viernes, 6 de diciembre de 2019

Ortodoxia y Ortopraxis (versión 2)

   Stella Morra, teóloga italiana que fue invitada este año a la reunión de la SAT (Sociedad Argentina de Teología) cuestiona la relación  de causa-efecto entre ortodoxia y ortopraxis que es un supuesto implícito desde Trento.[1] Según este modo de pensar, lo importante es tener los dogmas correctos y entonces la vida será correcta... salvo el accidente del pecado (considerado como un evento sólo moral y principalmente individual).[2]


    Ya la teología de la liberación (y una de sus variantes: la teología del pueblo) cuestionaban que esa sea la relación entre ortodoxia y ortopraxis, al poner el compromiso por la liberación, la opción por los pobres, etc. como el "lugar" desde el cual se podría entender mejor el Evangelio.

   C. Theobald a su manera (con el “estilo hospitalario” de Jesús) y M. Bellet desde la suya (con el amor humano) también hablan de "ámbitos" que permiten hacer una experiencia de Dios que no viene pautada principalmente por el dogma. Y Morra propone, desde Francisco, tomar la misericordia como "forma eclesial" y “ámbito” en el cual se manifiesta lo más importante del Evangelio.


   A su modo, también decía algo Benedicto XVI en su primera encíclica "Dios es Amor", en que insistía en la figura de Teresa de Calcuta (DCE 18, 36 y 40)  como el modo en que el mensaje del Evangelio puede ser entendido por el mundo de hoy (cf. DCE 25).

   Respecto de la historia de la creciente centralidad del dogma, el desarrollo tiene un punto de partida en el Concilio de Nicea,[3] pero durante el primer milenio el dogma solamente marcó los límites del campo de juego... luego, el juego (la Palabra, la liturgia, la comunidad, la oración) se vivían dentro de ese campo.[4] Pero con la escolástica el dogma adquiere el protagonismo (como señala Lafont, quien por otra parte prologa el mencionado libro de Morra).[5] Y en la contrarreforma hay un incremento que llega a su apoteosis en el Vaticano I con la definición de la infalibilidad del Papa.

   De mi parte, teniendo la impronta bíblica como un elemento fuerte, veo que “la ortopraxis de la  koinonía”  de la comunidad de Jerusalén que describe Hechos de los Apóstoles, [6] es el “ámbito” donde surge la mismísima Escritura cristiana, que ‒como Palabra de Dios‒ es el núcleo de la ortodoxia, muy por encima del Magisterio y del dogma… como enseña el mismo Magisterio.[7] Y por eso, decimos que “Tradición y Escritura están indisolublemente unidas” y de algún modo “se funden”(DV 9): la una es el ámbito existencial del origen (y, entonces, de la interpretación) de la otra...

   Por su parte, otro texto lucano, la parábola del buen samaritano (Lc 10,29ss) muestra que vive realmente el mandamiento divino del amor al prójimo quien no tiene la ortodoxia doctrinal y litúrgica (que sí tienen el sacerdote y el levita), pero tiene la ortopraxis de la compasión fraterna.[8]

   Y esta praxis de la vida comunitaria se remonta, por supuesto, al propio Jesús: desde el principio de su vida pública elige discípulos con los que va formando una comunidad (Mc 1, 16ss), y -salvo en los momentos en que se retira a orar en soledad (Mc 1,35ss)- lo vemos siempre rodeado de gente, particularmente, por sus discípulos. Incluso, podemos decir que Jesús nunca es sin comunidad: antes de su vida pública su comunidad es la Sagrada Familia... y antes de su encarnación -y siempre- su comunidad es la Trinidad:  la ortopraxis divina es la Comunión o koinonía.


