jueves, 26 de octubre de 2017

Yo Soy el que Estoy, Yo Soy el que Soy

   En la teología contemporánea hubo un movimiento de un extremo al otro: de una teología de tipo esencialista que privilegiaba elementos como lo Uno, el Ser y la Verdad, a una teología de tipo existencial, que privilegia la Relación, el Tiempo, la Palabra y el Don. En este segundo polo se tiende a despreciar, sino olvidar una dimensión metafísica de la realidad.
   Pero la Revelación cristiana muestra una integración de estos dos aspectos, privilegiando el segundo: si bien es su estructura global tiene la forma de una historia, al mismo tiempo incluye textos de sabiduría: la historia, entonces, no excluye la metafísica, ni la relación reemplaza a la identidad.[1]
   Un ejemplo máximo de esta integración es el mismo nombre revelado a Moisés, y que de algún modo sigue siendo un Nombre fundamental de Dios.
   Pues todo parece indicar que ‒dada la ambivalencia del verbo “ser” en hebreo‒ el nombre divino primeramente significó: “Yo Soy el que Estoy” y posteriormente fue revelándose a la conciencia del


Pueblo de Dios las dimensiones metafísicas y trascendentes: “Yo Soy el que Soy”.
   Pues en un primer momento ‒cuando el Pueblo de Dios sufría esclavitud y opresión en Egipto‒ la tentación era pensar que Dios se había olvidado de ellos o, peor aún, que Dios no existía. Ante esta tentación, Dios se revela como el Dios que está junto a su Pueblo para salvarlo.
   Pero ‒como sucede a veces en la historia de la Revelación bíblica‒ una expresión está preñada de un sentido profundo que los primeros destinatarios de esa Palabra no ven, al menos claramente. La creciente manifestación de Dios en el tiempo va revelando una profundidad que siempre estuvo allí, pero no explícitamente. Y así, ya en la época del Antiguo Testamento, la traducción de los Setenta interpreta el nombre divino en clave metafísica.
   El mismo Catecismo de la Iglesia Católica muestra esto en su exposición sobre “Dios Uno”:

   “Al revelar su nombre, Dios revela, al mismo tiempo, su fidelidad que es de siempre y para siempre, valedera para el pasado ("Yo soy el Dios de tus padres", Ex 3,6) como para el porvenir ("Yo estaré contigo", Ex 3,12). Dios que revela su nombre como "Yo soy" se revela como el Dios que está siempre allí, presente junto a su pueblo para salvarlo”. (CCE 207).

   “En el transcurso de los siglos, la fe de Israel pudo desarrollar y profundizar las riquezas contenidas en la revelación del Nombre divino. Dios es único; fuera de él no hay dioses (Cf. Is 44,6). Dios transciende el mundo y la historia. Él es quien ha hecho el cielo y la tierra: "Ellos perecen, mas tú quedas, todos ellos como la ropa se desgastan...pero tú siempre el mismo, no tienen fin tus años" (Sal 102,27-28). En él "no hay cambios ni sombras de rotaciones" (St 1,17). Él es "El que es", desde siempre y para siempre y por eso permanece siempre fiel a sí mismo y a sus promesas.
   “Por tanto, la revelación del Nombre inefable "Yo soy el que soy" contiene la verdad que sólo Dios ES. En este mismo sentido, ya la traducción de los Setenta y, siguiéndola, la Tradición de la Iglesia han entendido el Nombre divino: Dios es la plenitud del Ser y de toda perfección, sin origen y sin fin. Mientras todas las criaturas han recibido de él todo su ser y su poseer. El solo es su ser mismo y es por sí mismo todo lo que es”. (CCE 212-213).

   Por todo esto, nos parece muy interesante y atinada la síntesis que propone G. Lafont en su libro Dios, el Tiempo y el Ser, en el cual nos propone integrar “la verdad en el amor” (Ef 4,15), cultivando una teología con acento existencial, pero que integra los aspectos metafísicos de la realidad.[2]



[1] Cf. Ghislain Lafont OSB, “La transformation structurelle de l´Eglise. Un devoir et una chance” en L´Eglise en travail de réformeImaginer l´Eglise catholique II, Paris, Cerf, 2011; pp. 183s.
[2] Versión española: Ghislain Lafont OSB, Dios, el Tiempo y el Ser, Salamanca, Sígueme, 1991.

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