sábado, 9 de marzo de 2019

La Trinidad y la Doctrina Social de la Iglesia: 9 artículos publicados en Eclesia en 2018


1. Las consecuencias sociales del misterio de la Trinidad.

   En distintos artículos anteriores hemos mostrado la dimensión ética del misterio de la Trinidad. Podríamos decir que la Trinidad nos invita a un “estilo de vida trinitario”, que consiste en el don de sí mismo a los demás que –cuando es mutuo‒ genera la comunión. Y en esta doble clave ‒“don de sí mismo” y “comunión”‒ podemos sintetizar la teología trinitaria… y casi toda la teología.
   Este año, nuestra propuesta es abordar un aspecto particular de la moral cristiana: la doctrina social de la Iglesia, que es la “moral social” que complementa naturalmente a la “moral personal”, dado que toda persona es naturalmente un sujeto relacional.


1. Nexos entre el Misterio de la Trinidad y la Doctrina Social de la Iglesia.

   En primer lugar, estos dos “temas” tienen algo en común: son una carencia histórica en la predicación, en la catequesis y en la vivencia cristiana. Y no es casual que ambos contenidos estén ausentes, pues están vinculados: si no afirmamos a un Dios Trinidad cuando hacemos la exposición de los contenidos de la fe, no tendremos sustento firme para hablar de la dimensión social de la persona, cuando expongamos los contenidos de la moral cristiana. Pues el mejor cimiento para la Doctrina Social de la Iglesia es mostrar que Dios mismo es “una realidad social”.
    Pero hay otro elemento común –ahora positivo– entre la exposición del misterio de la Trinidad Divina, y la Doctrina Social de la Iglesia: en épocas recientes, es creciente la atención dedicada a ambas temáticas, alcanzando a generar un interés cada vez más masivo dentro de la Iglesia (aunque con impacto desigual). Este creciente interés –más o menos simultáneo– por ambos temas, nos confirma su secreta vinculación.
   Y, como un “botón de muestra” indiquemos lo siguiente: en el Magisterio Universal de la Iglesia, surgen –con muy pocos años de diferencia– primero el Catecismo de la Iglesia Católica (1992-1997) cuyo “hilo conductor” es el misterio de la Trinidad;[1] y luego el Compendio de Doctrina Social de la Iglesia (2005), llamado por muchos “el Catecismo social”... y que comienza con una rica exposición trinitaria, que más abajo recorreremos.
           

2. La Trinidad como modelo de comunión en el CCE.

   Primero recordemos un aspecto en el que siempre es necesario insistir: la Trinidad es comunión de Tres Personas Divinas infinitamente distintas que ‒al mismo tiempo‒ son la misma divinidad.[2]
   Cuando consideramos el misterio de Dios, a lo máximo que llegamos en esta vida es a una mirada en la cual contemplamos dos aspectos complementarios, pero que nunca podemos terminar de sintetizar en una unidad final. Y esto es lógico, porque –como decía San Agustín– “Si lo 


comprendiste bien... no es Dios”.
 Por eso, a Dios lo contemplamos:
   – Uno y  Trino: ni tan Trino, que deje de ser Uno, ni tan Uno que no pueda ser Trino.
   – simple y perfecto: ni tan simple, que no pueda contener toda perfección; pero tan omniperfecto, que no deja ser simple;
   – en la eternidad y en el mundo: un Dios completamente trascendente respecto del mundo, pero –al mismo tiempo– tan presente en el mundo, que es “más íntimo a mí, que yo mismo”.
   – en la silenciosa intimidad y en la historia candente: “presente en lo más íntimo de sus criaturas” (CCE 300), y al mismo tiempo “Todopoderoso «en el cielo y en la tierra»... Señor del universo... y... Señor de la historia...” (CCE 269).
   En esta misma consideración de dos aspectos complementarios del misterio divino, también contemplamos dos aspectos de la comunión trinitaria:
     – En la “base metafísica” de la comunión trinitaria, afirmamos la consubstancialidad numérica: “es la infinita connaturalidad de Tres Infinitos” (CCE 256), que son una “comunión consustancial” (CCE 248): “la Santísima Trinidad vivificante, consubstancial e indivisible” (CCE 689).
   – En la “cumbre moral” de la comunión trinitaria, contemplamos que Dios mismo es “eterna comunicación (commercium) de amor: Padre, Hijo y Espíritu Santo” (CCE 221), “el misterio de la Comunión del Dios Amor, uno en tres Personas” (CCE 1118; cf. CCE 257); porque “Dios es amor y vive en sí mismo un misterio de comunión personal de amor” (CCE 2331): “el Misterio de la Comunión de la Santísima Trinidad” (CCE 738), “la comunión que existe entre el Padre y el Hijo en su Espíritu de amor” (CCE 850).
   Por otra parte, cuando profundizamos en los misterios de la fe y de la vida cristiana, descubrimos –finalmente– que todo se reduce a dos vínculos de comunión, que tienen sus raíces en las Personas Divinas:  la “comunión coordinada”: a imagen de la comunión de la Santísima Trinidad, donde las realidades en juego “no tienen grado superior que eleve o grado inferior que abaje” (CCE 256); y  la “comunión subordinada”: a imagen del misterio del Verbo encarnado, en el cual “lo divino y lo humano” no están en el mismo nivel, pero se unen “sin confusión y sin división” (CCE 467).
            Con esto, volvemos a los núcleos dogmáticos de la fe cristiana –el cristocentrismo trinitario–, desde los cuales se iluminan toda la fe y la vida cristianas, y de las cuales “Cristo es el centro y la Trinidad es la cumbre, siendo Cristo “Uno de la Trinidad” (CCE 470).


