domingo, 2 de julio de 2017

Distintos modos de vivir la Iglesia (publicado en Eclesia, abril de 2017)

Una verdadera reforma eclesial no puede ser otra cosa que retornar renovadamente al diseño de Jesús y al dinamismo del Espíritu que están en el origen; y, por eso, una reflexión bíblica puede iluminarnos al respecto.
   En este sentido, un texto que nos puede ayudar a pensar esas reformas necesarias en la Iglesia es el lúcido libro “Las Iglesias que los apóstoles nos dejaron” del renombrado biblista estadounidense Raymond Brown, que ya desde el título nos propone la perspectiva de una Iglesia‒Comunión, al poner el sustantivo en plural: “las Iglesias”. Con esto nos indica que las primeras comunidades cristianas no estaban uniformadas, sino que formando una “comunión” ‒que es unidad en la diversidad­‒ tenían riquezas y características complementarias.
   En este texto, Brown nos muestra siete modos de entender y vivir la experiencia de Iglesia:
‒ En la tradición paulina representada por las Cartas Pastorales (a Timoteo y a Tito) se privilegia la estructura eclesial para asegurar la continuidad en tiempos de crisis. Esta misma situación de crisis hace que se aferren a la doctrina recibida y que se insista en la autoridad de los maestros oficiales.
‒ En la tradición paulina representada en las Cartas a Colosenses y Efesios,  la Iglesia es un cuerpo que tiene a Cristo por Cabeza, y en la cual el amor mutuo es el vínculo perfecto de comunión. Esta comunión en el amor ‒que comienza en Cristo que ama a la Iglesia como a su esposa‒ se dilata hasta 

abarcar el universo entero, que queda recapitulado en Cristo.
‒ En la tradición paulina que aparece en Lucas-Hechos se recalca la presencia del Espíritu Santo.  Cuando Jesús asciende al cielo, sus discípulos permanecen en la tierra; y es el Espíritu quien ocupa el lugar de Cristo en la tierra como el verdadero guía permanente de la Iglesia, mientras los líderes humanos pasan (incluso Pedro y Pablo). Incluso, el Espíritu guía o corrige a estos líderes humanos (véase Hch 10 y 11para Pedro, y Hch 16,6ss para Pablo).
‒ En la tradición petrina de la Carta Primera de Pedro, la Iglesia aparece como el Pueblo de Dios de la Nueva Alianza, cuyos miembros ‒como hijos de Dios‒ tienen una comunión con Dios como nunca se había dado, quedando constituidos como un Pueblo sacerdotal por medio del bautismo.
‒ En el Evangelio según san Juan, la Iglesia es una comunidad de personas íntimamente unidas a Jesús; comunidad en la cual se relativizan totalmente las jerarquías y diferencias (= igualitarismo joánico) pues lo esencial es la relación viva de amor con Jesús. Por eso, también pueden destacarse las mujeres: Marta pronuncia una confesión de fe que Mateo reserva a Pedro (Jn 11,27); María Magdalena aparece como “apóstola de los apóstoles”; y Marta y María aparecen junto con Lázaro como “(discípulas) amadas de Jesús” (cf. 11,5).
‒ En las Cartas Joánicas la Iglesia es la comunidad de individuos guiados por el Paráclito, quien nos aconseja, guía y consuela y ‒sobre todo‒ nos pone en comunión con Jesús (y con esto, se une a la perspectiva anterior). También aquí se subraya la igualdad: todos tenemos en nosotros al Espíritu Paráclito, lo cual genera una comunión que supera las barreras el espacio y del tiempo.
‒ En la cristiandad judeo-gentil representada en el Evangelio según san Mateo, se reconoce una autoridad eclesial que no sustituye a Jesús. Conjuga un gran respeto por la ley y la autoridad con una primacía absoluta de las actitudes de Jesús al interpretar la ley y ejercer la autoridad. Con estos dos elementos Mateo construye una eclesiología de notable solidez y equilibrio. En cierto modo, conjuga la estructura eclesial de las Pastorales con la presencia personal de Jesús en la que insiste Juan (también Mt 28,20 habla de la continuidad de la presencia de Jesús en la Iglesia). Pero a diferencia de Juan, Mateo mantiene el equilibrio en el plano ético, uniendo a la fe también la ética concreta del Sermón de la Montaña.

   El simple hecho de que el Nuevo Testamento nos muestre  que hay ‒al menos‒ siete modos distintos de vivir la Iglesia, manifiesta (una vez más) que el modelo cristiano no es la uniformidad, sino la comunión: unidad en la diversidad… tal como es el modelo supremo que es la Trinidad, en la que no tenemos tres Padres, sino tres distintos: Padre, Hijo y Espíritu Santo.

   Por otra parte, Brown muestra que la Iglesia católica occidental (es decir: nosotros) se ha volcado hacia la eclesiología de las Cartas Pastorales acentuando lo jerárquico, lo estructural y lo normativo. Esta opción ‒que puede ser necesaria en un momento de crisis como el que se estaba atravesando a finales del Siglo I­‒ no es sano que se transforme en una situación permanente: si viene un huracán tapiamos las ventanas, cerramos las puertas y reforzamos todo lo que se pueda… pero después que pasa el huracán, volvemos a abrir la puertas y las ventanas y dejamos entrar el aire y el sol.

   En esto, el análisis de Brown coincide con el G. Lafont que vimos el mes pasado. Y por eso, parte de lo que se puede mejorar está en la línea de destacar más lo fraterno y lo místico, recreando un clima eclesial en el que todos nos sintamos hermanos (cf. Mt 23, 8) hijos del mismo Papá divino, teniendo un hermano mayor que nos dio ejemplo para que nos sirvamos mutuamente (cf. Jn 13, 1‒17) y guiados por el Espíritu de Comunión que nos hace Iglesia (cf. Hch 2‒4).

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