sábado, 23 de septiembre de 2017

La transformación estructural de la Iglesia (3ra y última parte)

(Concluyo con esta entrega el resumen del artículo de G. Lafont publicado en L´Eglise en travail de réforme. Imaginer l´Eglise catholique II, Paris, Cerf, 2011; pp. 175-201).

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La Eucaristía y el Orden

   El Concilio Vaticano II ha vuelto, de manera renovada, a la visión simbólica de los sacramentos de la Eucaristía y del Orden; lo cual también renueva la manera de celebrarlos y, de algún modo, esto afecta al conjunto de la vida eclesial.

La perspectiva antigua

    En su célebre obra Corpus Mysticum, Henri de Lubac estudió un giro que tuvo la consideración de la Eucaristía, que se podría describir como un “pasaje del simbolismo al realismo” en la interpretación de este sacramento.
   Antes de la Alta Edad Media latina había una especie de comprensión global (hoy diríamos “holística”) del tema cristiano del cuerpo, que consideraba simultáneamente:
   - el cuerpo personal de Cristo resucitado,
   - cómo ese mismo cuerpo está místicamente presente en los símbolos eucarísticos
   - y la comunidad de los fieles que también es, verdaderamente, cuerpo de Cristo.
Y la celebración eucarística manifiesta y realiza esta triple e inseparable corporeidad de Cristo.
   Lo mismo sucedía con el sacrificio, que es otra de las categorías fundacionales del cristianismo, que 

comprendía simultáneamente el sacrificio de la Cruz, el sacrificio litúrgico y la caridad fraterna, que implica el don de cada uno a los demás.
   De este modo, tanto cuerpo como sacrificio implicaban inseparablemente la carne de Cristo, la Iglesia y los sacramentos.
   Y también el don de la presidencia estaba considerado de manera global u holística: el ministerio de la palabra y la acción pastoral ayudan a que la comunidad cristiana ingrese en un estado de sacrificio espiritual y a recibir su transformación constante en cuerpo de Cristo; y la acción litúrgica une el don de Cristo y la ofrenda de su pueblo, y allí la memoria pascual se vuelve viva y presente.

El giro medieval

   El giro que Henri de Lubac  detecta en el medioevo se podría llamar “del símbolo a la dialéctica”: se abandona la visión holística de que hablamos antes, para pasar a una realidad, sino “física”, al menos “objetiva” de la presencia del cuerpo y la sangre de Cristo en las especies sacramentales.
   La secuencia lógica de este desarrollo es la siguiente: el tema de la presencia real conduce al de la transubstanciación como modo específico y único por el cual se entiende la conversión del pan y del vino en el cuerpo y la sangre de Cristo. La transubstanciación plantea la cuestión del ministro habilitado para hacer real esa presencia; y así, el sacerdote será definido a partir del poder que tiene para realizar esa transubstanciación. Y ese poder se identificará con el sacramento del Orden, que establece una semejanza con Cristo.
   Y en esta misma lógica teológica se indica la institución simultánea por Cristo de la Eucaristía (por el don de su cuerpo y sangre) y del sacerdocio (al mandar hacer eso mismo en memoria suya) en la Última Cena.

Retorno al símbolo

   Desde cierto punto de vista, no hay nada que objetar a la teología medieval, retomada por el Concilio de Trento y enseñada por la Iglesia católica. Pero hoy es importante reinsertar esa ontología eucarística en la perspectiva del símbolo, del don y de la historia que orientan actualmente nuestra comprensión de la fe.
   También para la Eucaristía y el Orden se deba hacer jugar el desplazamiento esencial que expusimos al principio: el primado de la bondad en relación con la sabiduría, del tiempo en relación con el ser, de la interpretación en relación con la metafísica y del símbolo en relación con el concepto. Y yo insisto en la expresión “en relación con”, pues no se trata de negar los segundos términos de estos binomios, sino de integrarlos con los primeros.
   Para la Eucaristía, se puede decir que el Concilio Vaticano II con la Sacrosanctum Concilium restituye la visión holística que tenían los Padres de la Iglesia.
   En cuanto al ministerio ordenado, el giro del Vaticano II está en afirmar la plena sacramentalidad del episcopado, con la consistencia que le confiere. En la perspectiva medieval, el episcopado no era considerado en su dimensión sacramental, pues no suma ningún poder sobre la Eucaristía, en términos de presencia real.[1]
   En cambio, en el Vaticano II el obispo tiene una responsabilidad global con la comunidad –que culmina ciertamente en la celebración del misterio pascual‒ pero que incluye esencialmente toda la acción pastoral. Así, el obispo no es definido sólo en relación a la Eucaristía, sino como semejanza de Jesús Buen Pastor. Y esto es un símbolo holístico, por lo cual el “actuar in persona Christi” toma un sentido mucho más amplio que la sola consagración eucarística, pues abarca la evangelización, la pastoral y la liturgia. Y de este modo, la palabra eucarística es la cumbre, pero no está desligada de las otras dimensiones.

Primado de la Iglesia y autoridad del obispo

   La “simbólica de la autoridad” se inserta en el conjunto simbólico en que la Iglesia entera es la destinataria y la responsable del don del Evangelio. Pues la autoridad del obispo no anula la autoridad de los otros dones: la profecía, la enseñanza, la oración, el servicio… Ella los desea, los discierne, los verifica, vela por su armonía; y no los reemplaza. La Iglesia misma es el conjunto de estos dones, es el juego constante de estos dones, en un “intercambio simbólico”. El obispo, entonces, debe estar a la escucha de los movimientos del Espíritu y a su servicio. Complementariamente, los dones particulares tienen una necesidad esencial de comunión con la autoridad del pastor.
   Se pueden decir estas mismas cosas de otro modo, glosando la expresión “in persona Christi”. Pues todo don prospera en el Cuerpo de Cristo por la acción del Espíritu. Así, el don de profecía lo es “in persona Christi prophetae”, el don de enseñanza lo es “in persona Christi doctoris”, etc. Y el sacramento del Orden configura “in persona Christi pastoris”. Éste es un don mayor, pero está ligado a la economía general de los dones.

