lunes, 2 de enero de 2023

Dios no grita

 Hoy es común que la gente se grite. Si ves un programa que analiza los partidos de fútbol, verás que los distintos panelistas pueden llegar a gritarse. En programas que hablan del mundo de la farándula puede pasar  lo mismo. Los políticos se gritan en sus campañas y debates, y la gente se grita en la calle… fijémonos, si no, en el tránsito urbano. Somos una sociedad con demasiados gritos.

   Pero Dios no grita. Dios habla suavemente. Esa es una de las razones por la que no lo escuchamos. Y, Él –cuya voz podría hacer temblar el universo‒ insiste  en no gritar: quiere educarnos en el respeto mutuo y en el trato amable. Si no bajamos el tono de voz, Él no lo sube y nos condenamos a no escucharlo.

   También de Jesús se dice lo mismo en el Evangelio: “He aquí mi Servidor, a quien elegí, mi Amado, en quien mi alma se complace. Pondré mi Espíritu sobre él, y anunciará el juicio a las naciones. No disputará ni gritará…” (Mateo 12,18s).

   Y el Espíritu Santo habla suavemente en nuestro corazón, invitando y no atropellándonos. Si no hacemos silencio, tampoco lo escucharemos: lo ignoraremos o lo rechazaremos, como algunos lo hicieron con Jesús, cuando estuvo entre nosotros.

   A pesar de que nos creemos la cumbre de la civilización, en realidad, apenas somos la cumbre del desarrollo técnico. No somos civilizados: somos bastante salvajes (miren, si no, las noticias policiales). Y gritar es una de las expresiones de nuestra barbarie.

    Dios, nuestro Padre, nos quiere educar en el buen trato mutuo: el amor, el respeto, la solidaridad, la compasión. Y hablarnos con suavidad es parte de su pedagogía.

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