sábado, 15 de octubre de 2016

Diagnóstico de la fe (3a y última)



5. La conversión

   La quinta variable es la conversión; el verbo convertirse. Se trata de un proceso de cambio inicia­do mayormente por uno mismo a partir de una situa­ción de infelicidad o de temor, y orientado hacia una situación de mayor bienestar. Moralmente se puede hablar de un proceso de corrección: endere­zar lo que está torcido. Soteriológicamente se tra­ta de un proceso en el cual el estado de pecado se cambia en santidad o la condenación en salvación. Es evidente que se trata de una variable muy compleja, pero que se presta a diferenciaciones diagnósticas.

   Una de las primeras cosas que el agente de pas­toral tiene que tratar de saber es si las personas a las que se dirige son conscientes de que ellas mismas están involucradas en los problemas con los que se confrontan. El yo de un hombre es un factor activo en las buenas y en las malas, reconocible en la expresión anticuada: “conciencia de pecado”. Esta conciencia, altamente ritualizada en el sacramento de la confesión, tiene que ser expresada y comunicada. El paso siguiente es el sentimiento de arrepentimiento que desemboca en la disposición para hacer peni­tencia y que es sostenido por los efectos esperados de la absolución. Aunque el agente de pastoral sea confesor o no, él descubre procesos análogos en la solución de los problemas, la reducción a procesos más sencillos de una situación de crisis y la promoción de la disposición a convertirse son como pa­lancas. Por eso tiene que fijarse si esta disposición está o no y darse cuenta de cuáles son las formas espe­cíficas en las que ella se puede presentar.
   Si alguien se arrepiente de su pecado, hay que aceptar que él asume en cierto sentido la


