sábado, 23 de abril de 2016

Soledad, Comunión, Trinidad


 A veces experimentamos una soledad profunda, a pesar –incluso– de que las personas que nos rodean quieren acompañarnos. Entonces uno recuerda aquella definición de “persona” del teólogo franciscano Juan Duns Scoto: “ultima solitudo”, es decir, “última soledad” o “soledad extrema”,[1] pues cada persona es una identidad única e irrepetible.
   Y contemplamos “algo así” en la Trinidad: en ella hay un sólo Padre, un sólo Hijo, un sólo Espíritu Santo; cada una de las Personas es única, con una identidad personal irrepetida e irrepetible. Por eso, afirmando por un lado la comunión infinita que son los Tres Infinitos, también podemos afirmar la “infinita soledad” de cada Uno de Ellos: El Padre es sólo Padre, nunca fue Hijo y nunca lo será; el Hijo es sólo Hijo, nunca fue Padre y nunca lo será; el Paráclito es sólo Paráclito, nunca fue Padre ni Hijo, y nunca lo será.
    Soledad abismal... y –paradójicamente– Comunión infinita en la cual “un Abismo llama a otro Abismo” (Salmo 42, 8) desde su propia interioridad, pues “a causa de” su “unidad el Padre está todo en el Hijo, todo en el Espíritu Santo; el Hijo está todo en el Padre, todo en el Espíritu Santo; el Espíritu Santo está todo en el Padre, todo en el Hijo” (CCE 255).
   Por esto –a pesar de la soledad de que estamos hablando– Jesús podía decir, incluso ante el abandono de sus discípulos: “Yo nunca estoy solo, porque el Padre está conmigo” (Jn 16,32).
   Parecidamente, si nosotros tomamos conciencia de que la Trinidad inhabita en nuestro corazón, podemos decir siempre: “yo nunca estoy solo, pues la Trinidad está conmigo”... 
¡hay una fiesta de Comunión Infinita en el fondo de nuestro corazón!
   Y con esto, la definición de Escoto sobre la persona como "soledad última" aparece -paradójicamente- como una definición penúltima...




[1] J. D. Escoto, Reportata Parisiensia, I, d. 25. q. 2, n. 14.

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