Si en un grupo alguien lleva una torta para compartir, no queda más
remedio que dividirla en porciones y cada uno recibe una porción.
De este pequeño evento particular podemos derivar una
especie de definición general: “Para compartir las cosas materiales es
necesario dividirlas, y cada uno recibe una parte”.
Pero con las realidades espirituales no sucede así. Y aquí
hay que aclarar que cuando digo “realidades espirituales” no me refiero a nada
religioso ni sobrenatural: los seres humanos somos un compuesto de espíritu y
materia, y hay realidades humanas que son fundamentalmente espirituales, como
el conocimiento.
Cuando alguien comparte conocimientos –un docente en una
clase, por ejemplo– no los pierde; y cada persona que los recibe puede
llevarse la totalidad de lo que el docente comparte. Por lo tanto, aquí sucede al contrario que en
el caso anterior: las realidades espirituales, al ser compartidas… ¡se
multiplican!
O, precisando (un poco) el lenguaje para que nos sirva para el
misterio de la Trinidad, podemos decir que “Una realidad espiritual puede ser
poseída por distintas personas, simultánea y totalmente”.
Cuando recordamos que la “naturaleza divina” es espiritual, podemos reflexionar así: Dios Padre que es “la fuente y el origen de
toda la divinidad” (CCE 245) le comunica la divinidad al Hijo –sin perderla,
como el docente comunica conocimientos sin perderlos- y así engendra al Hijo,
que es “Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero; engendrado,
no creado, de (o desde) la misma naturaleza del Padre”.
Y algo semejante sucede en la comunicación que el Padre y
el Hijo hacen al Espíritu Santo.
De este modo, podemos contemplar un poco cómo es que: “Las
personas divinas no se reparten la única divinidad, sino que cada una de ellas
es enteramente Dios” porque “"Cada una de las tres personas es esta
realidad, es decir, la substancia, la esencia o la naturaleza divina” (CCE 253).
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