el camino (y la verdad, y la vida);
nadie va al Padre sino por mí” (Juan 14, 2ss).
El camino implica
lo precario y lo mudable: si estamos de camino no estamos en casa y nos vamos
moviendo. Y también implica un sentido, una orientación… y una meta. Puede
haber caídas y cansancios. Incluso se puede equivocar el rumbo, pero también se
lo puede corregir…
Quien camina es
peregrino, y asume la precariedad y la mutabilidad como condiciones del
acercamiento hacia la meta.
El peregrino conjuga -paradójicamente- la precariedad de su situación con la fidelidad a una meta. Y puede conjugar esto, pues el peregrino no camina confiado en sus propias capacidades, sino en el Espíritu Paráclito -que ilumina y fortalece- para andar por el Camino que es Jesús hasta llegar a la casa del Padre.
El peregrino conjuga -paradójicamente- la precariedad de su situación con la fidelidad a una meta. Y puede conjugar esto, pues el peregrino no camina confiado en sus propias capacidades, sino en el Espíritu Paráclito -que ilumina y fortalece- para andar por el Camino que es Jesús hasta llegar a la casa del Padre.
Nuestra época, que
se suele llamar “posmodernidad” tiene como rasgos principales la mutabilidad,
la precariedad, la inestabilidad; por eso se ha hablado de una época “líquida”
a diferencia de la solidez que podían ofrecer las situaciones e instituciones hace
apenas unas décadas.
La figura del peregrino puede servir para
asumir nuestra situación de hombres de la posmodernidad, pero agregándole un
sentido y una meta a la situación de “andar a la deriva” que sufren muchos de nuestros
contemporáneos.
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