2. La comunión humana a la luz de la Trinidad.

1. En el Catecismo

            En los comienzos de la Tercera Parte del Catecismo –que es la Parte que trata sobre la moral cristiana– CCE 1702 nos anticipaba el contenido del Capítulo Segundo, con una referencia a la comunión trinitaria. “La imagen divina… Resplandece en la comunión de las personas a semejanza de la unión de las personas divinas entre sí”. Y, también, al principio del Capítulo Segundo se nos decía que “existe cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la fraternidad que los hombres deben instaurar entre ellos, en la verdad y el amor” (CCE 1878).
            Pero, luego, no encontramos que aparezca nuevamente considerado el misterio de la Trinidad en este Capítulo Segundo (CCE 1877-1948). Y hay varios temas que podrían haber tenido una iluminación desde la Trinidad, como la “igualdad y diferencias” entre las personas humanas (CCE 1934ss), o “la solidaridad humana” (CCE 1939ss). Aquí, incluso, se podría haber relacionado el primer tema con el “ser de la Trinidad”, y el segundo con el “amor en la Trinidad”.
            Pasando a considerar el conjunto de la Tercera Parte, vemos que sólo encontramos dos textos en que aparece la comunión de la Trinidad iluminando alguna experiencia de comunión humana. El primer texto es CCE 2205 que nos dice que “la familia cristiana es una comunión de personas, reflejo (vestigium) e imagen de la comunión del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo.” Y CCE 2331 que, comenzando a exponer sobre la sexualidad, nos dice que “Dios es amor y vive en sí mismo un misterio de comunión personal de amor”, apelando a frases de Juan Pablo II en Familiaris Consortio 11.
            Y en la Cuarta Parte, que habla de la mística cristiana, encontramos una frase que es una perla, pero aislada: “La comunión de la Santísima Trinidad es la fuente y el criterio de verdad en toda relación.” (CCE 2845).
            En este sentido, el CCE no sacó todas las consecuencias posibles, de una iluminación trinitaria de la vida social humana. Será el  Compendio de Doctrina Social de la Iglesia quien nos la ofrecerá.


3. En el Compendio de Doctrina Social de la Iglesia: Introducción bíblica.

   El Compendio comienza la exposición que desembocará en la “revelación del Amor trinitario” siguiendo la línea de la historia.
Empezando desde las “experiencias religiosas auténticas” que se dan “en todas las tradiciones culturales” (20) y que constituyen “el fondo de la experiencia religiosa universal” pasa a considerar “la Revelación que Dios hace progresivamente de Sí mismo al pueblo de Israel” (21).
            Salteando la época patriarcal, el Compendio recorre la historia de la Antigua Alianza comenzando por Moisés (21) y –en el recorrido– va destacando las instituciones y prescripciones de la Antigua Alianza que se relacionan con moral social (22-25). Luego menciona a los profetas que impulsan una “interiorización” y “universalización” de la moral veterotestamentaria (25). Y concluye este repaso de la Antigua Alianza contemplando –con una mirada general– “el actuar gratuito y misericordioso del Señor en favor del hombre” (26-27).
Con esto, el relato desemboca en “Jesucristo” quien es el “cumplimiento del designio de amor del Padre”. En la persona misma de “Jesús, el Verbo hecho carne”, se “manifiesta tangiblemente y de modo definitivo quién es Dios y cómo se comporta con los hombres”: con “benevolencia y la misericordia” (28). Y, en el párrafo siguiente, el Compendio comienza a elevarse hacia la Trinidad:

“El amor que anima el ministerio de Jesús entre los hombres es el que el Hijo experimenta en la unión íntima con el Padre. El Nuevo Testamento nos permite penetrar en la experiencia que Jesús mismo vive y comunica del amor de Dios su Padre —Abbá— y, por tanto, en el corazón mismo de la vida divina...
La conciencia que Jesús tiene de ser el Hijo expresa precisamente esta experiencia originaria. El Hijo ha recibido todo, y gratuitamente, del Padre: « Todo lo que tiene el Padre es mío » (Jn 16,15). Él, a su vez, tiene la misión de hacer partícipes de este don y de esta relación filial a todos los hombres...
Estos están llamados a vivir como Él y, después de su Pascua de muerte y resurrección, a vivir en Él y de Él, gracias al don sobreabundante del Espíritu Santo, el Consolador que interioriza en los corazones el estilo de vida de Cristo mismo.” (29).

De este modo, se muestra que las actitudes y acciones benevolentes que Jesús tiene hacia los demás, tienen su fuente en la intimidad del amor que lo une con su Padre, con su “Abbá”. Desde esta relación de amor con el Padre, es que el Hijo “vive y comunica” amor.
 Y, dándose hasta el extremo del amor (Jn 13, 1), lo da todo: entrega sus ropas (Jn 19, 23s), que es lo que una persona más pegado tiene a su cuerpo; entrega a su Madre (Jn 19, 25-27), que es la persona que un hombre célibe tiene más apegada a su corazón; finalmente, desde la cumbre de la Cruz, “entregó el Espíritu” (Jn 19, 30). Y, justamente, “gracias al don sobreabundante del Espíritu Santo, el Consolador que interioriza en los corazones el estilo de vida de Cristo mismo” nosotros somos integrados también “en el corazón mismo de la vida divina”, como leímos recién en el Compendio.
Con esto, contemplamos que así como Jesús  conciencia de que “ha recibido todo, y gratuitamente, del Padre” que se donó a Él; así también el Hijo se hace don para los hombres, hasta entregar a Aquel que también se llama “Don” por excelencia, el Espíritu Santo.


3. La Trinidad: modelo eterno del amor recíproco y de la vida social

Con estas reflexiones, ingresamos en una zona en que la eternidad y la historia se tocan. Pues –por una parte– estamos hablando de “el corazón mismo de la vida divina”, contemplando que “el Hijo ha recibido todo, y gratuitamente, del Padre” y que “el Hijo experimenta” una “unión íntima con el Padre” (29). Y –por otra parte– hablamos del ministerio y de la Pascua del Hijo y del don del Espíritu a los hombres.
Y el próximo paso del Compendio será a invitarnos a “ir más arriba”, mostrándonos que el Amor eterno de la Comunión Trinitaria es la fuente del amor de Dios en la historia:

“El testimonio del Nuevo Testamento, con el asombro siempre nuevo de quien ha quedado deslumbrado por el inefable amor de Dios (cf. Rm 8,26), capta en la luz de la revelación plena del Amor trinitario ofrecida por la Pascua de Jesucristo, el significado último de la Encarnación del Hijo y de su misión entre los hombres.” (30).

