domingo, 18 de diciembre de 2016

La misericordia y la comunión


   Hay una complementariedad entre la misericordia y la comunión.
   Ya en el Antiguo Testamento se puede ver esa complementariedad entre la Promesa hecha a Abraham y la Alianza celebrada con Moisés. Pues la Promesa es unilateral: Dios se compromete a bendecir a Abraham y su descendencia… y ellos no tienen que hacer nada: todo es gracia y misericordia. En cambio, con Moisés, el pueblo es convocado a hacer una Alianza con Dios, en la cual el pueblo se compromete a ser fiel a Dios, a vivir según su Palabra, a rendirle culto sólo a Él. La Alianza es bilateral y eleva al pueblo a una dignidad increíble: una relación viva con el Dios vivo. Porque “relación” significa “ida y vuelta”, es decir, un vínculo bilateral (aunque sea asimétrico, como siempre lo es la relación con Dios).
   Como muestra Pablo en la Carta a los Gálatas (3,17 y su contexto), la Alianza “que llega cuatrocientos treinta años después” no anula la Promesa: la misericordia sigue siendo el fundamento de la relación del hombre con Dios; pues si el hombre falla, Dios sigue siendo misericordioso con él y lo convoca a la conversión y le concede el perdón. Pero Dios convoca al hombre a algo más que ser mero receptor pasivo de la gracia, pues la gracia es transformante y eleva al hombre a la posibilidad de la comunión con Dios en la fe, la esperanza y el amor.
   Este poder transformante de la gracia también lo expresa Pablo con mucha fuerza: a diferencia del brillo del rostro de Moisés que se diluía rápidamente (y por eso se cubría el rostro con un velo), “nosotros que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosos: así es como actúa el Señor, que es Espíritu” (2 Cor 3,18).
   Esta fuerza transformante de la gracia no es otra cosa que la fuerza de la resurrección de Jesús actuando en nosotros que somos miembros de su Cuerpo: “Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo resucitó de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva” (Rom 6,4). Y esta vida nueva se expresa en “el fruto del Espíritu que es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, modestia, dominio de sí” (Gál 5, 22s). Y en la oración “también el Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad. Pues nosotros no sabemos pedir como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables” (Rom 8,26), porque “Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!” (Gál 4,6).
   Por eso podemos decir que nuestra vida espiritual tiene su principio (y su reaseguro permanente) en la misericordia divina y tiene su consumación en la comunión escatológica con la Trinidad y la comunidad de los salvados, en la Jerusalén celestial (cf. Ap 21 y 22); y esa consumación está anticipada ya en la comunión con Dios que tenemos mediante su gracia y las virtudes de la fe, la esperanza y el amor.



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