Introducción [1]
La Iglesia es
ciertamente una institución, y su finalidad es la preparación del Reino de Dios
por medio del desarrollo del Cuerpo de Cristo que ella representa.
En lo esencial, el
conjunto institucional se remonta a Cristo o –quizás, más precisamente‒ a la
Iglesia primitiva. Y desde el comienzo hubo formas institucionales diversas,
según la diversa interpretación del
Misterio revelado. De este modo, con la ayuda del Espíritu Santo ‒que no cesa
de acompañar a la Iglesia‒ se mantiene una fidelidad creativa al Evangelio.
La transformación
estructural de la Iglesia puede ser tanto un deber (o sea, que Dios nos pedirá
cuentas si no lo hacemos) como una oportunidad (que Dios nos invita a aceptar), y que podría ser una bendición para el anuncio del Evangelio y para la santidad
de la Iglesia.
Para empezar, podemos decir que
hay un paralelismo entre el modo de confesar la fe y el modo de estructurar la
Iglesia, pues la confesión de la fe es la primera “institución” de la Iglesia.
Y vemos que desde finales de la Primera Guerra mundial se han producido unos
desplazamientos en la confesión de la fe de la Iglesia. Este desplazamiento en
el modo de confesar la fe, está pidiendo unos desplazamientos semejantes en su
modo de estructurarse. Y, en el fondo, el deber es sostener este movimiento que
el Espíritu ha suscitado en la Iglesia. Una tal transformación estructural es
claramente una oportunidad para la Iglesia. El Concilio Vaticano II la ha
propuesto. ¿Seremos capaces de aprovecharla?
Veamos esos
desplazamientos en el modo de confesar la fe
‒ Respecto de Dios:
Antes teníamos un discurso sobre el “Omnipotens
Deus” centrado en su existencia, esencia y atributos; y de una teología
trinitaria basada en reflexiones metafísicas y lógicas que centradas en la
noción de “relación subsistente”. Hoy tenemos una teología que es trinitaria
desde sus comienzos y en la cual se incorporan temas como el “sufrimiento de
Dios”. Hoy el problema es