Hubo dos grandes carencias en la
espiritualidad occidental en los últimos siglos: la Trinidad, y el Espíritu
Santo en particular... y ambas carencias se realimentan: no considerar al
Espíritu como Persona Divina impide ver a la Trinidad como Comunión de
Personas.
Por
eso, aprovechando la celebración de Pentecostés podemos reforzar nuestro
conocimiento y nuestra relación con la Tercera Persona Divina... que es la
primera con la que nos encontramos en nuestra vida, aunque en ese momento no
nos demos cuenta por la delicadeza y humildad del Espíritu; como decía ya San
Ireneo: “sin el Espíritu no es posible ver al Hijo de Dios, y, sin el Hijo,
nadie puede acercarse al Padre, porque el conocimiento del Padre es el Hijo, y
el conocimiento del Hijo de Dios se logra por el Espíritu Santo”.[1]
Para ayudar a ese conocimiento y esa
relación con el Espíritu Paráclito, les comparto algunos textos (comentados) de “Los Hechos de los Apóstoles” en que vemos al
Espíritu hablando en primera persona... textos que nos muestran que –después de
la Ascensión de Jesús– el Espíritu Santo es el conductor de la misión de la
Iglesia:
1. “El Espíritu Santo dijo a Felipe: «Acércate y
camina junto a su carro».” (Hch 8,29). Y el etíope que iba en el carro
será el primer bautizado que no es de raza judía: el Espíritu Santo comienza a
abrir la Iglesia a los paganos. Notemos, además, que el Espíritu Santo no sólo
habla –por lo tanto, es persona– sino que dirige y ordena la misión... como
Jesús lo hacía mientras estaba físicamente entre nosotros (ver Lc 9, 1-6; 10,
1-16). Por tanto, es Persona Divina, como lo es el Hijo.
2. “...el Espíritu Santo le dijo [a
Pedro]: «Allí hay tres hombres que te buscan. Baja y no dudes en irte
con ellos, porque soy yo quien los he enviado».” (Hch 10, 19-20). El
Espíritu sigue abriendo la puerta a los paganos, y ordena a Pedro ir a casa del
centurión Cornelio. El etíope del texto anterior no era de raza judía, pero era
un “prosélito”, es decir, practicaba la Ley de Moisés. En cambio, Cornelio ni
siquiera realiza esto. Por eso, Pedro tiene sus dudas en
bautizarlo. Y, cuando
Pedro alarga su discurso –y no actúa–, el Espíritu Santo toma la iniciativa y empuja a la Iglesia a dar el gran paso: “Mientras Pedro todavía estaba hablando,
el Espíritu Santo cayó sobre todos los que escuchaban la Palabra.
Los fieles de origen judío que habían venido con Pedro quedaron maravillados al
ver que el Espíritu Santo era derramado también sobre los paganos. En efecto, los
oían hablar diversas lenguas y proclamar la grandeza de Dios. Pedro dijo: «
¿Acaso se puede negar el agua del bautismo a los que ya recibieron el Espíritu
Santo como nosotros?».” (Hch 10, 44-47).
3. “En la Iglesia de Antioquía había profetas y
doctores... Un día, mientras celebraban el culto del Señor y ayunaban, el
Espíritu Santo les dijo: «Resérvenme a Bernabé y a Saulo para la obra a la cual
los he llamado». Ellos, después de haber ayunado y orado, les impusieron
las manos y los despidieron. Bernabé y Saulo, enviados por el Espíritu Santo,
fueron a Seleucia y de allí se embarcaron para Chipre.” (Hch 13, 1-4). Ya
habíamos visto –cuando meditamos sobre las obras de Jesús– que elegir personas
y enviarlas en misión, es una potestad divina. Y ahora podemos tener una
perspectiva completa: en el Antiguo Testamento es Dios quien llama y envía a
los profetas; en los Evangelios, el Hijo es quien llama y envía a los Apóstoles
y discípulos; y, una vez que Jesús asciende al cielo, es el Espíritu Santo
quien llama y envía. En este caso, también es el Espíritu Santo quien
impulsa a la Iglesia en un paso de máxima importancia, pues con este
llamado a Bernabé y Saulo – a quien luego conoceremos como San Pablo– comienzan
los viajes misioneros, que llevarán
la Buena Noticia más allá de Palestina.
4. “Como el Espíritu Santo les había impedido
anunciar la Palabra en la provincia de Asia, atravesaron Frigia y la región de
Galacia. Cuando llegaron a los límites de Misia, trataron de entrar en Bitinia,
pero el Espíritu de Jesús no se lo permitió. Pasaron entonces por Misia
y descendieron a Tróade. Durante la noche, Pablo tuvo una visión. Vio a un
macedonio de pie, que le rogaba: «Ven hasta Macedonia y ayúdanos». Apenas tuvo
esa visión, tratamos de partir para Macedonia, convencidos de que Dios nos
llamaba para que la evangelizáramos.” (Hch 16, 6-10). Estamos en medio del
segundo viaje de San Pablo. Y Pablo y los suyos están difundiendo el
Cristianismo por el continente asiático. Pero el Espíritu Santo tiene
otras ideas: les impide ir hacia al sur, y tampoco les permite desviarse
hacia el norte: sólo les queda avanzar hacia el oeste. Y, de este modo, el
Espíritu Santo los dirige al puerto de Tróade, que es el puerto asiático
que está frente a Europa. Desde allí, por medio de una visión, el Espíritu
Santo les hace dar otro gran paso: el Cristianismo cruza el mar y llega a un
nuevo continente.[2]
En resumen, vemos que el libro de “Los Hechos de los Apóstoles” nos
muestra que –después que el Hijo deja de estar físicamente entre nosotros– el
Espíritu Santo es quien continúa con las actividades que el Hijo realizaba.
Después de la Ascensión de Jesús, el Espíritu Santo es quien está presente en
la comunidad cristiana, quien toma las decisiones de llamar y enviar
misioneros, y quien despliega las etapas sucesivas de la misión cristiana.
Incluso, cuando los dirigentes humanos dudan –como Pedro en casa de Cornelio– o
se equivocan en sus intenciones –como Pablo, al querer quedarse en Asia– el
Espíritu Santo interviene, clarificando y rectificando las situaciones.[3]
Los Apóstoles, por su parte, son conscientes de esta presencia del
Espíritu Santo. Y saben que – ahora que Jesús ascendió– el Espíritu Santo es quien
preside a la Iglesia. Por eso, el primer documento escrito que emiten las
autoridades cristianas dice: “El Espíritu
Santo y nosotros, hemos decidido...” (Hch 15,28). Los Apóstoles se expresan
así porque saben que, en comparación con el Espíritu Santo, su papel es
secundario y temporal: es el Espíritu quien seguirá siempre presente en la
Iglesia, llevando el Cristianismo hasta los confines de la tierra.[4]
[2] Otros lugares en donde se dice
que el Espíritu Santo habla: Hb 3,7; 1 Pe 1, 11s; 2 Pe 1, 21; 1 Tm 4,1, Ap 2,
7.
[3] Ver R.Brown, Las Iglesias que los Apóstoles nos dejaron,
Bilbao, 19862; Capítulos 4 y 7.
[4] Esta reflexión está tomada de la 5ª meditación de mi libro: Meditaciones sobre la Trinidad, Buenos Aires, 20102; pp. 46–50
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