domingo, 11 de junio de 2023

¿Qué significa «poner la otra mejilla»?

   En la enseñanza de Jesús encontramos algunos desafíos que parecen imposibles. Uno de ellos es el consejo que dice: “al que te abofetee en la mejilla derecha ofrécele también la otra” (Mt 5,39; Cf. Lc 6,29).

  Pero puede sorprendernos que sea Dios mismo el primero en ofrecer la otra mejilla a nuestros golpes… y no me refiero a Jesús (Cf. Is 50,6) sino a Dios Padre.

   Pues nosotros le hicimos a Dios lo peor que se le puede hacer a un padre, que es matar a su hijo. Y Dios Padre, del mayor crimen cometido por los hombres, sacó para Jesús la Resurrección y para nosotros ‒no el merecido castigo‒ sino la Redención.

   “Poner la otra mejilla” significa hacer lo que hace Dios ‒quien siendo “perfecto en el amor”‒  “hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos” (Mt 5,45).

   Porque ante cualquier cosa que nosotros le hagamos a Dios ‒buena o mala‒ Dios siempre nos devuelve amor.

 

¿Qué lugar evoca mejor el sentido cristiano de la celebración eucarística: la basílica o el teatro?

   Julio Ramos, teólogo especialista en Pastoral, dice que:

   “…la autorrealización de la Iglesia pasa por el diálogo con la historia y con los elementos de la historicidad... El lenguaje, los edificios, las vestiduras, la estructura jurídica, la estructura mental, los moldes filosóficos, etc., son asumidos por el evangelio y puestos al servicio de la evangelización. Solamente así puede encarnarse en un contexto cultural. Aunque este diálogo puede ser costoso y fuente de problemas, es absolutamente necesario para que la misión de la Iglesia, la tarea para la que ha nacido, siga realizándose”.[1]

   Dado que en las culturas encontramos tanto las “semillas del Verbo” como las “heridas del pecado”, será necesario un discernimiento para ver qué elementos de una determinada cultura expresan mejor la novedad del Evangelio.

  Yendo a la historia de la Iglesia antigua, vemos que Constantino impulsó el uso de la basílica como lugar del culto cristiano, que Jesús había comenzado en una mesa de una casa de familia, y que ‒también en una mesa familiar‒ se siguió haciendo en la época apostólica, como nos muestra el libro de los Hechos de los Apóstoles (sobre esto, véase una entrada anterior en este mismo blog, titulada Un cambio muy grande y muy poco estudiado).

   Me pregunto si otro edificio de la misma época, que también permitía una reunión multitudinaria no hubiera sido más apto para el culto cristiano: me refiero al teatro. Ignoro si en la voluminosa obra de H. U. von Balthasar ‒tan grande que su sobrino y teólogo jesuita Peter Henrici (fallecido hace pocos días) dijo que “Balthasar ha escrito más libros de los que un hombre normal puede leer en toda su vida”‒[2] hay algo al respecto. Pero me parece que Balthasar hubiera preferido el teatro a la basílica.

   El teatro expresaría mejor el drama de la historia de la salvación, perspectiva que tanto exploró Balthasar que pudo poner como momento central de su Trilogía los cinco tomos de su Teodramática.

    Además, que el corazón de la celebración en la mesa del altar esté en un lugar más bajo que los asistentes evocaría la kénosis del Hijo de Dios; siendo “kénosis” quizás la categoría central la síntesis de Balthasar… que llega a hablar de cinco kénosis, comenzando con la kénosis del Padre al engendrar al Hijo en la eternidad .[3]

    Finalmente, la forma semicircular del teatro evoca mejor la comunión o koinonía de la asamblea (como la columnata de la plaza de San Pedro que parece abrazar a los asistentes) y permite que los asistentes puedan también verse entre sí, cosa que no sucede tan cumplidamente en la basílica.



[1] Julio Ramos, Teología pastoral, Madrid, 1995; p. 30

[2] Citado por: Rodrigo Polanco, Hans Urs von Balthasar I. Ejes estructurantes de su teología, Santiago de Chile, 2021; p. 28 (nota 3).

[3] H. U. von Balthasar, Teodramática IV “La acción”, Madrid, 1985; 307-308.

 

domingo, 4 de junio de 2023

Buda, Platón y San Juan de la Cruz: la experiencia mística y sus marcos conceptuales

  La experiencia tiene el sabor de lo inmediato y una dimensión exuberante. La explicación de la experiencia se sirve de los marcos conceptuales que quien vive la experiencia tiene a mano.

   Cuando el Buda quiere explicar la experiencia de contacto con el Absoluto se sirve del concepto de fusión con el Todo, que toma del hinduismo que lo circunda y su visión panteísta. Pero cuando uno reflexiona sobre la experiencia a que remite el Buda, podría pensar ‒desde otro marco conceptual como puede ser el marco bíblico que esa “fusión” es una comunión tan intensa que se difuminan los límites. Cuando San Juan de la Cruz explica la experiencia de comunión más intensa que se pueda dar con Dios, habla de “toque de sustancia desnuda con sustancia desnuda”, la de Dios y la del alma, sin imagen y sin concepto. Y se cuida de mantener la distinción entre comunión y fusión, pues se nutre del marco conceptual bíblico. Pero salvado esto ‒que se dice explícitamente‒ la descripción de la experiencia está en el límite con la fusión: “endiosando la sustancia del alma, haciéndola divina, en la cual absorbe el alma sobre todo ser, a Ser de Dios” (Llama de Amor Viva B, 1,35).

   Cuando Platón explica el conocimiento como una reminiscencia que procede de una vida anterior ‒puramente espiritual‒ que el alma tuvo antes de caer en este mundo y encarnarse en un cuerpo, quiere dar cuenta de un conocimiento que tiene sabor de trascendencia y que no viene desde los sentidos externos. Pero esto mismo lo puede explicar San Juan de la Cruz como una “noticia interior sin imagen y sin concepto” que llega a la conciencia desde lo más profundo del alma, centro en el cual se encuentra Dios, que “es más interior a mí, que yo mismo” como decía San Agustín. Entonces ese conocimiento que se experimenta como de origen espiritual y trascendente no vendría de una “vida anterior distinta a la actual” sino de una “instancia interior distinta a mí mismo”.