            Y, de aquí, desembocamos, definitivamente, en la contemplación de la Trinidad en la eternidad, aunque sin dejar de mencionar las consecuencias de la eternidad en la historia:
“Dios es Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo, realmente distintos y realmente uno, porque son comunión infinita de amor. El amor gratuito de Dios por la humanidad se revela, ante todo, como amor fontal del Padre, de quien todo proviene; como comunicación gratuita que el Hijo hace de este amor, volviéndose a entregar al Padre y entregándose a los hombres; como fecundidad siempre nueva del amor divino que el Espíritu Santo infunde en el corazón de los hombres (cf. Rm 5,5).” (31).
            Sin mencionar lo que hemos llamado “la base metafísica” de la comunión trinitaria, es decir, la consubstancialidad de las Personas Divinas, el Compendio se concentra en “la cumbre moral” del amor intratrinitario, contemplando esa “recirculación” o “perijóresis” (como la llamaban los Padres griegos), en la cual “el amor fontal del Padre” se vierte y engendra al Hijo, y el Hijo “volviéndose a entregar al Padre”, espiran al Espíritu como Amor mutuo.
   Y Es notable que el Compendio aquí no separe ese “volverse a entregar al Padre” por parte del Hijo, de la entrega que el mismo Hijo hace “a los hombres”; de este modo parece abrazar a la eternidad y a la historia en una solo entrega de amor. Y lo mismo sucede en relación a la Persona del Espíritu, de quien se dice que “infunde el amor en el corazón de los hombres”.
            Tocada esta cumbre, el Compendio mantiene su discurso en este nivel contemplativo por varios párrafos más, y siempre sacando las consecuencias para la vida social humana:
 “La reciprocidad del amor es exigida por el mandamiento que Jesús define nuevo y suyo: «como yo os he amado, así amaos también vosotros los unos a los otros» (Jn 13,34). El mandamiento del amor recíproco traza el camino para vivir en Cristo la vida trinitaria en la Iglesia, Cuerpo de Cristo, y transformar con Él la historia hasta su plenitud en la Jerusalén celeste.” (32b).
            Y profundizando en “clave joánica”, aquí el Compendio nos hace ver que el “primer lugar” en que se realiza “el amor recíproco” del mandamiento nuevo de Jesús, es en la mismísima Trinidad Divina.
El mandamiento del amor recíproco, que constituye la ley de vida del pueblo de Dios, debe inspirar, purificar y elevar todas las relaciones humanas en la vida social y política: «Humanidad significa llamada a la comunión interpersonal», porque la imagen y semejanza del Dios trino son la raíz de «todo el “ethos” humano... cuyo vértice es el mandamiento del amor».” (33a).
            Aquí se plantea una categoría clave: comunión interpersonal. Ser humano significa tener la comunión como un elemento constitutivo. Y esto es así, porque el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de las Personas Divinas. Toda la ética se funda en este rasgo metafísico del ser del hombre, y alcanza su realización suprema en el mandamiento del amor recíproco.
   La persona humana es un “sujeto relacional” porque ha sido creada a imagen y semejanza de las Personas Divinas, que son relacionales hasta en el nombre: nadie se puede llamar “Padre” sin un hijo; nadie se puede llamar “Hijo” sin un padre. Por eso, cuando los seres humanos cuidamos nuestras relaciones interpersonales no sólo cuidamos algo que está “entre nosotros” sino que nos cuidamos a nosotros mismos pues nuestra relacionalidad toca el núcleo mismo de nuestro ser humano.

