sábado, 6 de abril de 2019

Francisco y la sinodalidad: un punto de inflexión en la historia de la Iglesia (publicado en Eclesia, marzo 2019)


   En marzo del año pasado la Comisión Teológica Internacional (CTI) presentó su documento sobre “La sinodalidad en la vida y en la misión de la Iglesia”, aprobado por Francisco . 
   Y, de hecho, el documento comienza citando al propio Francisco, pues su primer párrafo dice así :
   «El camino de la sinodalidad es el camino que Dios espera de la Iglesia del tercer milenio»: este es el compromiso programático propuesto por el Papa Francisco en la conmemoración del quincuagésimo aniversario de la institución del Sínodo de los Obispos por parte del Beato Pablo VI. En efecto, la sinodalidad – ha subrayado – «es dimensión constitutiva de la Iglesia», de modo que «lo que el Señor nos pide, en cierto sentido, ya está todo contenido en la palabra “Sínodo”»”(al final de esta nota está el enlace al documento completo).
   Esta propuesta de Francisco, fundamentada teológica y pastoralmente por la CTI, es un punto de inflexión en la historia de la Iglesia. Y por eso quiero poner el contexto del documento en este amplio marco de la historia de la Iglesia. Para eso me serviré de algunas reflexiones del teólogo y monje benedictino Ghislain Lafont en su libro sobre la historia de la teología.[1] Veamos…
   En los dos primeros siglos del cristianismo ‒primer período que tiene un valor modélico‒ vemos


 una Iglesia en expectativa escatológica: se espera un inminente retorno de Jesús y el  cristianismo se define por esta dimensión escatológica, que se concreta en la narración de la historia salvífica y su interpretación; en la liturgia y su celebración; y en la ética y su fidelidad.
   Pero en el siguiente período se produce un enriquecimiento que también se vuelve un peligro: el encuentro con el neoplatonismo que aparece en Clemente y Orígenes ‒los grandes intelectuales prenicenos‒ produce una inclinación en la reflexión por los acentos de esa filosofía neoplatónica: lo Uno como lo perfecto, la inteligencia como lo más importante en el hombre, y un dualismo que aprecia lo espiritual y lo trascendente pero desprecia lo material y lo histórico. Y así nacen una serie de problemas:
   1. La simbólica de lo Uno dificultará integrar tanto el misterio de la Trinidad (con sus Tres Personas Divinas) como el misterio de la Encarnación (con sus dos naturalezas unidas “sin confusión y sin división” o sea, en comunión) y todo esto dificultará mucho la comprensión y la vivencia de la Iglesia como comunión (unidad en la diversidad).
   2. El acento intelectualista (gnosticismo) dificultará dar la primacía a la caridad, como hace Jesús con su doble mandamiento del amor a Dios y al prójimo (Mt 22,37ss) y como expone Pablo en 1 Cor 13.
   3. Los dos elementos anteriores harán que se tienda a plantear la vida cristiana de modo individualista (el creyente individual con su intelecto iluminado) y con un acento elitista.
   4. Esto se refuerza con el modo de entender el progreso espiritual en el neoplatonismo: la tensión hacia el “más allá” (espiritual y trascendente) por medio de un ascenso espiritual y su simbólica del espacio vertical tiende a sustituir la peregrinación histórica hacia la escatología y su simbólica del tiempo salvífico con su componente comunitaria: el Pueblo peregrino de Dios.
   5. Y el dualismo de estas filosofías reforzará aún más el individualismo, espiritualismo, elitismo y ausencia de compromiso profético con la historia, planteando como buena una “fuga del mundo” (“salva tu alma”).
   6. Finalmente, la simbólica del espacio vertical del neoplatonismo (y su dualismo) establecen una serie de mediaciones jerárquicas tanto para posibilitar el ascenso espiritual “hacia arriba” como para separar a la divinidad de la materia (que es mala y debe quedar alejada de Dios).[2]
   7. La combinación de jerarquía, mediación y elitismo será un ámbito propicio para una creciente “sacerdotalización” de la Iglesia (recordemos que hasta el Vaticano II había siete órdenes sagrados). Nada de esto se percibe en el Nuevo Testamento en el cual ‒como dice Raymond Brown‒ los ministros de la iglesia nunca son llamados “sacerdotes”; y en el cual tampoco existe la palabra “jerarquía”.[3]
   Para ser breves, digamos que mucho de esto recrudecerá en el segundo milenio de la Iglesia, en el cual la tendencia gregoriana tenderá a una centralización y verticalismos crecientes en la Iglesia (lo cual, a su vez, generará reacciones, contrarreacciones y rupturas que seguimos sufriendo hasta el día de hoy...).
   En este contexto, la propuesta de una Iglesia sinodal que nos hace Francisco supone un hecho histórico de máxima importancia: se nos propone volver al estilo que vemos en la historia salvífica: el Pueblo peregrino de Dios en la historia, que ‒comprendiéndose a sí mismo como comunión‒ integra en su seno a hermanos con distintos carismas, vocaciones y ministerios y en distintas etapas de su madurez cristiana que se ayudan a caminar juntos, mientras incorporan con su caminar misionero a los que todavía no son creyentes…
   Seguiremos profundizando sobre esto en las notas siguientes, si la Trinidad sigue queriendo…




[1] G. Lafont, Histoire théologique de l´Église catholique. Itinéraire et formes de la théologie, Cerf, Paris, 1994.
[2] No es casual que el más apofático de los autores antiguos –el Pseudo-Dionisio, quien toma su principal inspiración filosófica de Proclo‒ tenga dos escritos que se titulan “Jerarquía” (y estos dos libros consituyen la mitad de su obra escrita!)
[3] Cf. R. Brown, Las Iglesias que los Apóstoles nos dejaron, Bilbao, 1986; p. 80, nota 114. También se puede ver el reciente libro del presbítero y teólogo argentino Horacio Lona, Servidores de la Nueva Alianza, Buenos Aires, 2018.

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