En
“Cuentos del amanecer” el P. Mamerto Menapace propone este relato. Siempre hay
alguien que nos recibe del otro lado con los brazos abiertos y una sonrisa en
los labios.
Cuando el pequeño se está gestando en el
seno de su madre, no es consciente de todo lo que vive. Pero vive. Y quizá en
su futura vida recordará mucho más de lo que nos imaginamos.
Son nueve meses en los que hora a hora y
día a día siente cómo adquiere una plenitud. Sus órganos se diferencian, su
sensibilidad se afirma, los grandes sistemas de su organismo comienzan a
cumplir sus propias funciones. Aunque no lo sepa y no se lo pueda expresar a sí
mismo, y menos aún a los demás, sin embargo se da cuenta de que algo se acerca.
La plenitud siempre estalla en una nueva manera de existir. No hay plenitud que
cristalice permaneciendo estática. Eso nunca sucede con la vida. Y todo ser
vivo guarda en su memoria ancestral la experiencia de los pasos a esas nuevas
etapas, mucho más plenas.
Pero el dolor y la angustia también están
presentes. Allí donde la vida comienza un nuevo ciclo se hace necesario que el
anterior muera, termine, se rompa para dar salida a lo que ahora comienza. Y
esto no se hace de una manera tranquila y lúcida. Se abandona lo conocido se
entra en lo misterioso. Se abandona la experiencia y se arriesga la esperanza.
Terminados sus nueve meses de gestación,
la criatura presiente que algo va a suceder. Las contracciones se lo anuncian.
Todo entra en la extraña situación de ruptura y paso. Finalmente sobreviene el
parto para la madre que da a luz. Pero, para el hijito, la experiencia es muy
diferente. Siente que se le expulsa, obligándolo a abandonar lo familiar, lo
conocido, lo seguro. Del resto no sabe nada. Si pudiera expresarlo en palabras,
quizá se diría angustiado a sí mismo:
-iEsto es el fin!
Sus padres, y todos aquellos que aguardan
su venida, saben muy bien que esto no es el fin absoluto. Es simplemente la
conclusión de una etapa y el comienzo de la verdadera vida. Es cierto que en el
seno materno no se tenía frío, ni hambre, ni había clases sociales. Pero en
este paso no se cae al vacío. Haya su llegada un par de brazos paternos y senos
maternos que lo aguardan para recibirlo.
Esta
segunda etapa será inmensamente mejor. Ni el ojo vio ni el oído oyó en el seno
materno lo que le estaba preparado para cuando sus padres pudieran expresarle
plenamente su amor en un cara a cara. Allá fueron nueve meses. Ahora
podrían ser noventa años. Antes fue solo el tiempo de crecer recibiendo. Comienza
ahora el tiempo del compartir creciendo juntos al dar y al recibir. Etapa del
ver, del sentir, del amar, del comunicarse y dar la vida para que otros vivan.
A los que estamos en esta segunda parte,
cada día la vida nos anuncia que avanzamos hacia la angustia de un nuevo paso.
Para los que gemimos en el seno materno de esta tierra, nos resulta
incomprensible e inimaginable lo que habrá más allá. Igual que nos sucedió
cuando se acercaba nuestro propio alumbramiento. Cuando se acerque nuestra
segunda ruptura, puede ser que revivamos la vieja experiencia que celebramos en
cada cumpleaños, pero de la que recordamos solo la alegría de nuestros padres.
Ellos fueron quienes nos enseñaron a festejarla. Pero nosotros, si fuéramos
sinceros tendríamos que saber que aquello nos hizo exclamar, igual que lo hará
ahora:
-iEsto es el fin!
Los
que esperan nuestra llegada sonreirán sabiendo que solo se trata de un comienzo
doloroso y festivo. Nos esperan dos brazos de padre para
decirnos:
-iVengan, benditos, al Reino que os está
preparado!
Desde
ya, ellos nos enseñan a festejar el acontecimiento, cuando recordamos su propio
paso desde este rancho de barro hacia la morada eterna en los cielos.
La vida no se nos quita, somos invitados
a vivirla en una nueva etapa.
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