4. La centralidad de la relación en lo divino y en lo humano
   Continuando con nuestro recorrido por el Compendio de Doctrina social de la Iglesia, seguimos viendo varias dimensiones relacionales del ser humano, en las que reaparece la  constante más original de la comprensión cristiana de la persona: el ser humano es un sujeto relacional.
“El moderno fenómeno cultural, social, económico y político de la interdependencia... pone de relieve una vez más, a la luz de la Revelación, «un nuevo modelo de unidad del género humano, en el cual debe inspirarse en última instancia la solidaridad. Este supremo modelo de unidad, reflejo de la vida íntima de Dios, Uno en tres personas, es lo que los cristianos expresamos con la palabra comunión».” (33b).
            La “globalización” –aquí llamada de modo más preciso “interdependencia”– es un fenómeno que manifiesta la inclinación a la comunión que tenemos los seres humanos. Siendo un proceso ambiguo, está en nosotros inclinar la balanza para que la globalización termine siendo un fenómeno positivo de comunión. Si lo iluminamos desde la Trinidad –y contando con su gracia– podemos hacer que la mayor capacidad para los vínculos que se produce en la actualidad, genere un salto cualitativo en la capacidad de convivencia de los seres humanos; salto cualitativo que podríamos llamar “solidaridad”.
“La revelación en Cristo del misterio de Dios como Amor trinitario está unida a la revelación de la vocación de la persona humana al amor. Esta revelación ilumina la dignidad y la libertad personal del hombre y de la mujer y la intrínseca sociabilidad humana en toda su profundidad: «Ser persona a imagen y semejanza de Dios comporta... existir en relación al otro “yo”», porque Dios mismo, uno y trino, es comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.” (34a).[3]
            Una vez  más se insiste en este “quicio de la antropología cristiana” que es la dimensión relacional del hombre, creado a imagen del Dios Trino: la persona no es sin los otros; la persona es por los otros, con los otros y para los otros... y dándose –no sólo no se pierde– sino que se encuentra, pues allí alcanza su verdadera estatura de persona, al entrar en la “recirculación” del amor recíproco.[4]
Si yo me entrego completamente a mi esposa, y ella se entrega completamente a mí... es la gloria. Yo me puedo despreocupar completamente de cuidar de mí, porque ella me cuida amorosamente... y ella tampoco tiene que cuidar de sí, porque toda mi atención está puesta en cuidar de ella.
 En la comunión de amor que es Dios, en la que las tres Personas divinas se aman recíprocamente y son el Único Dios, la persona humana está llamada a descubrir el origen y la meta de su existencia y de la historia... «cuando el Señor ruega al Padre que todos sean uno, como nosotros también somos uno (Jn 17, 21-22)... sugiere una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad. Esta semejanza demuestra que el hombre... no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás (cf. Lc 17,33)».” (34b).
Cuando Jesús enuncia la paradoja: “El que trate de salvar su vida, la perderá; y el que la pierda, la conservará” (Lc 17, 33), es como si dijera: “Quien quiera salvarse sólo, aislándose, encerrándose en su egoísmo, sin capacidad de compartir: ése se asfixia en su propio encapsulamiento; pero quien se abre a los demás, ése se consagra en su ser de persona, porque realiza en su vida aquel modelo eterno del cual proviene su propio ser”.
Y como esto no se puede realizar sin la ayuda de la gracia, por eso Jesús ruega al Padre, para que también nosotros seamos uno, como Ellos son Uno.
Las páginas del primer libro de la Sagrada Escritura, que describen la creación del hombre y de la mujer a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1.26-27)... ellos, precisamente en su complementariedad y reciprocidad, son imagen del Amor trinitario en el universo creado...” (36); y así vemos que “la sociabilidad constitutiva del ser humano, tiene su prototipo en la relación originaria entre el hombre y la mujer...” (37).[5]  
            Aquí aparece la comunión en su modelo originario eterno –la Trinidad– y en su modelo originario humano, que deriva de aquel: la relación entre la mujer y el varón.          Así como Dios Hijo no es una mala copia de Dios Padre, sino que es la divinidad infinita pero en otra clave (filiación y paternidad) así la mujer y el varón son la plenitud de lo humano realizada en claves distintas y complementarias.

    Ya desde aquí –y de modo estructural y estructurante– la “sociabilidad” aparece como un elemento “constitutivo” del ser humano.[6] El ser humano es un sujeto relacional así como las Personas divinas son relaciones subsistentes.


5.   La Trinidad como modelo y programa social
  

   En el artículo anterior vimos como la dimensión relacional del ser humano es esencial a su ser, y esto es así porque el hombre está creado “a imagen y semejanza” de la Trinidad, que es Personas en Relación. Y hemos recorrido los números principales de esta “teología relacional” que nos propone el Compendio de Doctrina Social de la Iglesia en su primer capítulo.
   En la continuidad de su texto, el Compendio irá mostrando las derivaciones de esta dimensión constitutiva del ser humano a los campos concretos de la vida social. Veamos algunas de estas concreciones.
   Por ejemplo, cuando el Compendio exponga sobre la misión de la Iglesia nos dirá que:
   “Con la predicación del Evangelio, la gracia de los sacramentos y la experiencia de la comunión fraterna, la Iglesia « cura y eleva la dignidad de la persona, consolida la firmeza de la sociedad y concede a la actividad diaria de la humanidad un sentido y una significación mucho más profundos ». En el plano de las dinámicas históricas concretas, la llegada del Reino de Dios no se puede captar desde la perspectiva de una organización social, económica y política definida y definitiva. El Reino se manifiesta, más bien, en el desarrollo de una sociabilidad humana que sea para los hombres levadura de realización integral, de justicia y de solidaridad, abierta al Trascendente como término de referencia para el propio y definitivo cumplimiento personal” (51b).
  Y también:
    “Jesucristo revela que « Dios es amor » (1 Jn 4,8) y nos enseña que « la ley fundamental de la perfección humana, y, por tanto, de la transformación del mundo, es el mandamiento nuevo del amor. Así, pues, a los que creen en la caridad divina les da la certeza de que abrir a todos los hombres los caminos del amor y esforzarse por instaurar la fraternidad universal no son cosas inútiles ». Esta ley está llamada a convertirse en medida y regla última de todas las dinámicas conforme a las que se desarrollan las relaciones humanas. En síntesis, es el mismo misterio de Dios, el Amor trinitario, que funda el significado y el valor de la persona, de la sociabilidad y del actuar del hombre en el mundo, en cuanto que ha sido revelado y participado a la humanidad, por medio de Jesucristo, en su Espíritu” (55).
   Y cuando el Compendio exponga sobre la función misma de la Doctrina Social, nos mostrará –por ejemplo‒ la dimensión teológica, algunas expresiones históricas y la importancia que tienen esta dimensión relacional en la formación y acción de nosotros, los laicos:
   Dimensión teológica: “La Redención comienza con la Encarnación, con la que el Hijo de Dios asume todo lo humano, excepto el pecado, según la solidaridad instituida por la divina Sabiduría creadora, y todo lo alcanza en su don de Amor redentor. El hombre recibe este Amor en la totalidad de su ser: corporal y espiritual, en relación solidaria con los demás. Todo el hombre —no un alma separada o un ser cerrado en su individualidad, sino la persona y la sociedad de las personas— está implicado en la economía salvífica del Evangelio. Portadora del mensaje de Encarnación y de Redención del Evangelio, la Iglesia no puede recorrer otra vía: con su doctrina social y con la acción eficaz que de ella deriva, no sólo no diluye su rostro y su misión, sino que es fiel a Cristo y se revela a los hombres como «sacramento universal de salvación». Lo cual es particularmente cierto en una época como la nuestra, caracterizada por una creciente interdependencia y por una mundialización de las cuestiones sociales” (65).
   Algunas expresiones históricas: “En el centenario de la «Rerum novarum», Juan Pablo II promulga su tercera encíclica social, la «Centesimus annus», que muestra la continuidad doctrinal de cien años de Magisterio social de la Iglesia. Retomando uno de los principios básicos de la concepción cristiana de la organización social y política, que había sido el tema central de la encíclica precedente, el Papa escribe: «el principio que hoy llamamos de solidaridad ... León XIII lo enuncia varias veces con el nombre de “amistad”...; por Pío XI es designado con la expresión no menos significativa de “caridad social”, mientras que Pablo VI, ampliando el concepto, en conformidad con las actuales y múltiples dimensiones de la cuestión social, hablaba de “civilización del amor”». Juan Pablo II pone en evidencia cómo la enseñanza social de la Iglesia avanza sobre el eje de la reciprocidad entre Dios y el hombre: reconocer a Dios en cada hombre y cada hombre en Dios es la condición de un auténtico desarrollo humano…” (103).
   Importancia en relación con los laicos: “La doctrina social de la Iglesia debe entrar, como parte integrante, en el camino formativo del fiel laico. La experiencia demuestra que el trabajo de formación es posible, normalmente, en los grupos eclesiales de laicos, que responden a criterios precisos de eclesialidad: «También los grupos, las asociaciones y los movimientos tienen su lugar en la formación de los fieles laicos. Tienen, en efecto, la posibilidad, cada uno con sus propios métodos, de ofrecer una formación profundamente injertada en la misma experiencia de vida apostólica, como también la oportunidad de completar, concretar y especificar la formación que sus miembros reciben de otras personas y comunidades». La doctrina social de la Iglesia sostiene e ilumina el papel de las asociaciones, de los movimientos y de los grupos laicales comprometidos en vivificar cristianamente los diversos sectores del orden temporal: «La comunión eclesial, ya presente y operante en la acción personal de cada uno, encuentra una manifestación específica en el actuar asociado de los fieles laicos: es decir, en la acción solidaria que ellos llevan a cabo participando responsablemente en la vida y misión de la Iglesia» (549)”.
   En la próxima nota comenzaremos a indagar en la dimensión relacional y trinitaria de los principios y valores de la DSI que el Compendio nos muestra en su capítulo cuarto, para luego pasar a concreciones que se realizan en relación con la familia (cap. 5), del trabajo humano (cap. 6), en la vida económica (cap. 7), en la comunidad política e internacional (caps. 8 y 9) y en relación con el ambiente y la ecología (cap. 10).