La institución

   Según el Concilio de Trento, Jesús habría “ordenado” a los Apóstoles durante la Última Cena. Evidentemente, esta definición está ligada a una definición del Orden exclusivamente como poder. Pero, si en realidad, el Orden simboliza y rige el conjunto de la autoridad pastoral, esta precisión puede tomar un sentido diferente: en la Última Cena, Jesús nos deja el Memorial de su misterio pascual y nos promete el Espíritu, y la comunidad que lo rodea en ese momento continuará sobre esta doble base la misión de Jesús: anunciar, preparar y hacer presente el Reino de los Cielos.
   En la Última Cena y mediante la promesa del Espíritu, Jesús funda la Iglesia. Y por el Espíritu de Pentecostés y los carismas distribuidos a las primeras comunidades cristianas, él va donando poco a poco las estructuras esenciales.

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   En lo que concierne a la “transformación estructural de la Iglesia” el cambio de discurso me parece especialmente sensible en lo que concierne a la “autoridad”. Mi propuesta es reemplazar con esta palabra, a la más usual: “poder”. Esta última tiene algo de exclusivo: el poder se tiene o no se tiene… y quienes no lo tienen quedan sometidos a quienes lo tienen, diseñando una estructura jerárquica en la cual la inmensa mayoría queda sometida a una pequeño grupo, o una sola persona. En el mismo sentido, el poder se expresa con el verbo “tener”, que tiene el funesto riesgo de entender como “apropiación” algo que sólo puede existir en una referencia constante a Cristo y al Espíritu. Finalmente, también el “poder” corre el riesgo de ser reducido al puntual acto sacramental.
   Después del Concilio, conscientes de los riesgos que conlleva la palabra “poder” se la quiso reemplazar con “servicio”, pero esto no parece suficiente. En cambio, la palabra “autoridad” remite al origen: Cristo y el Espíritu. Además es una palabra analógica que permite modalidades diferentes, y un juego posible y necesario entre ellas. Finalmente, esta palabra designa la responsabilidad global que tiene la persona en la historia salvífica. Por tanto, la dupla “autoridad/palabra” parece suficiente, y no hay necesidad de introducir “poderes” objetivos, ontologizados.
   Esto tiene consecuencias importantes, por ejemplo, en el campo de la reconciliación ecuménica, pues a diferencia del “poder” –que se tiene o no‒ la “autoridad” puede permitir plantear: ¿cuál es el estatuto de autoridad cristiana de las comunidades no católicas, y qué reconocimiento puede obtener este estatuto por parte de la Iglesia católica? A su vez, las otras comunidades cristianas se verían más inclinadas hacia la autoridad y régimen católicos si se expresaran, en principio, en un registro simbólico.
   Y dentro de la disciplina de la Iglesia católica también se plantean cuestiones importantes, sobre todo para el Orden: ¿cómo otorgar jurídicamente una responsabilidad pastoral sin otorgar sacramentalmente una responsabilidad litúrgica? El Código de Derecho Canónico de 1983 otorga amplias responsabilidades pastorales a los laicos, sin excluir a las mujeres. Pero ¿esto no significa, subrepticiamente, una separación entre el “poder litúrgico” negado a los no-sacerdotes y el “poder pastoral” ampliamente delegado a ellos? Y, cuando se va al fondo de la cuestión: ¿no es aquí la sexualidad un elemento decisivo? Pues el poder litúrgico es negado a los hombres casados y a las mujeres. Yo estoy convencido que la relación entre sexualidad y Evangelio es muy importante. Pero, justamente por esto, me parece que habría que asumir todo lo que hemos aprendido en las últimas décadas sobre esta dimensión esencial de la existencia humana, sin contentarnos con repetir prohibiciones –que pueden seguir siendo fundadas hasta cierto punto‒ pero que necesitan una justificación actualizada.
   Las reflexiones precedentes sobre la Eucaristía y el Orden no son más que una muestra. Habría que seguir estudiando las consecuencias de aquello que hemos llamado el pasaje del realismo al simbolismo. Y repito una vez más que esto no significa el abandono del discurso objetivo o del lenguaje metafísico, que nos ha acompañado desde el “consustancial” de Nicea hasta la “transustanciación” de Trento: dos variantes misteriosas de la noción de sustancia. Se trata de complementar ese registro metafísico con lo que hemos adquirido a lo largo del siglo XX y que es el estilo del Concilio Vaticano II: un discurso que privilegia el símbolo, la relación, el don y el tiempo. Además, esto está más próximo a la inspiración propia de la Revelación cristiana y se ha convertido para nosotros hoy en normativo, también en lo que se refiere a la transformación estructural de la Iglesia.




[1] Esto explica lo que Lafont expone en otros textos suyos sobre el “modelo gregoriano” de la Iglesia, en el cual el Papa es el monarca de la Iglesia universal, y el párroco es el monarca local… y el obispo y el presbiterio ni figuran. Cfr. Imaginer l´Eglise catholique, Paris, 2000, pp. 49-84. 

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