Uno es el caso de
Antonio, quien –al escuchar en la misa la lectura en que Jesús dice “vende todo
lo que tienes y sígueme”‒ escuchó resonar de tal modo esa palabra en su corazón
que, al salir de la iglesia, hizo eso y abrazó la vocación monástica. Y llegó a
ser un gran santo, hoy recordado como San Antonio Abad, uno de los primeros “Padres
del desierto”.
El segundo es el
caso de Arsenio, quien siendo joven iba con su padre a cazar al desierto. Allí
conoció a los monjes que vivían en el desierto y le agradó su modo de vida; así
que, llegado el momento, abrazó la vocación monástica. Y llegó a ser tan santo
como Antonio.
El tercer caso es
el de Moisés, quien –pasando necesidad‒ debía impuestos al imperio y lo andaba
buscando la policía imperial. Huyó al desierto y allí lo encontraron los monjes
medio desfallecido y lo asistieron. Moisés se quedó con ellos y finalmente,
también abrazó la vocación monástica. Y llegó a ser tan santo como los otros
dos.
Con lo cual tenemos
tres clases de comienzo de una vocación: un llamado místico hecho por Dios
mismo; el buen ejemplo de los hermanos; o la necesidad.
Pero lo importante
no es cómo empieza, sino cómo termina la historia.
(Resumen libre del texto de Juan Casiano, en Colaciones III,3, parte de la
conferencia de Pafnucio).
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