domingo, 31 de diciembre de 2017

La familia en el cristianismo: hasta la Iglesia y la Trinidad

   La familia aún debe ser revalorizada dentro de la conciencia católica contemporánea: aún quedan resabios de dualismo que hacen pensar que el camino cristiano de la vocación a la familia es un “camino de segunda” hacia la santidad cristiana.
   Hoy recordamos en la liturgia católica a la Sagrada Familia, lo cual nos recuerda que cuando Dios quiso venir al mundo lo hizo de una manera familiar y “natural” (en la medida que pueda aplicarse este adjetivo a la encarnación del Hijo de Dios): nace como un niño en el seno de un matrimonio.
   Pero esa decisión divina no es casual: nace como hijo el que desde la eternidad es Hijo: su filiación humana es reflejo y continuación de su filiación divina. 
  Y se hace nuestro hermano para hacernos “sus hermanos”  (cf. Mt 28,10; Jn 20,17), que es la increíble condición que él nos regala con su Pascua: hijos de Dios, y hermanos entre nosotros, constituyéndose Él mismo como “el Primogénito entre muchos hermanos” (Rm 8,29).
   Y, como elemento central de esta dimensión familiar de la comunidad cristiana hay que señalar la palabra esencial que Jesús utilizó de modo originalísimo para hablar con Dios y para hablar de Dios: la palabra aramea Abbá, es decir, Papá.
  Aquí está el fundamento último de esta dimensión familiar de la comunidad cristiana, pues esta revelación de Dios como Abbá remite profundamente al mundo de la familia: la palabra surge de los primeros balbuceos de los niños más pequeños cuando comienzan a hablar; y “es en la vida familiar de cada día donde se le llama abbá al padre”.[1] Establecer esta palabra para hablar con Dios y de Dios es una originalidad absoluta de Jesús, pues “para la sensibilidad judía habría sido una falta de respeto, por tanto algo inconcebible, dirigirse a Dios con un término tan familiar. El que Jesús se atreviera a dar ese paso significa algo nuevo e inaudito. El habló con Dios como un hijo con su padre, con la misma sencillez, el mismo cariño, la misma seguridad. Cuando Jesús llama a Dios Abbá nos revela cuál es el corazón de su relación con él”.[2] Por eso Jesús nos propone una comunidad en que la fraternidad es el elemento esencial: "Todos ustedes son hermanos" (Mt 23,8), y en la cual el don de sí mismo a los demás es la clave de la comunión (Mt 20, 25-28; 23, 11; Jn 13, 1-17). 
   Durante su vida pública, Jesús caracteriza también a la comunidad cristiana que lo rodea con los vínculos familiares: Jesús “extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo: «Estos son mi madre y mis hermanos. Pues todo el que cumpla la voluntad de mi Padre de los cielos, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre.»” (Mt 12 49s).
   En la Última Cena –que es una cena familiar‒ Jesús ocupa el lugar del padre de familia, que es quien preside la cena pascual.
   Y al pie de la Cruz nos da por madre nuestra a su propia Madre (cf. Jn 19, 25-27).
   Hoy también los católicos latinos debemos recordar ‒como indiqué en el artículo anterior de este blog‒ que en los primeros siglos cristianos  las reuniones cristianas se hacían en las casas de familia, y no existía el celibato obligatorio para los ministros de la Iglesia, lo cual reforzaba el clima hogareño y la presencia femenina: los mismos sacerdotes de la Iglesia eran casados y padres de hijos e hijas.
   El valor de la familia cristiana a la que nos ha impulsado el Concilio Vaticano II recuperando el maravilloso título de “iglesia doméstica” (LG 11) debería también ayudarnos a recuperar nosotros la doble relación de la comunidad cristiana y la familia: la familia cristiana es “iglesia doméstica” y la Iglesia es la familia de Dios.
    Pues si Dios es Papá, Jesús es Hijo y el Espíritu es Comunión, entonces la dimensión familiar de la Iglesia se fundamenta en la mismísima Trinidad divina.




[1] J. Jeremías, Abbá. El mensaje central del Nuevo Testamento, Salamanca, Sígueme, 2005, pp. 66ss. La cita es de la p. 68. 
[2] J. Jeremías, Abbá, p. 70.

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