sábado, 30 de abril de 2016

El icono de la Trinidad de Rublev (1ª Parte)


    En el encabezado de este blog he puesto el ícono "La Trinidad" de Rublev. Lo que sigue es la  explicación de algunos elementos del ícono.

   1. A lo largo de los siglos los teólogos han intentado adentrarse en el misterio de la Trinidad, los santos lo han vivido, los místicos lo han gustado, pero fue Andrei Rublev quien logró el mejor intento de pintarlo, para introducir en él al pueblo cristiano. Su icono de la Trinidad, obra maestra del arte pictórico, es también un compendio de teología trinitaria que se ofrece a la mirada de la fe.
   Data del año 1411 aprox. y se encuentra actualmente en la Galería Tetriakov de Moscú. La imagen original tiene un tamaño de 142 cm. de alto, por 114 cm. de ancho.

   2. La palabra ícono (o icono) es de origen griego, y significa “imagen”. Pero en la tradición cristiana oriental, el ícono es mucho más que “un cuadro”: el ícono es “como un sacramento”, en cuanto que –desde lo visible– quiere introducirnos en el misterio invisible de Dios. Por eso, al ícono se lo venera, como la imagen sagrada que es. Y, sobre todo, el ícono es camino hacia la contemplación. 

sábado, 23 de abril de 2016

Soledad, Comunión, Trinidad


 A veces experimentamos una soledad profunda, a pesar –incluso– de que las personas que nos rodean quieren acompañarnos. Entonces uno recuerda aquella definición de “persona” del teólogo franciscano Juan Duns Scoto: “ultima solitudo”, es decir, “última soledad” o “soledad extrema”,[1] pues cada persona es una identidad única e irrepetible.
   Y contemplamos “algo así” en la Trinidad: en ella hay un sólo Padre, un sólo Hijo, un sólo Espíritu Santo; cada una de las Personas es única, con una identidad personal irrepetida e irrepetible. Por eso, afirmando por un lado la comunión infinita que son los Tres Infinitos, también podemos afirmar la “infinita soledad” de cada Uno de Ellos: El Padre es sólo Padre, nunca fue Hijo y nunca lo será; el Hijo es sólo Hijo, nunca fue Padre y nunca lo será; el Paráclito es sólo Paráclito, nunca fue Padre ni Hijo, y nunca lo será.
    Soledad abismal... y –paradójicamente– Comunión infinita en la cual “un Abismo llama a otro Abismo” (Salmo 42, 8) desde su propia interioridad, pues “a causa de” su “unidad el Padre está todo en el Hijo, todo en el Espíritu Santo; el Hijo está todo en el Padre, todo en el Espíritu Santo; el Espíritu Santo está todo en el Padre, todo en el Hijo” (CCE 255).
   Por esto –a pesar de la soledad de que estamos hablando– Jesús podía decir, incluso ante el abandono de sus discípulos: “Yo nunca estoy solo, porque el Padre está conmigo” (Jn 16,32).
   Parecidamente, si nosotros tomamos conciencia de que la Trinidad inhabita en nuestro corazón, podemos decir siempre: “yo nunca estoy solo, pues la Trinidad está conmigo”... 
¡hay una fiesta de Comunión Infinita en el fondo de nuestro corazón!
   Y con esto, la definición de Escoto sobre la persona como "soledad última" aparece -paradójicamente- como una definición penúltima...




[1] J. D. Escoto, Reportata Parisiensia, I, d. 25. q. 2, n. 14.

miércoles, 13 de abril de 2016

Don de sí mismo y Comunión: dos miradas complementarias sobre la Trinidad eterna





   En la entrada anterior, decía yo que las dos claves “don de sí” y “comunión” se me revelaron en primer lugar en su misma fuente: la Trinidad divina. Paso a compartir un poco de esto...
   Cuando contemplamos a Dios, a lo máximo que llegamos en esta vida es a una síntesis en que dos elementos se relacionan de modo paradojal: cada uno tiene sentido en sí mismo... pero cuando los queremos unir para lograr la síntesis final, nuestro pobre espíritu queda deslumbrado y ya no puede avanzar más. Y esto es razonable, pues –como decía San Agustín–: “Si lo comprendiste bien, no es Dios”.[1]
   Considerando a la Trinidad en sí misma vemos estas dos claves: contemplamos que el Padre engendra al Hijo con amor infinito; que el Hijo se “devuelve” al Padre con gratitud infinita; y –de este infinito amor mutuo– procede el Espíritu Paráclito como la “Persona Amor” que es el abrazo final de la Trinidad. Así, desde esta mirada, contemplamos el mutuo don de sí de las Tres Personas.
   Pero, al mismo tiempo, sabiendo que en la eternidad no hay sucesión –no hay “antes” y “después”– también debemos confesar que siempre estuvieron los Tres en un abrazo perfecto. Nunca hubo un momento en que haya estado el Padre sin el Hijo, pues en la eternidad no hay momentos. Y, desde esta otra mirada, contemplamos a la Trinidad como comunión eterna, infinita e inmutable.
   Para quienes manejan el lenguaje técnico de la teología clásica, digamos simplemente que la "Trinidad in fieri" manifiesta el don de sí mismo, y la "Trinidad in facto esse" expresa la comunión.
   Ambos aspectos se identifican en la realidad, pero nuestra pobre mente humana necesita esta “reduplicación” como muestra agudamente el teólogo benedictino Ghislain Lafont,[2] y como dice bellamente San Juan de la Cruz:

                   “El Verbo se llama Hijo, que del Principio nacía;
               siempre le ha concebido y siempre le concebía;
               le da siempre su sustancia, y desde siempre la tenía”.[3]



[1] Para una aplicación de la paradoja en cuatro aspectos de la contemplación de Dios: cf. R. Ferrara, El Misterio de Dios. Correspondencias y paradojas, Salamanca, 2005, 174-342.
[2] G. Lafont, Peut-on connaitre Dieu en Jésus-Christ? Problematique, Paris, 1969, 130, 132, 138… 234, etc.
[3] San Juan de la Cruz, Romance sobre la Trinidad; en Obras completas, Madrid, 1980, 69. Modificamos levemente el texto para hacerlo más afín al idioma español actual.