6. Los principios y valores de la DSI a la luz de la Trinidad

   El Compendio de Doctrina Social de la Iglesia (CDSI) nos muestra cinco principios: bien común, destino universal de los bienes, subsidiaridad, participación y solidaridad; y cuatro valores: verdad, libertad, justicia y caridad. La relación entre principios y valores podría compararse con la relación que hay entre el cuerpo y el alma: los principios sólo se podrán lograr si esos valores animan la vida social.
   Y, antes de exponer cada uno de estos nueve elementos en particular, el Compendio presenta una reflexión inicial (CDSI 160-163) en que destaca la necesidad de la integración de todos estos elementos en una síntesis rica y dinámica, indicando que si algunos de estos elementos se absolutiza se corre el riesgo de caer en extremos indeseables:

    Los principios de la doctrina social deben ser apreciados en su unidad, conexión y articulación. Esta exigencia radica en el significado, que la Iglesia misma da a la propia doctrina social, de «corpus» doctrinal unitario que interpreta las realidades sociales de modo orgánico. La atención a cada uno de los principios en su especificidad no debe conducir a su utilización parcial y errónea, como ocurriría si se invocase como un elemento desarticulado y desconectado con respecto de todos los demás” (CDSI 162a).

   Como un ejemplo de extremos indeseables baste recordar la situación de quienes crecimos en el mundo de la “guerra fría” con su bipolaridad socio-político-económica: en un extremo una doctrina acentuaba la justicia social y justificaba el avasallamiento de la libertad; en el otro, una libertad sin límites justificaba la injusticia social. Es decir, que dos valores que aquí aparecen juntos (y conjuntados con otros dos) allí aparecían absolutizados en uno u otro extremo.
   Y la síntesis rica y dinámica que mencionamos recién tiene como modelo supremo, otra vez, la comunión de la Trinidad. Así como las Tres Personas Divinas se dan mutuamente en un dinamismo infinito y eterno de amor recíproco, de un modo semejante estos principios y valores interjuegan juntos para lograr, con un equilibrio siempre renovado ante las cambiantes situaciones sociales.
   Y aquí debemos recordar algo que el Compendio expone en su capítulo II cuando habla sobre el método de la DSI, que podría sintetizarse en tres momentos: “ver-juzgar-actuar”. Un primer momento es de diagnóstico de la situación social (ver) que es cambiante por naturaleza; en el segundo momento se ilumina la situación a la luz de la Palabra de Dios haciendo un discernimiento y se establece una decisión (juzgar); finalmente se lleva adelante la acción derivada de la decisión previa (actuar). Se podría decir que el único elemento “estable” del conjunto es la Palabra de Dios que aparece en el segundo momento, porque “Jesucristo es el mismo hoy que ayer y para siempre” (Hebreos 13,8). Y dado lo cambiante de las situaciones sociales, serán distintos los aspectos que habrá que iluminar con la Palabra de Dios –con el doble ministerio del anuncio y de la denuncia (CDSI 81)‒ y por tanto, también serán distintas las acciones a realizar, según la situación dada.
   Por este dinamismo intrínseco de la vida social:
   La doctrina social de la Iglesia se presenta como un « taller » siempre abierto, en el que la verdad perenne penetra y permea la novedad contingente, trazando caminos de justicia y de paz. La fe no pretende aprisionar en un esquema cerrado la cambiante realidad socio-política.  Más bien es verdad lo contrario: la fe es fermento de novedad y creatividad. La enseñanza que de ella continuamente surge « se desarrolla por medio de la reflexión madurada al contacto con situaciones cambiantes de este mundo, bajo el impulso del Evangelio como fuente de renovación »” (CDSI 86a).
   Recuperar ‒al interior de la convivencia eclesial y su vida cotidiana‒ la atención al dinamismo de la vida íntima de la Trinidad y su proyección histórica que es el dinamismo del Espíritu en la Iglesia, nos ayudará a ser una Iglesia más viva y comunional (hacia adentro) y también a poder ser partícipes ágiles y unidos en nuestra evangelización y pastoral de la vida social (hacia afuera).
   Pues la Iglesia está llamada a ser Comunión Misionera, a imagen de la Trinidad: comunión hacia adentro y misionera hacia afuera (recordemos que la misión surge de la Trinidad: el primer enviado es el Hijo, y el segundo es el Espíritu). O, si queremos sintetizar la comunión y el dinamismo misionero en una sola expresión, podemos hablar de sinodalidad: un Pueblo de Dios peregrino en la historia que convoca a incorporarse a aquellos con quienes se va encontrando en su camino de hacia la Casa del Padre.