 responsa­bilidad por su problema. ¿De hecho asume verdadera­mente la responsabilidad? ¿O hace como si él fuera una mera víctima de las circunstancias, o de la fatalidad, sin responsabilidad respecto a su des­gracia?  O, en caso de que piense que él es la víctima de las circunstancias ¿asume la respon­sabilidad por la manera en que reacciona interior y exteriormente respecto a su situación angustian­te? ¿Se siente desproporcionadamente herido, y jue­ga el papel de víctima pasiva, o se siente exageradamente enojado e incuba sentimientos de venganza? ¿Siente en tal caso algún remordimiento por su forma de responder? ¿O se presenta como una perso­na muy inflada y niega que él tenga algún papel en el problema y piensa que no hay nada en él de donde partir para llegar a una situación mejor? La auto­suficiencia no se limita a situaciones de relativo bienestar; se puede ser autosuficiente también en su angustia.
   A modo de contraste: cada evangelizador expe­rimentado conoce a personas que asumen demasiada responsabilidad por sus problemas porque se con­sideran a sí mismos como la única causa de su si­tuación angustiosa. Se arrepienten de pecados sobre los que no se ha dicho aun la última palabra. Es­tán llenos de sentimientos de culpa. Ya que esto ocurre frecuentemente en ciudadanos prominentes y pi­lares de la Iglesia, este sentimiento de penitencia tiende a ser inauténtico, y esto hace traslucir quizás una conciencia de pecado imaginario que no responde a los hechos efectivos. Puede ser causada por una hipertrofia de la conciencia, por la cual uno ve pecado en todas partes, y se hace ciego para la gracia. Personas normales no llegan a compren­der cómo se puede soportar esta situación, hasta que el observador se da cuenta que detrás de la tris­teza aparente se puede esconder una satisfacción secreta porque uno “es el más grande de los pecado­res”. Al fin de cuenta es una distinción digna para algunas almas orgullosas que no encuentran en sí mismas otra cosa para vanagloriarse. Lo aquí descripto es una característica dinámica de la escru­pulosidad. Un antiguo fantasma de los eclesiásticos experimentados: arrepentimiento, pesar, contrición son los sentimientos que se buscan, en particular en ocasión de conflictos entre personas (como en di­ficultades matrimoniales y en situaciones de separa­ción). ¿El arrepentimiento conduce a la conversión? ¿Tienen ambas partes un “corazón  contrito”? ¿Asume cada uno su parte equitativa de la responsabilidad, de manera que el arrepentimiento se vuelve común entre ambos? ¿Está cada uno arrepentido e inquieto porque ha escuchado la voz de su conciencia? Esto podría ser el principio de la conversión y los agen­tes de evangelización están en una situación privile­giada para fomentar esta conversión constructivamente por medio de los símbolos de la fe. Pero si quiere conducir al proceso de conversión a un resultado cons­tructivo es necesario que tenga alguna idea diagnós­tica de la disposición personal a la conversión y de la forma propia que este proceso tendrá para cada uno individualmente.
6. La comunidad
   Llegamos a la sexta variable 1a comunidad. Este es un tema multidimensional, recorre una escala muy amplia desde “donde dos o tres están reunidos en mi nombre” (Mt 18,20) hasta el sentirse unido a toda la cadena del ser. Tiene que ver con el saber integra­do, con la búsqueda de la comunión con lo exterior, con cuidar y sentirse cuidado. Esto no quiere decir que uno tenga que pertenecer a un grupo o a una sec­ta determinada o que uno sea miembro de una Iglesia local. Estas son sólo formas especiales de pertenecer por las cuales uno puede llegar a estar tan involu­crado que la idea de comunidad sufre violencia. Habría que partir de este sencillo sentido de la pala­bra comunidad que atestigua y hace posible que uno diga: “Somos todos pecadores”, aun cuando este re­conocimiento implique que uno se sienta miembro “de la asamblea de los justos”. Con todo lo que esto trae consigo.
   Quizás el aspecto más fundamental del sentido de comunidad consiste en que uno se sienta unido al resto de la humanidad y de la naturaleza, o por el contrario uno se considere esencialmente distinto. La primera disposición corresponde a abrazar, la segunda a recha­zar. Esta elección de una respuesta emocional influ­ye también en la manera de pensar de uno. San Fran­cisco se sentía emparentado con la naturaleza como conjunto y podía tener conversaciones serias con el hermano sol y la hermana luna, mientras otras perso­nas ven en todo discontinuidad y establecen entre ellos y el resto de la naturaleza una clara distinción. Se niegan a admitir cualquier comparación entre los hombres y otros primates y muchas veces dividen la humanidad de una manera cortante en creaturas autén­ticas y no auténticas.
