viernes, 4 de agosto de 2017

La transformación estructural de la Iglesia (2da parte)

La doctrina y la institución: el ejemplo del Vaticano I

   Las reflexiones precedentes explican por qué la reforma estructural de la Iglesia es un “deber”, pues los dos espacios –el de la expresión de la fe y el de la constitución de la comunidad‒ están estrechamente vinculados; incluso, podríamos decir que son lo mismo, visto desde dos ángulos diferentes.
   Sigamos viendo estos desplazamientos, comparando los Concilios Vaticano I y Vaticano II. En el Vaticano I tenemos dos documentos que se pueden vincular: Dei Filius que trata  sobre la fe y la razón y Pastor aeternus que trata sobre el Papa. El vínculo aparece de este modo: si existe una doctrina católica que expresa auténticamente  la esencia de la Revelación y la competencia de la razón ‒y el contexto epocal es de “tiempos difíciles”‒ entonces habrá que exponerla fielmente y defenderla valientemente. Y un magisterio y un gobierno fuertemente centralizados en el Papa, es una estructura que se corresponde con esta concepción de la verdad y con esta situación epocal. Pues la infalibilidad 

personal del Papa y su primado en materia de gobierno son garantía de estabilidad y fuerza de expansión.
   Por su parte, el primado de la verdad está vinculado con el peligro de pecado y de condenación eterna; por eso, confesar la verdadera fe es esencial.
   Y, como el Papa está lejos, su “palabra” llega a los fieles como un “escrito”, y es el párroco quien expone a los fieles esa verdad.
   De este modo, aparece una estructura eclesial en la cual el Papa es para la Iglesia universal la referencia en materias de fe y el centro en la gestión del gobierno; y el sacerdote es, en la parroquia, el catequista de la verdadera doctrina y el juez de la vida moral.


Estructuras para un testimonio: las orientaciones del Vaticano II

Ahora habría que preguntarse cuál sería la “constitución” eclesial que correspondería a la percepción del Misterio cristiano ‒con los elementos históricos, relacionales, litúrgicos y de  compromiso con el mundo‒ que se desarrollaron antes y después del Vaticano II.
   La respuesta es simple: del mismo modo que Pastor Aeternus se correspondía con Dei Filius; en el Vaticano II, Lumen Gentium se corresponde con Dei Verbum.[1]
   Y, en realidad, hay que considerar no sólo LG sino toda la obra eclesiológica del Vaticano II que considera la Iglesia ad intra (LG, pero también los decretos sobre los obispos, presbíteros, vida religiosa y apostolado de los laicos) y la Iglesia ad extra (GS y también los decretos sobre libertad religiosa y las otras religiones); mientras que el ecumenismo y la actividad misionera se refieren a ambos espacios al mismo tiempo.



[1] Vale decir que a una distinta comprensión de la verdad, como la que aparece en DV (la Revelación como un diálogo de la Trinidad con el hombre acaecido en la historia, que implica la fe, y que se transmite en la historia por la Iglesia; Revelación cuya comprensión crece a largo del tiempo, etc.) corresponde una comprensión distinta de la Iglesia (que es Pueblo de Dios, que –además del Papa‒ tiene un Episcopado, que está adornada con “dones jerárquicos y carismáticos” etc.).

   
El primado de la Iglesia

   El rasgo esencial del nuevo modelo institucional es que la Iglesia entera es la destinataria y responsable de la Revelación, ámbito de salvación para sus miembros, y origen de la misión.
   A esta Iglesia, Cristo resucitado ha enviado el Espíritu prometido; y es ella la que es santa y llamada a la santidad; es ella la que escucha la Palabra de Dios, la medita y la anuncia. La Iglesia es la que ora, celebra y entra en diálogo con el mundo.
   Esto es obvio para nosotros hoy. Pero esta concepción de la Iglesia puede ser “temible” en la medida en que durante siglos la organización de la Iglesia se había construido a partir de una idea jerárquica que privilegiaba al Papa y al sacerdote. Sólo el tiempo podrá revelar todas las dimensiones de la evolución que puede producirse.
   Sin embargo, se puede presentir y remarcar que el principio del primado de la Iglesia como Cuerpo de Cristo y Pueblo de Dios conduce a una corrección en la manera de leer las Escrituras –y sobre todo, los Evangelios‒ que se había hecho corriente. En este sentido (y salvo indicaciones evidentemente contrarias) habría que decir que los discípulos que escuchaban a Jesús deben ser considerados como las primicias de la Iglesia, y no del sacerdocio o de la vida religiosa. Como dice el decreto sobre la actividad misionera da la Iglesia: ellos son el “germen del nuevo Israel”, antes de ser el “origen de la jerarquía sagrada” o de la “vida consagrada” (AG 5).[1]


La estructura carismática de la Iglesia

   La cuestión es ahora cómo asumir la diversidad en la Iglesia, de modo que sirva a su unidad, en lugar de destruirla.
   En este sentido, parece necesario retornar a San Pablo y recuperar su concepción orgánica del Cuerpo de Cristo. El Apóstol explica que las funciones y ministerios en la Iglesia son dones que vienen de Cristo y que dispensa el Espíritu. Y la categoría “don” implica aspectos dinámicos y relacionales: el don es dado y recibido, y se pone al servicio para dar fruto para otros; así, establece relaciones que son más esenciales que la realidad donada.
   En conjunto, esta dinámica del don pone sin cesar al hombre en relación con Dios que dona; con los demás, para cuyo beneficio se recibe el don; con el Espíritu que hace conocer estos dones y es su principal gestor.
   Y el don manifiesta que cierta persona tiene una semejanza con Cristo en un aspecto determinado; y esto le da una autoridad en ese campo determinado: la autoridad es una característica de la persona que recibe alguna cosa de Cristo y del Espíritu, y se expresa en las acciones que la persona puede hacer, gracias a ese don de Cristo.    

(continuará)




[1] Naturalmente, dado que el Espíritu no le ha faltado a la Iglesia después del Concilio, los desplazamientos propuestos por el Vaticano II se están produciendo hoy, en mayor o menor medida, aquí y allá. El nuevo Código de Derecho Canónico ha marcado el estado de situación en su momento (1983). Pero hay otras cosas importantes que hacer, y se necesitan profetas que puedan discernir las vías nuevas que permitan continuar la Tradición (en lugar de repetirla).

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