7. Los principios de la DSI a la luz de la Trinidad

   Después de haber visto la articulación general de los principios y valores de la DSI, veamos la dimensión “trinitaria” o comunional que tienen los principios en particular.

   1. El principio del bien común. Ya desde su mismo nombre aparece como un “bien” que es uno (pues se dice en singular), y que beneficia a muchos porque es “común”; con esto tenemos una alusión directa al misterio del Dios Uno y Trino en el cual hay Tres Personas que lo tienen todo en común… ¡hasta la única naturaleza divina!
   Respecto del bien común como bien social también hay una referencia posible a la Trinidad porque siendo un “bien uno” incluye un riquísimo “conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección” (CDSI 164)… con lo cual tenemos de nuevo el modelo de comunión que es unidad en la diversidad. Y, como se ve en el texto, este bien uno es poseído por cada uno de los miembros de la sociedad… de modo semejante a como la única naturaleza divina –con su riquísimo conjunto de atributos‒ es en cada Persona Divina.
   Y dado que es bastante común encontrar que las personas tienen dificultades para definir el contenido concreto del bien común, no estará de más indicarlo: “…compromiso por la paz, la correcta organización de los poderes del Estado, un sólido ordenamiento jurídico, la salvaguardia del ambiente, la prestación de los servicios esenciales para las personas, algunos de los cuales son, al mismo tiempo, derechos del hombre: alimentación, habitación, trabajo, educación y acceso a la cultura, transporte, salud, libre circulación de las informaciones y tutela de la libertad religiosa” (CDSI 166).

2. El principio del destino universal de los bienes. Este principio se fundamenta en la voluntad de Dios que es Creador y Padre y que “ha dado la tierra a todo el género humano para que ella sustente a todos sus habitantes, sin excluir a nadie ni privilegiar a ninguno” (CDSI 171). Y aquí tenemos otra reminiscencia trinitaria: también en Dios ‒como dijimos antes‒ el bien infinito de la única naturaleza divina es de cada una de Ellas pues: “Las personas divinas no se reparten la única divinidad, sino que cada una de ellas es enteramente Dios… Cada una de las tres personas es esta realidad, es decir, la substancia, la esencia o la naturaleza divina” (CCE 253). En cierto modo, podemos hablar de la “pobreza de cada Persona divina” que tiene todo en común con las otras… salvo su propia Persona (que es la condición de posibilidad para que haya una verdadera comunión).

3. El principio de subsidiaridad. Este principio también es poco comprendido, sobre todo porque se lo suele parcializar. Dado que la palabra hace pensar en “subsidios”, se piensa únicamente en la asistencia estatal a personas o instituciones necesitadas. Pero el principio es mucho más rico, pues alcanza a todo tipo de organizaciones (estatales, privadas y etc.) y tiene dos aspectos: la instancia superior no debe intervenir si la instancia inferior puede realizar su tarea adecuadamente y debe asistirla si ella no puede afrontar sola esa tarea. O sea que este principio conjuga el respeto por la instancia inferior y su propia libertad y creatividad, junto con la solidaridad para con ella, si es necesario (cf. CDSI 186).
   Dado que aquí hay relaciones de superioridad e inferioridad, esto no se aplicaría a la Trinidad en sí misma, sino a la actitud que la Trinidad tiene con nosotros, los hombres a quienes ayuda cuando lo necesitamos, sin que esto excluya nuestro esfuerzo y dedicación.
   Pero si quitamos el elemento de superioridad/inferioridad podemos encontrar una reminiscencia de la Trinidad misma pues en ella cada Persona tiene su peculiaridad que no es sustituida ni absorbida por la otra. Y por eso este principio de subsidiaridad se parece también a la Trinidad porque promueve una “articulación pluralista de la sociedad” (CDSI 187) y permite la “red de relaciones que forma el tejido social y constituye la base de una verdadera comunidad de personas” (CDSI 185).

4. El principio de participación. Aquí de nuevo encontramos el respeto por la actividad propia de cada persona en la sociedad. Y por eso nos remite al misterio de la Trinidad en cuanto que,  si bien “toda la economía divina es la obra común de las tres personas divinas… Sin embargo, cada persona divina realiza la obra común según su propiedad personal… Son, sobre todo, las misiones divinas de la Encarnación del Hijo y del don del Espíritu Santo las que manifiestan las propiedades de las personas divinas… Toda la economía divina, obra a la vez común y personal, da a conocer la propiedad de las personas divinas y su naturaleza única” (CCE 258-259).

5. El principio de solidaridad. Sobre el cual no nos extenderemos mucho por la penuria de espacio… baste decir que la doble clave que suelo usar para abordar el misterio de la Trinidad ‒don de sí mismo y comunión‒ son también el alma de la solidaridad.