   Por lo tanto, la tarea diagnóstica consiste en constatar si uno se siente integrado o ajeno, abierto al mundo o encaprichado, en contacto o aislado, unido o separado. Mientras los enajenados en su ais­lamiento o alejamiento tengan quizás alguna compañía que les da consuelo, sin embargo prevalece en ellos una actitud general de prudencia crítica, quizás mezclado con una gran porción de vanidad. No son capaces de decir: “Dios bendiga el brazo, allá voy”, porque decir esto puede provenir únicamen­te de un profundo sentimiento de comunidad.
   En la relación evangelizadora uno se halla con­frontado con la integración del interlocutor dentro de su comunidad de fe y su Iglesia local. Esto vale también para aquellos que aún están alejados. Sin embargo, es justamente en relación con la comunidad de fe o iglesia local que los hombres pueden expe­rimentar un sentimiento amargo de alejamiento. Pue­de existir algún sentimiento de comunidad con el mundo exterior, pero la amargura domina en relación al pequeño grupo con el cual uno se siente desilusionado y de una u otra manera herido, y esto conduce a una reacción de rechazo. Estos sentimientos son frecuentes hoy en día a causa de las tendencias polarizantes en las iglesias, como por ejemplo las mentalidades liberales contra las conservadoras, las teologías que enseñan la Salvación indi­vidual contra las que proponen una Salvación comunitaria, o la distancia que hay entre la Iglesia nacio­nal y la iglesia local. El alejamiento de la comunidad local tiende a ser percibido como más agudo y dolo­roso que el alejamiento de grupos multitudinarios, porque en el primero están implicadas personas que se conocen de cerca. Parecen peleas de familias.
   Los conceptos de la fe se manifiestan en estas formas de alejamiento en dos niveles. Alguien pue­de soltarse de su comunidad local mientras sigue man­teniendo un sentimiento de comunión con la Iglesia nacional; si está de acuerdo con la marcha general de ésta es posible que por razones teológicas se sien­ta unido, en un sentido ecuménico, con innumerables personas que viven en otra parte pero lamentablemente no integran el círculo de los que tratan a diario. Esta es una de las maneras por las cuales la Iglesia institucional fomenta a veces almas solitarias, a pesar de predicar la fraternidad. Esta clase de gente solitaria la encontramos en número creciente y quizás no sepamos cómo reaccionar: Algunos agentes de evangelización sienten ellos mismos este tipo de alejamiento para con su Iglesia local. En casi todas las situaciones de alejamiento dentro de la vida eclesial necesitamos hacer un juicio diagnóstico puntilloso, libre de las reacciones personales del agente de evangelización. Desde ahí se podrá elegir la estrategia más adecuada para promover un sentimiento de comunidad que a pe­sar de todo necesitan los evangelizados.
   El sentirse cada vez más solitarios y aislados puede ser doblemente doloroso por un sentimiento de culpa o de vergüenza a pesar del hecho que está pri­mero la experiencia de alejamiento, sin embargo el alejado sabe también que estos sentimientos en algo son equivocados, en relación a las prescrip­ciones éticas que él mismo toma en cuenta y su visión sobre la Iglesia. Hace falta un diagnóstico agudo y detallado.
   En todas estas situaciones es necesario escuchar al interlocutor paciente y cuidadosamente si no que­remos caer en un razonamiento defensivo. Algunos casos tienen que ser tratados con mucho calor y mise­ricordia, otros con severidad y otros con una con­frontación aguda.
7. La vocación
   La séptima variable es el sentimiento de vocación. Esto no quiere decir la elección de una carrera o de un estudio determinado, sino la alegre disposi­ción que uno tiene de participar en el plan de la creación y de la Providencia, de modo que en todo lo que haga el hombre tenga la conciencia de traba­jar para un fin, lo que confirma su existencia en relación con el creador. Freud decía que amar y tra­bajar son las dos condiciones más efectivas para la salud mental y nos daremos cuenta que esta variable, la vocación, no se puede ignorar en el diagnóstico de la fe.
   La pregunta importante no es: “¿Qué clase de trabajo hace usted Señor Pérez?”. Esta es una pre­gunta que se limita al terreno social. Se trata de entablar conversaciones sobre lo que hacen, por­ qué lo hacen, y cuáles son las satisfacciones y frustraciones que les da su trabajo. Mucha gente se dedica enormemente a su trabajo y considera su trabajo, por más triste y aburrido que sea, con un pro­fundo sentido de vocación. Integran su trabajo en un sistema de valores y tienden a darle un significado casi cósmico, por más sencilla que sea su tarea. Si tales actitudes juegan un papel tan importante en el trabajo diario evangelizador tiene que tener el coraje de constatar el sentido de vocación que tienen los hombres respecto a toda la vida, en el trabajo y en el tiempo libre.