   Volviendo al tema de la ortodoxia, el Cuarto Evangelio nos recuerda que la verdad no es tanto una afirmación sintética exacta, cuanto un ámbito y un modo de vivir: la verdad es algo que se hace o se pone por obra (3,21), cuyo conocimiento hace libre (8,12), una especie de camino en el uno se mantiene o persevera (8,44); el propio Jesús es el Camino, la Verdad y la Vida (trilogía que enmarca la verdad en medio de dos elementos dinámicos); por eso, la verdad nunca es algo que se posee definitivamente, sino que el Espíritu de la Verdad nos va conduciendo hacia la verdad completa (16,13). Incluso, se podría decir que no es el creyente el que posee la verdad, sino que es poseído por ella: “el que es de la verdad escucha mi voz” (18,37).[9]






[1] Morra, S. (2019). Dios no se cansa. La misericordia como forma eclesial. Buenos Aires: Ágape, pp. 85-89.
[2] La autora hace notar que se había perdido de vista “el misterio del pecado” que amerita una reflexión teológica sobre esa herida en la creación y en el hombre ‒como muestra la Palabra de Dios‒ antes de acceder a una valoración moral. Como dato notable, indica que en los dos primeros tomos del famoso manual posconciliar Mysterium Salutis la palabra “pecado” no se encuentra ni siquiera catalogada: p. 87, nota 75.
[3] San Atanasio dice que, a pesar de querer mantener el vocabulario bíblico, los obispos reunidos en Nicea no pudieron hacerlo pues las expresiones bíblicas no eran suficientemente precisas para evitar las interpretaciones arrianas (cf. texto y comentario en Ferrara, R. (2005). El Misterio de Dios, correspondencias y paradojas. Salamanca: Sígueme, p. 402). Pero yo me pregunto si no hubiera bastado con el himno de Flp 2, 6-11 para precisar la condición divina del Hijo con sus expresiones “siendo (hypárjon) de condición divina (morphé theoú)… igual a Dios (isa theó)… tomó (labón) la condición de esclavo asumiendo la semejanza (homoiómati) humana”.
[4] En ese sentido, como hace notar también S. Morra, es modélico el enunciado del Concilio de Calcedonia, sobre el modo de la unión de lo divino y lo humano en Jesús: “sin confusión, sin división, sin cambio, sin separación”: define un espacio, no un punto.
[5] Lafont, G. (1994). Histoire théologique de l´Église catholique. Itinéraire et formes de la théologie. Cerf, Paris. P. 184.
[6] Dos textos ilustrativos principales: “La multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma. Nadie consideraba sus bienes como propios, sino que todo lo tenían ellos en común. ” (Hch 4, 32). Todos se reunían asiduamente para escuchar la enseñanza de los Apóstoles y participar en la koinonía, en la fracción del pan y en las oraciones” (Hch 2, 42).
[7] Por ejemplo: Concilio Vaticano II, Dei Verbum 10: “El Magisterio no está por encima de la palabra de Dios, sino a su servicio”.
[8] Y si Jesús criticó duramente a alguien fue a los fariseos y a los mercaderes del Templo (que usaban la religión en beneficio propio ‒social y/o económico‒ invirtiendo la lógica del religarse con Dios, que es relación al Otro y a los otros, y no egoísmo). Por contraste, destacaba su praxis de acogida de aquellos que la sociedad de su época marginaba. Quizás el único debate sobre un punto doctrinal con un grupo judío es con los saduceos, sobre si hay o no resurrección de los muertos (Mt 22,23ss). Pero, por otra parte, sería minimizar el tema decir que Jesús no aporta contenidos de fe originales. En realidad es más bien al contrario: su imagen de Dios como Abbá, su reivindicación de una condición divina propia, la revelación del Espíritu como persona divina (es decir, la Trinidad de personas), la constitución de una Nueva Alianza con la elección de los Doce y la instauración del Bautismo y la Eucaristía, etc. marcan contenidos de fe y de vida que lo distinguen del judaísmo… y que será lo que lo llevará a la cruz. Pero lo que quiero indicar aquí es que Jesús no hace de esos contenidos un elemento de debate doctrinal, sino una propuesta de conjunto que es opcional: “Si alguno quiere seguirme…” (Mt 16, 24). Naturalmente, como todas las opciones libres, también ésta tiene sus consecuencias (cf. Mt 7, 24-27).
[9] Y si nos remontamos a las raíces semíticas del tema, vemos que el verbo hebreo yadah (traducido usualmente como “conocer”) implica una experiencia tal de lo conocido que puede usarse para referirse a las relaciones íntimas en el matrimonio; sobre este trasfondo está la frase de María en la Anunciación: “¿Cómo puede ser esto si yo no conozco varón?”.