8. Los valores de la DSI a la luz de la Trinidad

   El Compendio de Doctrina Social de la Iglesia (CDSI) después de haber enunciado los cinco principios que consideramos en la nota anterior, pasa a exponer los cuatro valores fundamentales de la vida social: “Todos los valores sociales son inherentes a la dignidad de la persona humana, cuyo auténtico desarrollo favorecen; son esencialmente: la verdad, la libertad, la justicia, el amor” (CDSI 197).
   Y, naturalmente, lo primero que hace es vincular a unos con otros, mostrando su “reciprocidad” y que los valores son los “puntos de referencia para la estructuración oportuna y la conducción ordenada de la vida social” (CDSI 197). Desde un análisis teológico se podría decir que los valores con como el “alma” que da vida, organiza y permite la realización de los principios: no podrá haber bien común, participación o solidaridad si no se viven esos valores. Y, de hecho, en este mismo número el Compendio agrega un tercer elemento: la práctica personal de las virtudes.
   Dicho brevemente, podemos decir que mientras las virtudes (perspectiva clásico tanto de la moral cristiana como de la ética del mundo antiguo) radican en la persona virtuosa, los valores (perspectiva contemporánea propuesta desde Max Scheller) son ideales morales que –en una mirada creyente‒ terminan radicando en Dios mismo que es Verdad, Amor, etc.
   En ese contexto el Compendio nos dice que “los valores requieren, por consiguiente, tanto la práctica de los principios fundamentales de la vida social, como el ejercicio personal de las virtudes”. Y aquí tenemos una resonancia trinitaria: para que la vida social sea verdaderamente digna de los seres humanos se necesita un interjuego dinámico de tres instancias: el horizonte de ideales de los valores, la vivencia personal de las virtudes y la realización histórica de los principios en estructuras y dinamismos sociales concretos. Si apuramos la cosa podríamos relacionar la altura de los valores con Dios Padre, la concreción histórica con el Hijo encarnado y las virtudes con el Espíritu que ‒habitando en cada persona‒ le permite vivirlas.
  
   Yendo a los valores en particular, también podemos adjudicarlos pedagógicamente a las Personas Divinas, aunque las Tres sean toda la Realidad Divina Perfecta, aunque cada una a su modo.[7]
   El primer valor que aparece es la verdad y este valor podemos relacionarlo con la Persona del Hijo que es la Palabra (Lógos) del Padre que se encarna y viene al mundo a iluminarnos y salvarnos (cf. Jn 1,1-18), es nuestro Maestro (Mt 23,9) y es el Camino, la Verdad y la Vida (Jn 14,6).
   El segundo valor que se enuncia es la libertad, y a este valor lo podemos relacionar con el Espíritu Santo, pues el Espíritu, como “el viento sopla donde quiere y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va…” (Jn 3,8). Y nos dice Pablo: “Porque el Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad” (2Co 3,17), porque “para ser libres nos liberó Cristo” (Gál 5,1).
   La justicia, la podemos relacionar con Dios Padre… pero la justicia entendida en sentido verdaderamente bíblico: no el Dios Juez que castiga, sino el Dios Fiel a su Alianza que cumple lo pactado en ella: salvar a su Pueblo… aunque el Pueblo no cumpla su parte de la Alianza que es ser fiel a Dios! Eso es lo que nos enseña Pablo en la Carta a los Romanos: “Porque ahora, independientemente de la Ley, la Justicia de Dios se ha manifestado, atestiguada por la Ley y los Profetas, justicia de Dios por la fe en Jesucristo, para todos los que creen pues no hay diferencia: todos pecaron (judíos y griegos) y están privados de la gloria de Dios y todos son justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús” (Rm 3,21-24).
   Finalmente, el Amor lo podemos adjudicar a toda la Trinidad, pues como dice el Catecismo de la Iglesia Católica: “A lo largo de su historia, Israel pudo descubrir que Dios sólo tenía una razón para revelársele y escogerlo entre todos los pueblos como pueblo suyo: su amor gratuito… Pero San Juan irá todavía más lejos al afirmar: "Dios es Amor" (1 Jn 4,8.16); el Ser mismo de Dios es Amor. Al enviar en la plenitud de los tiempos a su Hijo único y al Espíritu de Amor, Dios revela su secreto más íntimo (Cf. 1 Cor 2,7-16; Ef 3,9-12); él mismo es una eterna comunicación de amor: Padre, Hijo y Espíritu Santo, y nos ha destinado a participar en Él” (CCE 218-221).
   Con lo cual volvemos a iluminar desde la altura de la Trinidad la vida social humana: la Comunión eterna e infinita de Vida, Sabiduría y Amor que es la Trinidad nos invita a participar de esa comunión, sea en la vida social humana y en la comunidad eclesial en el más acá, y a consumar esa comunión en la incorporación eterna a la Vida divina en el más allá…