   Ahínco, energía, laboriosidad, ocupación alegre, dedicación, estos son signos directos de auténtica implicancia. Pero todos ellos pueden estar al servi­cio de la destrucción, pueden presentarse también en el caso de torturadores. ¿Qué es lo que distin­gue la vocación desde un punto de vista teológico, del trabajo o de la actividad en general? En siglos anteriores se ponía; el acento en la fidelidad, el deber, actualmente ponemos quizás más el acento en la participación desde dentro, en el trabajo construc­tivo sintonizado con la benevolencia divina y opues­to decididamente a lo maligno, el sentido de la vo­cación implica cuidarse del elemento demoníaco en la naturaleza y los asuntos humanos y tratar de man­tenerlo en su poder. Vocación apunta al mejoramiento, significa trabajar con todos sus talentos como participante en el proceso que impulsa el universo hacia una creciente integridad.
   Con tal conciencia de vocación aunque se presen­te solo en algunos momentos decisivos de la vida, la vida de uno se vuelve un viaje y el proceso vital recibe una gama amplia de significados. Sin esto la vida no sería, más que un arrastrarse de una manera abu­rrida y cansadora. Con el sentido de vocación la vida es una peregrinación.
   En la conciencia de vocación los hombres pre­sentan enormes diferencias individuales. No se puede tratar simplemente como algo que está o no es­tá. La vocación presenta esquemas estilizados res­pecto a la manera como uno experimenta la vida, emplea sus energías y resiste a las dificultades.
   Hace falta poca perspicacia para darse cuenta que hay una gran variación en las distintas formas de es­tilos de vida, los extremos son la abundancia y la escases. En la actitud vital de la abundancia el hombre está dispuesto a adaptarse a su mundo, y al encuentro positivamente de experiencias amplias y alegrarse de corazón sobre muchas cosas. Cuando esto llega a su máxima intensidad puede conducir a una cierta vaguedad, hambre insaciable de algo más, o falta de capacidad de diferenciación, y esto trae consigo el peligro de una mezcolanza sincretista de valores y conceptos que no se concilian entre sí. En este contexto la conciencia de vocación trae consigo un gran consumo de energía de una manera salvaje e irreflexiva. En la actitud vital de la escasez el acento está puesto en la prudencia, la limpieza y la puntillosidad de muchas experiencias actuales y potenciales. Aquí la palabra clave es dominio de sí y cuando éste es exagerado se rechaza mucho de la vi­da, de la experiencia y del sentimiento. El riesgo de esta posición es la limitación, la conciencia de vocación se estrecha a un perfeccionamiento impro­ductivo.
   Existe otro binomio que puede calificar el es­tilo del sentido de vocación. Se puede hablar de “humor” y “seriedad”, ambos en el sentido amplio. Del lado del humor se puede considerar la buena dis­posición para jugarse por algo con curiosidad e ima­ginación, para participar como jugando en la gran variedad de experiencias que nos ofrece el mundo, y -si se tiene ese don- encontrarle soluciones ingeniosas a las tareas y problemas. Alrededor del polo llamado seriedad encontramos el dogmatismo en todo sentido, la aplicación a la letra más que al espí­ritu y un seguir medio rezongando aquello a lo que está llamado. La vocación se hace un trabajo pesado o un “deber ineludible” (se puede probar fehacientemente que es necesario). Pero esto es inmensamente desagradable. “Espíritu” y “Espontaneidad” están cerca del humor, pero corren el riesgo de ser ca­prichosos y la caprichosidad puede ser un peligro. “Pesadumbre” y “Solemnidad” están cerca de la se­riedad y tienen como peligro la severidad.
   Se podrían añadir más diferenciaciones para distinguir las diferencias individuales en el sentido de vocación. La idea de vocación está situada estratégicamente entre las diversas doctrinas teológicas acerca del hombre y de los detalles concretos y sórdidos de la vida cotidiana. “¿Qué quieres hacer con tu vida?”, se puede preguntar. “¿Qué tengo que hacer?”, puede responder el interlocutor. Un inter­locutor de tiempos pasados conocido como el joven rico, preguntó: “Maestro ¿Qué tengo que hacer?”, son todas las preguntas que se relacionan con la voca­ción. Ellas contienen la pregunta decisiva, es decir aquella que se refiere a la concordancia entre es­tilo de vida y sistema de valores.


2 comentarios:

  1. Como siempre profe su saber y escritura me hacen movilizar el espíritu y me llevan a la acción creativa gracias y muchas bendiciones

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  2. Como siempre profe su saber y escritura me hacen movilizar el espíritu y me llevan a la acción creativa gracias y muchas bendiciones

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