9. La imagen de la Trinidad en las distintas realidades sociales

   La segunda parte del Compendio de Doctrina Social de la Iglesia repasa las distintas realidades sociales en las cuales vive y se desenvuelven las personas, y lo hace en una especie de esquema concéntrico que comienza con la familia, sigue con el trabajo y la vida económica, luego trata de la comunidad política nacional e internacional para concluir con el medio ambiente. Y en todas estas realidades sociales podemos ver una imagen de la Trinidad, porque en todas ellas es fundamental la dimensión relacional. Aquí solamente indicaremos algunos textos fundamentales de una temática que se podría ampliar mucho más…
   Respecto del matrimonio y la familia ‒y también sobre el trabajo humano‒ ya el Compendio se había expresado en sus primeros números, iluminando su riqueza con la luz de la Trinidad:
     Las páginas del primer libro de la Sagrada Escritura, que describen la creación del hombre y de la mujer a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1, 26-27), encierran una enseñanza fundamental acerca de la identidad y la vocación de la persona humana. Nos dicen que la creación del hombre y de la mujer es un acto libre y gratuito de Dios; que el hombre y la mujer constituyen, por su libertad e inteligencia, el creado de Dios y que solamente en la relación con Él pueden descubrir y realizar el significado auténtico y pleno de su vida personal y social; que ellos, precisamente en su complementariedad y reciprocidad, son imagen del Amor trinitario en el universo creado; que a ellos, como cima de la creación, el Creador les confía la tarea de ordenar la naturaleza creada según su designio (cf. Gn 1,28).
   El libro del Génesis nos propone algunos fundamentos de la antropología cristiana: la inalienable dignidad de la persona humana, que tiene su raíz y su garantía en el designio creador de Dios; la sociabilidad constitutiva del ser humano, que tiene su prototipo en la relación originaria entre el hombre y la mujer, cuya unión « es la expresión primera de la comunión de personas humanas »; 38 el significado del actuar humano en el mundo, que está ligado al descubrimiento y al respeto de las leyes de la naturaleza que Dios ha impreso en el universo creado, para que la humanidad lo habite y lo custodie según su proyecto. Esta visión de la persona humana, de la sociedad y de la historia hunde sus raíces en Dios y está iluminada por la realización de su designio de salvación” (CDSI 36-37).
   Y sobre esto abunda cuando habla de la subjetividad social de la familia:
   “La familia se presenta como espacio de comunión —tan necesaria en una sociedad cada vez más individualista—, que debe desarrollarse como una auténtica comunidad de personas 490 gracias al incesante dinamismo del amor, dimensión fundamental de la experiencia humana, cuyo lugar privilegiado para manifestarse es precisamente la familia: «El amor hace que el hombre se realice mediante la entrega sincera de sí mismo. Amar significa dar y recibir lo que no se puede comprar ni vender, sino sólo regalar libre y recíprocamente»” (CDSI 221).
   También el trabajo humano –en particular es una imagen de la comunión de la Trinidad:
   “El trabajo humano posee también una intrínseca dimensión social. El trabajo de un hombre, en efecto, se vincula naturalmente con el de otros hombres: « Hoy, principalmente, el trabajar es trabajar con otros y trabajar para otros: es un hacer algo para alguien». También los frutos del trabajo son ocasión de intercambio, de relaciones y de encuentro. El trabajo, por tanto, no se puede valorar justamente si no se tiene en cuenta su naturaleza social, «ya que, si no existe un verdadero cuerpo social y orgánico, si no hay un orden social y jurídico que garantice el ejercicio del trabajo, si los diferentes oficios, dependientes unos de otros, no colaboran y se completan entre sí y, lo que es más todavía, no se asocian y se funden como en una unidad la inteligencia, el capital y el trabajo, la eficiencia humana no será capaz de producir sus frutos. Luego el trabajo no puede ser valorado justamente ni remunerado con equidad si no se tiene en cuenta su carácter social e individual»” (CDSI 273).
   En relación con la convivencia política en la comunidad nacional (y se podría ampliar a la internacional también) leemos en el Compendio que:
   “El precepto evangélico de la caridad ilumina a los cristianos sobre el significado más profundo de la convivencia política… El objetivo que los creyentes deben proponerse es la realización de relaciones comunitarias entre las personas. La visión cristiana de la sociedad política otorga la máxima importancia al valor de la comunidad, ya sea como modelo organizativo de la convivencia, ya sea como estilo de vida cotidiana.
   La Iglesia se ha confrontado con diversas concepciones de la autoridad, teniendo siempre cuidado de defender y proponer un modelo fundado en la naturaleza social de las personas: «En efecto, como Dios ha creado a los hombres sociales por naturaleza…»” (CDSI 392-393).
   Y en esta apretado elenco de textos me gustaría terminar con una bellísimo y profundo párrafo de Juan XXIII en lo que fue su testamento espiritual respecto de la DSI: la Pacem in terris. Allí expone la vida de la sociedad en tonos prácticamente festivos:
   Lo que caracteriza en primer lugar a un pueblo es el hecho de compartir la vida y los valores, fuente de comunión espiritual y moral: «La sociedad humana... tiene que ser considerada, ante todo, como una realidad de orden principalmente espiritual: que impulse a los hombres, iluminados por la verdad, a comunicarse entre sí los más diversos conocimientos; a defender sus derechos y cumplir sus deberes; a desear los bienes del espíritu; a disfrutar en común del justo placer de la belleza en todas sus manifestaciones; a sentirse inclinados continuamente a compartir con los demás lo mejor de sí mismos; a asimilar con afán, en provecho propio, los bienes espirituales del prójimo. Todos estos valores informan y, al mismo tiempo, dirigen las manifestaciones de la cultura, de la economía, de la convivencia social, del progreso y del orden político, del ordenamiento jurídico y, finalmente, de cuantos elementos constituyen la expresión externa de la comunidad humana en su incesante desarrollo»” (CDSI 386).
    Ante una humanidad y una nación tan heridas de divisiones, grietas, muros y amenazas este texto de San Juan XXIII es un llamado a la conversión para que haya paz en la tierra…



[1] C. von Schönborn, El Misterio trinitario como hilo conductor del Catecismo de la Iglesia Católica, en AAVV, Introducción al Catecismo de la Iglesia Católica, Bogotá, San Pablo, 1993, 48-51.
[2] Si alguien no la ha leído en Eclesia, puede buscar en mi blog  la parábola de “la torta y el conocimiento” en que expongo algo sobre esto. Basta poner en Google: Jorge Fazzari Blog y allí se encuentran las parábolas.
[3] El Compendio volverá sobre esta idea cuando hable de la persona como “imagen de Dios”, en el nº 110.
[4] Decimos que “la persona es por los otros” porque ni siquiera Dios Padre ‒que no procede de nadie‒ puede ser Padre sin el Hijo.
[5] De nuevo aparecerá este tema en el Compendio, en los nº 108, 111 y 147.
[6] Esta “sociabilidad humana” la desarrollará el Compendio en sus nº 149-151.
[7] Como ejemplo, se puede ver en mi blog (Jorge Fazzari Blog) la entrada titulada “Los Tres son Vida, Luz y Amor” simplemente poniendo ese título en el botón de búsqueda que tiene el mismo blog…

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